– No pareces contento.
– No lo estoy tampoco.
Un silencio. Sigo garabateando.
– ¿Y es conmigo que no estás contento, Emanuel -dice con su voz más suave.
Tiene que hacerse la gata y multiplicar las mímicas. Tiempo perdido, mis ojos están muy ocupados. Dibujo un angelito sobre mi secante.
– No estoy contento de tu confesión -digo con voz severa.
Y recién entonces levanto la cabeza y la miro. No se lo esperaba. No debe tomarme muy en serio como abate de Malevil.
– Es una mala confesión -digo, siempre severo-. No te has acusado siquiera de tu defecto principal.
– ¿Y cuál es según tú? -dice con una agresividad que le cuesta controlar.
– La coquetería.
– ¡Ah, eso! -dice.
– ¡Ah, por supuesto! -digo-, para ti, eso no es nada. Amas a tu marido, sabes que no lo engañarás (aquí se sonríe con un aire burlón) entonces, te dices, vamos, hay que divertirse un poco. Desgraciadamente, esos jueguitos en una comunidad de seis hombres donde no hay más que dos mujeres, ¡son muy peligrosos! Y tu coquetería si no le pongo coto, me va a convertir a Malevil en un burdel. Ya Peyssou, según mi opinión te mira demasiado.
– ¿Te parece? -dice Cati.
¡Ella irradia! ¡Ni siquiera se preocupa por parecer arrepentida!
– ¡Me parece que sí! Y a los otros también, les haces arrumacos. Pero a ellos, felizmente, no les importa.
– Quiere decir que a ti te es igual -dice agresivamente-. Pero eso, yo ya lo sabía. No te gustan más que las gordas frescachonas, como la chica en pelo que has pegado en la cabecera de tu cama. ¡Verdaderamente como cura, me sorprendes! ¡Uno esperaría más bien ver un crucifijo!
¡Pero muerde, palabra!
– Es una reproducción de Renoir -digo, sorprendido de encontrarme de golpe a la defensiva-. No sabes nada de arte.
– ¿Y el retrato de tu alemana, sobre tu escritorio, eso es arte? ¡Es horrible esa abuelita! ¡Nada más que limones! Y además, por otra parte, a ti que te importa, si tienes a Evelina.
¡Qué víbora! Digo con una rabia fría:
– ¿Cómo, tengo a Evelina? ¿qué quiere decir, "tengo" a Evelina? ¿Me tomas por un Wahrwoorde?
Y con mis ojos plantados en los suyos, la fulmino. Enseguida, en punta de pies, se retira del campo de batalla.
– ¡Pero no he dicho nunca eso, te imaginas! Ni siquiera me ha rozado la idea.
¡Me importa un carajo si la ha rozado! Me calmo poco a poco. Retomo mi lápiz y a mi angelito le suprimo las alas. Luego le agrego dos cuernitos y Una larga cola. Una cola enroscada, como la de los monos. Y mientras tanto, veo a Cati, delante de mí que se retuerce para tratar de ver lo que hago. ¡Qué orgullosa está de su pequeño sexo, esta putita! Y de qué manera quiere hacer sentir en todas partes su poder. Levanto la cabeza y la observo.
– Tu sueño, en el fondo, es que todos los hombres de Malevil estén enamorados de ti, y que estén todos reducidos a la desesperación. Y mientras tanto, tú no amas más que a Thomas.
He dado en el blanco, por lo menos lo creo en ese momento, puesto que veo en el fondo de sus ojos la llamita de la agresividad que se despierta.
– Qué quieres -dice-. Todo el mundo no puede hacer la puta como tu Miette.
Un silencio. Digo sin levantar la voz:
– Bravo, hablas bien de tu hermana.
No es una mala chica, Cati, en el fondo, porque enrojece y por primera vez desde el principio de su confesión tiene verdaderamente aire arrepentido.
– La quiero mucho, sabes. No tienes que creer.
Un largo silencio. Agrega:
– No debo parecerte muy simpática.
Le sonrío.
– Me pareces joven e imprudente.
Y como no dice nada, sorprendida de que le hable amistosamente después de todas las barbaridades que me ha dicho, agrego:
– Mira a Thomas. Está atrapado. Y porque eres joven tienes tendencia a abusar de eso. Lo mandas y estás equivocada. Porque Thomas no es un débil. Es un hombre y te lo va a reprochar algún día.
– Ya me lo reprocha.
– ¿Por las estupideces que le has hecho hacer?
– ¡Y, sí!
Me levanto y de nuevo le sonrío.
– Vamos, eso se va a arreglar. En la asamblea se ha echado la culpa nada más que él. Te ha defendido como un león.
Me mira con los ojos brillantes.
– Pero tú tampoco has sido muy malo, en la asamblea.
– De todos modos quisiera decirte algo. Con respecto a Peyssou, ten un poco de cuidado.
– Eso -dice con franqueza que me sorprende- no te lo puedo prometer. A los hombres nunca me he podido resistir.
La miro. Me desconcierta. Reflexiono. ¡No entiendo para nada a esta chica! Si lo que dice es verdad, todo mi análisis cae por tierra. Agrega:
– Sabes, no estarías mal como cura, a pesar de lo mujeriego que seas. Y bueno, ves, retiro todas las maldades que te he dicho y en particular sobre… En fin, las retiro. Eres amable. Lo que pasa es que no puedo retener mi lengua. ¿Te puedo besar?
Me besa, en efecto. Con un besote bien diferente del que me dio a la entrada. En fin, no exageremos sobre la pureza del beso. La prueba, es que me perturba, que se da cuenta y deja oír una risita contenida de triunfo. Después, le abro la puerta, se escapa, atraviesa el rellano vacío corriendo y en el momento de abordar la escalera caracol del torreón, se da vuelta y me hace un pequeño gesto con la mano.
Enterramos a Momo al lado de Germán y de la pequeña tumba que había recibido lo que quedaba de las familias de nuestros compañeros. Habíamos empezado este embrión de cementerio el día del acontecimiento, formaba ya parte del mundo de después y sabíamos que nos recibiría a todos. Estaba situado delante del primer recinto, en la antigua playa de estacionamiento. Hay allí una pequeña explanada cavada en el acantilado y que, cuarenta metros más lejos, se estrecha y se estrangula hasta las dimensiones del camino entre el peñasco y el abismo. En este lugar, el camino gira casi en ángulo recto alrededor del acantilado.
Es ahí, en ese paso estrecho entre el precipicio y la masa rocosa que lo corona donde decidimos hacer una empalizada destinada a poner el primer recinto al abrigo de las escaladas nocturnas. Es un trabajo de avanzada, de fuertes planchas de roble bien unidas y cuyo portal incluye a ras de tierra una abertura corrediza de dimensión apenas suficiente para dejar pasar un hombre en cuatro patas. Por ahí haremos entrar al visitante, después de haberlo observado por el orificio de seguridad disimulado al lado de la mirilla, la que no abriremos sino en última instancia, pues su abertura no deja de comportar un peligro.
También hemos pensado en la escalada. La parte superior de la empalizada, que se puede sacar para dar paso a una carreta, está defendida por cuatro hileras de alambre de púa, que no se pueden tocar sin desencadenar un batifondo de latas. Sin embargo, los visitantes de buena fe pueden utilizar una campana, que Colin nos ha suministrado de las reservas de su negocio y que ha instalado al lado de la mirilla.
Meyssonnier llamó zona de defensa avanzada -o ZDA- a la pequeña explanada comprendida entre la empalizada y los fosos del primer recinto.
Decidimos, de acuerdo a sus consejos, sembrarla de trampas al tresbolillo, dejando un camino libre de tres metros de ancho que bordeaba el foso de la derecha, luego la curva de la depresión del acantilado, y pasaba delante del embrión de cementerio para encontrar la empalizada. Esas trampas -o caza-estúpidos, como las llamaba Meyssonnier-, eran del tipo más clásico: unos agujeros de una profundidad de sesenta centímetros en el fondo de los cuales enterramos estacas puntiagudas, endurecidas al fuego o tablillas provistas de gruesas clavos. Las aberturas estaban disimuladas por cartones cubiertos de tierra.
Durante este tiempo, Peyssou terminaba de elevar el primer recinto construyendo un buen metro y medio de albañilería sobre sólidos dinteles de madera tendidos sobre los vanos de las almenas. Cuando hubo terminado, pidió a Meyssonnier que cerrara esos vanos con gruesos paneles de madera que serían para abrirse de abajo arriba y hacia afuera. "Así puedes abrir fuego a cubierto al pie de tus murallas sin que haya más lejos un cochino que tire al blanco sobre ti. Y en la parte inferior de los paneles, además, haces una hendidura para reforzar las troneras de los merlones".