– ¡El tigo! ¡El tigo! -grita Momo, y con sus dos manos se mesa los cabellos como para arrancárselos.
Tengo la mano derecha crispada sobre el arma, pero está siempre a lo largo de mi cadera, con el caño dirigido a tierra. No consigo apoyarla en mi hombro. Hacia estos extraños, esos saqueadores, siento un odio loco porque devoran nuestra vida. Y también porque son lo que podríamos llegar a ser nosotros en cualquier momento, en Malevil, si el pillaje de nuestros recursos continuara. Pero siento al mismo tiempo una piedad abyecta que equilibra mi odio y me reduce a la impotencia.
– ¡El tigo! ¡El tigo! -aúlla Momo, en el paroxismo de la excitación.
Y de golpe, franquea corriendo los diez metros que nos separan de la banda, y se tira aullando sobre el saqueador más cercano y los golpea con sus puños y sus botas.
– ¡Momo! ¡Momo! -grita la Menou.
Alguien se rió, quizá Peyssou. Yo también tengo ganas de reír. Por cariño hacia Momo, porque un acto tal, tan infantil, tan irrisorio, es muy de él. Y también porque nada de lo que hace Momo tiene consecuencias, porque Momo es un paréntesis en lo serio de la vida, porque Momo "no cuenta para nada". Porque no se me ocurre que le pueda pasar algo a Momo, nunca. Ha estado siempre tan protegido por la Menou, por el tío, por mí, por los compañeros.
He visto una fracción de segundo demasiado tarde la mirada hosca del hombre. He visto un cuarto de segundo demasiado tarde el golpe de la horquilla. Creí prevenirlo tirando. Ya estaba asestado. Y los tres dientes de la horquilla se hundían en el corazón de Momo cuando mi bala golpeó a su adversario y le destrozó la garganta.
Caen al mismo tiempo. Oigo un aullido inhumano y veo a la Menou abalanzarse y echarse sobre el cadáver de su hijo. Avanzo entonces como un autómata y tiro mientras avanzo. A mi izquierda y a mi derecha, avanzando en fila, mis compañeros tiran también. Tiramos al montón, sin apuntar. Mi espíritu es un blanco total. Pienso: Momo está muerto. No siento nada. Avanzo y tiro. No es necesario avanzar, estamos ya tan cerca. Y sin embargo, avanzamos, mecánicamente, metódicamente, como si segáramos un campo.
Nada se mueve ya, y sin embargo seguimos tirando. Hasta el agotamiento de los cartuchos.
XIV
Ninguno de nosotros, salvo la Menou, sintió en el momento la pérdida de Momo, primeramente porque chocó en nosotros con una especie de incredulidad, y sobre todo porque la incursión de la banda que acabábamos de aniquilar nos sumergió durante quince días, de la mañana a la noche, en trabajos extenuantes.
Primeramente hubo que enterrar a los muertos. Fue una horrible tarea, complicada por el hecho que prohibí que se les acercaran. Temía que fueran portadores de parásitos susceptibles de ser conductores de epidemias contra las cuales no tendríamos defensas. Me acordaba, en efecto, que la pulga puede trasmitir la peste y el piojo, el tifus exantemático. El mal estado de esos desgraciados, el hecho que venían de tan lejos, a juzgar por los trapos que muchos de ellos llevaban en los pies, me los hacían aun más sospechosos.
Cavamos una fosa en la proximidad del osario y en esa fosa dispusimos haces de leña y sobre ellos leñitas, de manera que la última capa de leña estuviera al nivel del terreno del trigo. Luego, por un nudo corredizo tendido en el extremo de una pértiga, pasamos una cuerda por los pies de cada muerto y lo arrastramos a buena distancia de nosotros, de manera de depositarlo sobre la cima de la hoguera. Había en total dieciocho muertos, de los que cinco eran mujeres.
Eran las once de la noche, cuando, sobre las cenizas aún calientes, echamos la última palada de tierra. No quise que entráramos en Malevil con la ropa que teníamos. Llamé a la puerta del castillete de entrada y cuando Cati apareció, le dije que se hiciera ayudar por Miette y trajera dos lebrillos llenos de agua. Cuando estuvieron allí, pusimos nuestra ropa, incluso la ropa interior y entramos desnudos al castillo para ir a darnos una ducha, uno después de otro, en el baño del torreón. Nos revisamos cuidadosamente todos los pliegues, pero no encontramos parásitos sobre nadie. Al día siguiente hicimos un gran fuego de leña bajo los dos lebrillos delante del castillete de entrada e hicimos hervir largamente su contenido antes de entrarlo al castillo y extenderlo al sol.
Comimos los seis en el gran comedor de la casa, Cati nos servía. Evelina estaba allí, pero yo no le dirigía la palabra y ella no se animó a acercárseme. Miette, Falvina y la Menou velaban al Momo en el castillete de entrada. La comida se pasó en silencio. Estaba rendido de cansancio y con mis sentimientos como embotados. Aparte del estúpido contentamiento animal de comer, de beber y de reparar mis fuerzas, no sentía nada más que una inmensa necesidad de dormir.
No era cuestión de eso, sin embargo. Había decisiones que tomar y una asamblea a realizar esa misma noche, después de la comida. No quise admitir en ella a las mujeres. Tenía cosas muy desagradables que decirle a Thomas y no quería decirlas en presencia de Cati. No quería tampoco que Evelina, a quien no había echado de mi cuarto pero tampoco le dirigía la palabra, estuviese presente en los debates.
A mi alrededor, las caras estaban marcadas por el cansancio y la desolación. Empecé a hablar con una voz neutra y con mucha prudencia. Habíamos pasado, dije, muy malos momentos. Se habían cometido errores. Teníamos que hacer el análisis juntos y por empezar que cada uno dijera su opinión sobre lo que había sucedido.
Hubo un largo silencio y dije:
– Tú, Colin.
– Y bien, yo, ves -dice Colin con una voz estrangulada sin mirar a nadie- por Momo me da pena, pero me da pena también por los que hemos matado.
– ¿Meyssonnier?
– Yo -dice Meyssonnier- pienso que la organización no resultó buena y que ha habido numerosos actos de indisciplina.
Él también, al decir esto, no mira a nadie.
– ¿Peyssou?
Peyssou levanta sus amplios hombros y despliega sobre la mesa sus poderosas manos.
– Y bueno -dice- ese pobre Momo, se puede decir que se la ha buscado, en un sentido. Pero asimismo, como dice Colin…
Se paró ahí.
– ¿Jacquet?
– Pienso como Colin.
– ¿Thomas?
Lo he llamado el último para marcar distancia, pero esta distancia, él mismo la ha aceptado por adelantado, no ocupando la silla que Evelina ha dejado vacante a mi lado. Thomas se endereza. No da vuelta la cabeza hacia mí, mira delante de él presentándome un perfil tenso. Aunque sentado muy derecho y hasta del todo rígido en su asiento, tiene las dos manos en los bolsillos, actitud que no le es propia. Supongo que las esconde, no por desenvoltura, sino porque deben temblarle un poco.
Dice, con una voz que tiene dificultad en controlar:
– Ya que Meyssonnier ha hablado de actos de indisciplina, quisiera decir que tengo dos para reprocharme. Primero: después del tiro Emanuel me dijo que no me vistiera y que bajara como estaba con mi arma. Pero me tomé el tiempo de vestirme y llegué al castillete de entrada demasiado tarde y en consecuencia, no pude ayudar a la Menou a retener a Momo.