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No cabe duda que Emanuel Comte, en tanto que propietario actual del castillo de Malevil, ha heredado las prerrogativas inherentes a su castellanía. Así lo ha juzgado la asamblea de los fieles que, por unanimidad, ha confirmado en sus títulos y funciones al abate de Malevil.

Por otra parte, no le es posible a Malevil reconocer la legitimidad de un obispo de quien no ha pedido su nominación a Su Santidad y que tampoco ha entronizado en un burgo que forma parte de sus dominios.

Malevil entiende, en efecto, conservar la integridad de sus derechos históricos sobre su feudo de La Roque, aun si en su vivo deseo de paz y de buena vecindad, no prevé, por el momento, acción para hacerlos valer.

Consideramos sin embargo que toda persona habitando La Roque y que se estime perjudicada por el poder de facto establecido en el burgo, puede en cualquier instante acudir a nosotros para ser restablecido en sus derechos.

Pensamos también que el burgo de La Roque debe sernos en todo momento accesible y que ninguna puerta del burgo podría quedar cerrada sin injuria grave ante un mensajero de Malevil.

Te ruego creas, mi querido Fulbert, en la expresión de mis sentimientos más devotos.

Emanuel Comte, Abate de Malevil

Debo subrayar aquí que en mi espíritu esta carta no era más que una farsa destinada a poner a Fulbert en su lugar oponiéndole una parodia grotesca de su propia megalomanía. Incluso debo decir, que en ningún momento y bajo ningún concepto yo me creía ni me tenía por el heredero de los señores de Malevil. Y tampoco tomaba en serio el vasallaje de La Roque. Sin embargo leí mi carta con un aire impasible, estimando que su humor sería así más apreciado por mis compañeros.

Me equivocaba. No lo entendieron para nada. Admiraron el tono de mi carta (es oportuno, dijo Colin) y se entusiasmaron de buena gana por su contenido. Pidieron ver los documentos sobre los cuales se fundaba, y tuve que levantarme para ir a buscar en las vitrinas de la sala de la casa esas memorables reliquias así como la transcripción en francés moderno que el tío había hecho hacer.

Fue un delirio. Fue necesario leer y releer todos los pasajes que establecían que La Roque era nuestro feudo, así como la decisión histórica de Sigismundo de nombrarse a sí mismo abate de Malevil. Y bueno, ves, dice Peyssou, no me hubiera imaginado que teníamos derecho a elegirte como lo hicimos. ¡Hubieras debido mostrarnos esto antes!

La ancianidad de nuestros derechos los sumergía en el delirio. ¡Cinco siglos, dice Colin, te das cuenta! ¡Cinco siglos que se tiene derecho a ser abate de Malevil! No hay que exagerar, dice Meyssonnier, honesto muy a pesar suyo, hemos tenido también la revolución francesa. ¡Pero no ha durado tanto tiempo, dice Colin, no puedes comparar!

Lo que los excitó sobre todo al último grado, fue la entronización del Obispo en nuestro feudo de La Roque por el Señor de Malevil. A pedido de Peyssou expliqué la palabra lo mejor que pude. Bueno, está claro, Emanuel, dice Peyssou, como no has entronizado al Fulbert, no es más obispo que mi culo (aprobación calurosa). Después de eso, no se trató de otro asunto que el de organizar una expedición contra La Roque para vengar el insulto que nos había sido infligido y establecer en él nuestros derechos soberanos.

Asistía mudo al desenfreno de las pasiones nacionalistas que yo mismo había desencadenado. A mi parecer, no podía ya revelar a mis compañeros la intención de parodia que tenía mi carta. Se habían entusiasmado demasiado.

Me hubieran tomado fastidio. Traté sin embargo de calmar a los más ardientes y lo conseguí con la ayuda de Thomas y de Meyssonnier, de Colin después, cuando solemnemente se tomó la decisión de que no abandonaríamos nunca a "nuestros amigos de La Roque" (Colin). Y que en el caso en que fueran molestados o perjudicados, Malevil intervendría como, por otra parte, quedaba dicho en mi carta.

Gazel volvió al día siguiente. Le entregué la carta sin una palabra y se fue. Dos días más tarde, la ZDA estaba terminada y el trigo lo bastante maduro como para que se levantara la cosecha.

Fue un largo asunto, pues hubo que cortar las espigas con la hoz, ponerlas en gavillas, traer las gavillas a Malevil, establecer una área en el primer recinto y separar con el mayal los granos de la paja. La operación movilizó mucha mano de obra y cuando hubo terminado, cada uno de nosotros hubiera podido darle un sentido más nuevo a la bíblica frase sobre el pan y el sudor.

A pesar de todo, fue posible decir que la cosa valía la pena. Aun teniendo en cuenta la parte estropeada por los saqueadores, la cosecha dio una proporción de diez bolsas por una. O sea en total mil doscientos cincuenta kilos de granos. Era poco con relación a nuestras importante reservas para el trigo (debidas en gran parte al botín del Estanque). Era mucho por ser la primera cosecha desde el día del acontecimiento y como promesa para el porvenir.

La noche que siguió a la cosecha, fui despertado por un ligero ruido a mi lado y más precisamente por la imposibilidad en que me encontré al principio en mi semisueño, de comprender el origen. Pero cuando mis ojos se abrieron, aun sin ver nada, pues la noche era oscura, supe que sobre el canapé cerca de la ventana Evelina sollozaba a golpecitos en su almohada.

– ¿Lloras? -dije a media voz.

– Sí.

– ¿Y por qué?

Aquí, una sucesión de sollozos apagados y de resoplidos.

– Porque estoy triste.

– Ven a contarme eso.

No fue más que un salto desde su canapé a mi cama, y se apelotonó en mis brazos. ¡A pesar de que se había rellenado, me pareció todavía bien liviana! Sobre mi hombro, no pesa más que un gatito. Y sigue sollozando.

– ¡Pero me mojas! ¡Una verdadera fuente! ¡Sécame eso! -Le paso mi pañuelo y tiene que parar los sollozos, aunque más no sea para sonarse.

– ¿Y entonces?

Un silencio. Resoplidos.

– ¡Suénate, vamos, en lugar de resoplar!

– Ya está.

– Suénate de nuevo.

Se suena de nuevo, en efecto y, a juzgar por el sonido, sin ningún éxito. Después de esto, los resoplidos recomienzan. Debe ser nervioso. Como su tos, como sus sollozos, como las convulsiones que la sacuden. Quizá como su asma. Después del saqueo de nuestro trigo y de la muerte de Momo tuvo un ataque horrible. Me pregunto si no se está preparando otro. La rodeo con mis brazos.

– Vamos -digo-. ¿Qué pasa?

Un silencio.

– Todos esos muertos -dice por fin en voz baja.

Me sorprendo. No era eso lo que esperaba.

– ¿Es por eso que lloras?

– Sí.

Y como me callo, ella sigue:

– ¿Por qué? ¿Te sorprende, Emanuel?

– Sí, creía que me ibas a decir que yo no te quería más.

– Oh, no -dice- me quieres igual, me doy muy bien cuenta. Lo que sucede es que no me dejas pasar nada. Pero lo prefiero así.

– ¿Prefieres eso?

Silencio. Medita, se interroga y está tan concentrada que se olvida de sorber.

– Sí -me dice-, me siento más sostenida.

Tomo nota y me callo.

– ¿A esa gente que mataron, no se la podría haber tomado en Malevil? Hay lugar en Malevil.

Sacudo la cabeza en la oscuridad, como si ella pudiera verme.

– No es una cuestión de lugar, sino de reservas. Ya somos once. Se podría en rigor, alimentar a dos o tres personas más, pero no a veinte.

– Bueno, entonces -dice al cabo de un momento- no había más que dejarlos comer nuestro trigo.

– ¿Y los otros?

– ¿Qué otros?

– Los otros que vendrán después. A esos, los dejamos matar nuestros chanchos, devorar nuestras vacas y llevarse nuestros caballos. Y nosotros, siempre tendremos pasto para comer.

Esos sarcasmos no hacen efecto en Evelina.

– Has dicho tú mismo que el trigo de los Rhunes no era enorme.

– No, gracias a Dios, con respecto a nuestras reservas. Sin embargo, mil doscientos cincuenta kilos de granos significan un cierto número de kilos de pan.