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Los mass media -he conservado los últimos números de "El Mundo" y el otro día los he releído- no eran entonces particularmente alarmantes. O lo eran pero a largo plazo. La polución, por ejemplo. Se preveía que de aquí a cuarenta años, pondría al planeta a dos dedos del abismo. ¡Cuarenta años! ¡Me parece soñar! ¡No tenerlos ahora delante de nosotros!

Es un hecho, lo digo sin ironía porque sería demasiado fáciclass="underline" periódico, radio, televisión, ninguno de los grandes órganos de información que nos informaban tan bien -en todo caso, con tanta abundancia- presintió de ninguna manera y en ningún momento el acontecimiento. Y cuando cayó sobre el mundo, no pudieron comentarlo a renglón seguido: habían desaparecido.

Por otra parte, es posible que el acontecimiento fuera imprevisible. ¿Terrorífico error de cálculo de un estadista a quien su estado mayor había hecho creer que él detentaba la única arma? ¿Súbita locura de un responsable o de un ejecutante, incluso en una escala bastante humilde, que dio una orden que después nadie pudo ya retrotraer? ¿Accidente material que arrastró por reacciones en cadena respuestas automáticas, y éstas a su vez desencadenaron otras de los adversarios, y así siguiendo, hasta el aniquilamiento total?

Se pueden multiplicar las hipótesis. Nunca se sabrá la verdad: los medios para conocerla han sido aniquilados.

La noche empieza ese día de Pascua en donde la Historia se detiene, a falta de objeto: la civilización de la cual ella narraba la marcha ha llegado a su fin.

A las ocho iba a buscar la correspondencia al castillete de entrada adonde se alojaban la Menou y Momo. Como todas las mañanas encontraba ahí al cartero Boudenot, lindo muchacho lleno de rulos, ya un poco colorado y abotargado por el vino de granja en granja. Estaba sentado ante la mesa de la cocina, bebiendo el mío y al verme levantó media nalga en mi honor. Le dije que no se levantara, tomé mis cartas de la mesa, y la Menou, sacando un vaso del armario, lo llenó para mí. Como todas las mañanas lo rechacé y "para no perderlo", se lo bebió.

Vigorizada, pasó a las cosas serias. Emanuel, de todos modos hay que decidirse a embotellar el vino esta mañana, porque pronto no íbamos a tener más. Alzo los hombros con impaciencia. Vamos en seguida, digo, a las diez tengo que ir a La Roque con Germain. Bueno, me voy, dice Boudenot levantándose con tacto. Veo todavía sus cabellos negros enrulados, su amplia sonrisa y sus alegres ojos mientras me tiende la mano por segunda vez, bien plantado sobre sus piernas, con el vino cantando en su estómago, contento de ver tanta gente todas las mañanas y de circular en su autito amarillo de los P.T.T., con el cigarrillo entre los labios y el culo bien acomodado en su almohadón: lindo oficio para un lindo muchacho que tiene instrucción, que nunca se equivoca cuando paga las órdenes de pagó y que "gozará" un día de su jubilación. Luego gira sobre sus talones y veo su ancha espalda encuadrada en el vano de la puerta baja.

A la 2 CV amarilla se consigue más tarde identificarla, retorcida y calcinada. Pero de Boudenot ni rastros, nada, ni un hueso.

Pasé por mi habitación para buscar un pulóver y telefonear a Germán a las Siete Hayas. Le avisé que no llegaría antes de las diez y media para ir a La Roque. En el patio del segundo recinto, al salir del torreón, me encontré con la Menou y le aconsejé que se abrigara porque en la bodega hacía fresco. Oh, yo, dijo, no tengo frío, es más bien para Momo. Mientras hablaba la miraba desde muy arriba y dado su tamaño tenía de ella una vista desde lo alto. Y en su aspecto, en ese minuto, un detalle absurdo me llamó la atención. Estaba vestida con una especie de blusón negro, lustroso por el uso, y justo por debajo del escote cuadrado de ese blusón, vi pegada a la piel, apenas sobrepasando, una serie de alfileres de gancho de los que me preguntaba, lo recuerdo muy bien, con asombro al principio, qué hacían allí y además sobre qué prenda interior estarían prendidas, con seguridad no en un corpiño, ¿qué hubiera podido sostener el pobre? Pero tú también, Menou, dije con los ojos fijos sobre la hilera de alfileres de gancho, tú también busca un pulóver. Hace fresco en la bodega, inútil enfermarse. No, no, no tengo frío, dice la Menou, con austeridad o vanagloria, no hubiera sabido decirlo. De bastante mal humor, instalo mi máquina a pistola y me siento en mi taburete a veinte pasos de la Menou. Porque la bodega es inmensa, "más grande que el cobertizo del patio de recreo de la escuela". Está iluminada por bombillas que he disimulado dentro de nichos y en caso de desperfecto, por gruesas velas fijadas en unos apliques. Ni demasiado seca, ni demasiado húmeda, su temperatura, invierno como verano, se mantiene a unos trece grados, como lo atestigua el termómetro mural que está sobre el tanque de agua. La mejor de las heladeras, dice la Menou, que guarda en ella nuestras conservas y, colgados de la bóveda, nuestros chacinados.

Es alrededor del tanque de agua donde la Menou ha agrupado sus "herramientas": limpia-botellas fijados sobre una cuba alimentada con agua por una canilla, escurridero, y tapa-botellas automático. Está entregada a su tarea y su humor contrasta con el mío. Para ella, que sin embargo no bebe más que con moderación, embotellar el vino es un ritual sagrado, una fiesta antigua, el exaltante testimonio de nuestra abundancia, la promesa de futuras alegrías. Para mí es una lata. Y una lata de la que no me puedo salvar. Bastarían dos personas para la operación, una para aspirar, la otra para tapar, pero ni la una ni la otra puede ser Momo. Si aspira, apenas comienza el sifonaje asegura la correcta llegada del vino llevándose el tubo a los labios antes de introducirlo en el gollete de la botella. Si tapona, prueba un trago de cada botella antes de cerrarla.

Yo me ocupo del envase, la Menou del taponaje y Momo, del transporte del uno al otro, y por turno, de las botellas vacías y de las botellas llenas. Incluso así, los incidentes se suceden con frecuencia. De vez en cuando oigo a la Menou gritar: "Momo, ¿quieres una patada en el culo?" No tengo necesidad de levantar la cabeza. Sé que Momo vuelve a colocar apuradísimo en la cesta metálica la botella empezada. Y lo sé porque al mismo tiempo, no teniendo en cuenta para nada la acusación del testigo ocular, Momo grita con voz indignada: A ien fé! (¡No he hecho nada!).

Cuando aspiro, el vino sube tan rápido en la botella que exige una atención constante. Es asombroso cómo un trabajo manual, hasta maquinal como éste, impide toda reflexión útil. Es cierto también que la melodía llorona que brota del transistor que Momo lleva en bandolera (regalo reciente y malhadado de la Menou) no ayuda a la concentración. Superé poco a poco mi malhumor inicial, pero sin poner demasiado entusiasmo en lo que estaba haciendo. Embotellar vino no es una operación embriagadora, salvo concebida a lo Momo. Pero había que hacerlo. Era mi vino. Yo estaba bastante orgulloso de su calidad, bastante contento de trabajar con la Menou, bastante fastidiado al mismo tiempo por los manejos de Momo y su musiquita. Total, vivía un momento bien mediocre y bien cotidiano de mi vida, con pequeñas emociones en medias tintas, contradictorias y fugitivas, ideas o esbozos de ideas que no me interesaban mucho, y una dosis muy moderada de aburrimiento residual.

Golpearon violentamente a la puerta, como en las tragedias de Shakespeare, y Meyssonnier, seguido de Colin y del gran Peyssou, hizo una entrada bastante poco dramática, por más que estuviera contrariado hasta el último grado de lo que me di cuenta en seguida sólo por la manera en que parpadeaba.

– Te hemos buscado por todos lados -dijo avanzando hacia el fondo de la bodega, seguido por los otros dos.

Noté con fastidio que había dejado abiertas las dos puertas del corredor abovedado que precedía la bodega.

– Es grande tu chisme. Por suerte encontramos a Thomas que nos informó.

– ¡Cómo! -dije tendiéndole la mano izquierda por encima del hombro, con la mirada fija en el nivel del vino- ¿todavía no se fue Thomas?

– No, estaba sentado al sol, en los peldaños del torreón, mirando sus mapas.

Meyssonnier dijo eso con un especial tono de voz, porque un muchacho que se pasaba tanto tiempo estudiando las piedras le inspiraba consideración.

– ¡Mis respetos, señor Comte! -dijo Colin, que encontraba divertido llamarme así desde que yo había comprado Malevil.

– ¡Hola! -dijo el gran Peyssou.

Yo no los miraba. Tenía la mirada fija sobre la subida del vino en la botella. Hubo un silencio que me pareció molesto.

– ¿Y entonces -dijo el gran Peyssou, sintiendo esa molestia-, y tu alemana, viene o no?

Este es por lo menos un tema sin historia. Eso era lo que él creía.

– No vendrá -dije con jovialidad-. Se casa.

– No me lo habías dicho -recalcó la Menou con un tono de reproche-. ¡Qué les parece! -prosiguió con un tono de burla-. ¡La señorita se casa!