– Sírvete -digo, empujando la botella hacia él-. Te la has merecido.
– ¡Ah, eso sí! -dice el viejo Pougès-. Acuérdate que es algo serio eso de pasar por lo de Faujoux con la bici. Y todo lo que tengo que decirte, que tengo la cabeza rota de tantas novedades. Y las piernas rotas de haber pedaleado.
– Deberías sin embargo estar entrenado -dice la Menou- en vista de todas las veces que has hecho el camino de La Roque a Malejac, para ir a hacer el amor a lo de tu puta.
– A tu salud, Emanuel -dice el viejo Pougès, con dignidad, pero furioso por adentro de que la Menou le estropee su hora de gloria.
– Menou -digo con tono severo-, vamos, dale algo para comer.
– Con mucho gusto -dice el viejo Pougès…-. Sobre todo que me ha dado hambre eso de pasar por lo de Faujoux.
La Menou abre el armario de la derecha de la chimenea, pone con violencia un plato delante de Pougès, después corta una tajada finita de jamón, y tomándola entre el pulgar y el índice, la tira desde lejos sobre el plato.
Le dirijo una mirada severa, pero simula no verla. Está en tren de cortarle a Pougès una rebanada de hogaza y se aplica en cortarla lo más finita posible, lo que no es fácil, dado que la hogaza está fresca. Mientras hace esa delicada operación, se habla a sí misma a media voz. Pero como el viejo Pougès se calla porque bebe su primer vaso, con el ojo fijo en la botella, y como por otra parte, nosotros también callamos en la espera de las novedades que nos ha anunciado, el silencio que reina en la cocina hace perfectamente audible el aparte de la Menou, e intento en vano interrumpirla.
– Hay gentes -dice la Menou sin mirarme- que se diría que son peores que los piojos para succionar la sangre de los demás. Por ejemplo la Adelaida. Ustedes me dirán, la Adelaida no era gran cosa, estoy de acuerdo. Abierta a los cuatro vientos, como era. De todos modos, hay uno más de cuatro que se aprovechó muy bien de ella. Primero para sacar tajada gratis y después, cuando ni eso podían hacer, para sacarle bebida. ¡Seguro que esta pobre, esta gran puerca no se ha enriquecido con clientes así!
El viejo Pougès, posa su vaso, se endereza y con la mano izquierda se seca el bigote.
– Emanuel -dice con dignidad-, no es para hacerte un reproche, pero deberías impedir a tu sirvienta que me faltara al respeto bajo tu techo.
– Miren eso, le hace falta respeto, ahora -dice la Menou.
Pálida de rabia por haber sido tratada de sirvienta, tira al vuelo la rebanada de hogaza sobre la mesa y cruza sus flacos brazos sobre su pecho fijando sobre Pougès unos ojos fulgurantes. Pero éste saborea a la vez su segundo vaso y su pequeña cochinada, y por las dos partes se siente bien vengado.
– Menou no es mi sirvienta -digo con firmeza-. Ella tiene sus bienes. Si vive aquí, es porque maneja mi casa. Pero yo no le pago. Te hablo de antes de la bomba, naturalmente.
– Como quien diría la gobernanta del Señor Cura -dice Colin.
Y todos, salvo la Menou, se ponen a reír, lo que distiende la atmósfera.
Aprovecho para levantarme, dirigirme a la Menou y deslizarle al oído: "Si sigues, te rajo de la cocina delante de todo el mundo". No me contesta. Respira con fuerza, con los ojos brillantes, los labios apretados y la nariz palpitante. En cierto sentido, me alegra verla así, después de lo que ha pasado.
Me vuelvo a sentar. El viejo Pougès está terminando su pedazo y su tercer vaso. Y eso le toma un tiempo infinito. Bebe rápido, pero mastica lentamente.
Su tercer vaso terminado, se queda tironeando sus bigotes sin decir una palabra mirando la botella. Le lleno el vaso de nuevo y con un golpe seco, hundo el corcho. Me mira hacer, mira luego su vaso lleno, pero no lo toca. Todavía no. El último vaso, lo bebe siempre en silencio. Entonces es ahora cuando tiene que hablar. Como tarda más de la cuenta, comienzo yo:
– ¿Entonces, está enfermo Armand?
El viejo Pougès sacude la cabeza.
– No está enfermo -dice, con el desprecio por el ignorante del que sabe, y noto por su repugnancia en hablar que le cuesta mucho darnos cualquier cosa, aun noticias.
– Y entonces -digo con tono seco, para recordarle de todos modos su parte del contrato.
– Entonces, no tiene nada de lindo lo que pasó allí.
Hace una pausa y agrega:
– Ha habido sangre.
Nos mira meneando la cabeza. -Es Pimont que encontró al Armand tratando de abusar de Inés.
– ¿A la fuerza? -dice Colin palideciendo.
– A la fuerza o no a la fuerza -dice el viejo Pougès con una maldad como para hacer rechinar los dientes-. La Inés dice que es a la fuerza. Yo, yo no sé nada, tú la conoces mejor que yo, muchacho, y debes saberlo.
– Abreviando -digo con irritación.
– Abreviando, al Pimont, la sangre se le heló en las venas. Te agarra un cuchillito de cocina y se lo planta en la espalda. Y bueno; no lo creerás, no le hizo ni frío ni calor al Armand. Se dio vuelta y dijo: te voy a enseñar a encajarme un puñetazo en la espalda, puerco. Y ahí nomás, a boca de jarro, le hace saltar la jeta con su porquería de escopeta, que al pobre Pimont, no le quedó por así decir más cara. Nos presentamos todos y ahí estaba Armand en el umbral de Pimont, blanco como estaba, pero completamente derecho como una i, nos cuenta su historia del puñetazo en la espalda. ¡Y ahora lárguense, que dice, o tiro al montón! Y entonces nos apunta con su porquería de escopeta y camina marcha atrás hasta la puerta del castillo. Y bueno: ves, Emanuel, fue solamente cuando se dio vuelta para abrir la puerta del castillo que vimos el cuchillo plantado en su espalda. Y bien visible, como estaba, dado que Armand tenía su saco negro y que el mango del cuchillo era colorado. ¡Y bueno, a pesar de todo, ahí se va el Armand, con su cuchillo en la espalda!
– ¿E Inés? -dice Colin.
– Como loca, imagínate -retoma el viejo Pougès con una insensibilidad total-. Su hombre hecho polvo, con un gran agujero en la jeta y un charco de sangre sobre su parquet como que hubieras dicho que habían matado un buey. Felizmente, Judith se la ha llevado a ella con el bebé. Pero espera, espera -prosiguió, como si la continuación le pareciera mucho más importante-. El Armand llega al castillo y le cuenta toda la cosa a Fulbert, delante de Josefa y de Gazel. Y Josefa que le dice en su jerigonza: ¡Pero señor Armand, tiene un cuchillo en la espalda! Él no lo quiere creer. ¡Tantea con su mano y se cae de narices! Desmayado. Fue la Josefa la que nos lo dijo.
– Y después -digo con impaciencia.
– Después, es todo -dice el viejo Pougès mirando de reojo su vaso lleno.
– ¿Cómo, es todo? ¿Es así como son ustedes en La Roque? ¿Les matan un hombre en su casa en pleno día, delante de todo el mundo, conocen el asesino, y nadie dice nada? ¿Ni siquiera Marcel? ¿Ni siquiera Judith?
– ¡Ah, ellos! -dice Pougès con negligencia, pero de todos modos sin mirarme-. Ellos no han hecho otra cosa que convocar al pueblo y hacer votar una cosa. Por lo que dicen el Armand debería ser juzgado y castigado por asesinato.
– ¿Y no es nada, eso? -digo con indignación-. ¿Te parece que no es nada?
Y agrego con rabia:
– Y tú, por supuesto, en la votación, te has abstenido.
El viejo Pougès me mira con reproche tironeando su bigote.
– En tu interés, Emanuel. No debo meterme demasiado en el bando de Marcel, si quiero continuar mis paseos en bici.
Y diciendo esto, me hace un guiño.
– ¿Y Fulbert qué dice de esa votación?
– Dijo no. Vino a decírnoslo por la ventanilla de la puerta, que era un caso de legítima defensa y que no había lugar a juicio. Los muchachos lo abuchearon un poco. Y desde entonces, el Fulbert lo tiene un poco fruncido, sobre todo que el Armand está en cama. Entonces, nos hace pasar las raciones por la ventanilla y no sale más del castillo. Espera que eso se calme. A tu salud, Emanuel.