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Tiene los ojos fijos y la cabeza echada hacia atrás, las mejillas chorrean de traspiración, tose y jadea. Como sus cabellos parecen molestarle cayendo constantemente sobre su frente, voy a buscar al cajón de mi escritorio un pedazo de piolín y se los ato.

Es todo lo que tengo para cuidarla: un frasco de agua de colonia y un pedazo de piolín. No tengo un diccionario médico, mis conocimientos en ese dominio son nulos, y el Larousse en diez volúmenes del tío, me temo que no va a servirme de ninguna ayuda. Con dificultad, porque el candelabro ilumina poco, leo sin embargo el artículo sobre el asma. No encuentro más que nombres de remedios desaparecidos: belladona, atropina, novocaína. Evidentemente no me van a dar remedios caseros. Sin embargo es lo que me haría falta.

Miro a Evelina. Palpo nuestro desamparo, nuestra impotencia. Pienso también en lo que pasaría, si tuviera una nueva crisis de apendicitis, yo que he descuidado el hacerme operar cuando podía.

Me siento al lado de Evelina. Me echa entonces una mirada tan llena de angustia que se me cierra la garganta. Le hablo, le digo que se le va a pasar, y cuando sus ojos no están ya en los míos, la observo. Noto al cabo de un momento que tiene más dificultad en vaciar su pecho que en inspirar. No sé por qué me había imaginado lo contrario. Si comprendo bien, se asfixia por dos razones: porque no echa bastante rápido el aire viciado y porque no inspira bastante rápido el aire de nuevo. Pero el bloqueo parece actuar más en el sentido de la espiración que en el otro. Además de eso, está la tos. Tiene por fin, supongo, que expulsar lo que impide la respiración. Es una tos seca, que la sacude y la agota. Y no expulsa nada.

Mirando su pecho flaco hundirse y levantarse, se me ocurre una idea. ¿Y si la ayudo a respirar con procedimientos mecánicos? No acostándola de espaldas, sino como está, en una posición que le permita toser y de ser necesario, escupir. Me siento en la cama, me apoyo contra el respaldo, y levantándola en mis brazos, la coloco entre mis dos piernas de manera que me dé la espalda. Pongo, entonces, mis dos manos sobre la parte superior de sus brazos y acompaño su movimiento de espiración por un doble movimiento. Empujo sus hombros hacia adelante e inclino al mismo tiempo su tórax. Para la inspiración, hago a la inversa, llevo los hombros hacia atrás y tiro su busto hacia mí hasta que su espalda toca mi pecho.

No sé si lo que hago es útil. Ignoro si a un médico le parecerían ridículos mis esfuerzos. Pero debo de todos modos prestarle a Evelina un cierto consuelo, por lo menos moral, pues en un momento me dice con voz extenuada, apenas audible, "gracias, Emanuel".

Continúo. Se entrega en mis manos por completo, y al cabo de un momento, noto que a pesar de la extrema ligereza de su busto, lo encuentro más pesado de manejar. Supongo que con el cansancio, me he adormecido, pues me doy cuenta que el candelabro se ha apagado, por falta de aceite, sin que lo haya visto apagarse.

En medio de la noche, creo, pues he puesto mi reloj pulsera sobre el escritorio y perdido toda noción del tiempo, Evelina es sacudida por un prolongado acceso de tos y me pide mi pañuelo con voz indistinta. La oigo escupir largamente aclarándose la garganta. El acceso de tos vuelve varias veces y cada vez expectora. Después se abate sobre mi pecho, agotada, pero aliviada.

Cuando abro de nuevo los ojos, es pleno día, el sol inunda la habitación y estoy tendido a través de la cama en una posición incómoda, Evelina, acostada entre mis brazos, está profundamente dormida. He debido deslizarme durante el sueño de la posición sentada a la posición acostada, bastante retorcida en que me encuentro. Cuando me levanto, tengo la cadera izquierda derrengada y un principio de tortícolis. Como Evelina está tan derrengada como yo, la coloco derecha y bien extendida en la cama y puedo hasta sacarle el piolín con que había atado sus cabellos, sin despertarla. Está ojerosa, con las mejillas hundidas, la tez blanca, y si no fuera por su respiración, parecería muerta.

A las once, la despierto, trayéndole desde la casa en una bandejita un bol de leche caliente y azucarada con una rebanada de hogaza enmantecada. Es todo un drama hacerle tragar cualquier cosa. Pero por fin, lo consigo casi del todo, haciendo alternar mimos y amenazas. La amenaza, pues el plural está de más, consiste en decirle que si no come, desde esta noche la reintegro a su cama en el segundo piso. Esto resulta para dos o tres bocados, y de golpe, con una vivacidad increíble, me devuelve el chantaje. Se rehúsa del todo a comer si no le prometo conservarla en mi cuarto. Al fin de cuentas, es una cuestión de concesiones mutuas. A cada trago de leche, gana un día. A cada bocado de pan con manteca, otro. Nos ponemos de acuerdo, después de muchas vueltas, sobre qué se entiende por trago y por bocado.

Cuando Evelina ha terminado su desayuno, le debo veintidós días de hospitalidad. Como tengo miedo de estar completamente desarmado en el futuro, me reservo el derecho de sacarle días si no come lo que le corresponde en la comida siguiente. Protesta:

– Vamos -me dice- gran vivo ¿y quién te impide ponerme montones y montones en mi plato?

Le prometo que no habrá trampa y que la ración de Evelina será fijada en razón de su edad por el consenso de los presentes. Evelina debe tener en su frágil cuerpecito reservas de vitalidad porque después de la noche que ha pasado, está vivaz y alegre durante toda esa escena. Sólo muestra un poco de lasitud al final. Hasta quiere levantarse, pero yo me niego. Va a dormir hasta el mediodía y al mediodía, vendré a buscarla. ¿Me prometes venir, Emanuel? Le prometo y mientras me dirijo hacia la puerta me sigue con la mirada, con su cabeza pálida pesando apenas sobre la almohada. Tiene unos ojos inmensos. Nada de cuerpo y casi nada de cara, puro ojos.

Cuando bajo, llevando el bol vacío en la bandeja, encuentro un grupito en el patio delante del torreón. Thomas, Peyssou, Colin, con las manos en los bolsillos, y Miette que parece esperarme. Y en efecto, apenas me ve, me toma la bandeja de las manos y da media vuelta para llevarla hasta la casa, no sin echarme al irse una mirada que me sorprende.

– Y bueno -dice Peyssou- quisiéramos decirte, Emanuel, que hemos terminado de arreglar los trastos de Colin. Y bueno, uno se aburre.

– ¿Y Meyssonnier?

– Meyssonnier -dice Peyssou- está servido. Está por hacer el arco que le has encargado. Jacquet y el Momo cuidan los animales. ¿Y nosotros, entonces, qué hacemos? De todos modos no vamos a pasarnos el tiempo mirando cómo crece el trigo.

– Fíjate -dice Colin con su sonrisa en góndola- que se le podría decir a las mujeres que se quedan acostadas por la mañana, y llevarles el desayuno a la cama.

Risas.

– Colin -digo- ¿quieres que te dé una patada?

– De todos modos es cierto -empalma Thomas-, es deprimente no hacer nada.

Lo miro. Deprimido no está. Yo diría que más bien tiene sueño. Y no tantas ganas de trabajar, por lo menos esta mañana. Si está allí, participando del coro de los desocupados, aunque tenga el vivo deseo de estar en otro lado, es más bien porque no quiere aparecer como demasiado prendido a las polleras de su mujer.