Vi que se le iba la lengua por ponerse a dar una lección de moral, pero debió acordarse de las circunstancias en que ella misma se casó con su marido, y se calló.
– ¡Imposible! -dijo el gran Peyssou-. ¿Se casa? Ah, bueno, qué lástima, con relación a lo que quería hacerle.
– Te vas a encontrar sin ayuda -dijo Colin.
No podía darme vuelta para mirar a Meyssonnier, el nivel del vino subía tan rápido… Pero me daba cuenta que no había abierto la boca.
– Voy a tener tres en casa a fin de mes -dije al cabo de un momento.
– ¿Chicas o muchachos? -dijo Peyssou.
– Un muchacho, dos chicas.
– ¡Dos chicas! -dijo Peyssou. Pero no insistió, y el silencio volvió a pesar de nuevo.
– Menou -dije-, vete a buscar tres vasos para estos señores.
– No vale la pena -dijo Peyssou humedeciéndose los labios.
– Momo -dijo la Menou- vete a buscarlos, ves muy bien que yo estoy ocupada.
En realidad, no tenía ganas de dejar la bodega en el momento en que la conversación se iba a volver interesante.
– Nieba! (¡No voy nada!) -dijo Momo.
– ¿Quieres una patada en el culo? -dijo la Menou levantándose con aire amenazador.
Momo de un brinco se puso fuera de su alcance, y repitió, pateando el suelo rabioso:
– Nieba!
– ¡Irás! -dijo la Menou dando un paso hacia él.
– Momo nieba! -gritó Momo desafiante, con la mano en la manija de la puerta, listo a escapar.
Menou midió la distancia que lo separaba de ella y se volvió a sentar con calma.
– Si vas -le dice con tono apacible mientras acciona la palanca del tapabotellas-, te haré buñuelos esta noche. La codicia invade la cara mal afeitada de Momo y hace brillar sus ojitos negros, ojos de animal, vivos y cándidos.
– Emomi? -dice con vivacidad, hurgando con una mano su negra e hirsuta pelambre, y con la otra su bragueta.
– Prometido -dice la Menou.
– lbé -dice Momo con una sonrisa encantada. Y desapareció tan rápido que omitió cerrar las puertas detrás de él. Se oyeron sus zapatones claveteados golpear en las lajas de la escalera.
El gran Peyssou se dio vuelta hacia la Menou.
– Hay que reconocer que tu muchacho te da trabajo -le dice con cortesía.
– ¡Oh, sí, tiene sus pequeños caprichos, es cierto! -dice la Menou con aire satisfecho.
– Y ahora ya ves, tienes que meterte en la cocina esta noche -dice Colin.
La calavera de la Menou se arrugó.
– ¡De todos modos -dice en dialecto- da la casualidad que hoy es mi día de hacer buñuelos! ¡Pero ni se ha acordado, el pobre tonto!
Y por qué era en realidad mucho más divertido dicho en dialecto que en francés, no sabría decirlo. Quizás a causa de la entonación.
– Son vivas las mujeres -dice el pequeño Colin con su sonrisa en góndola-. ¡Lo llevan a uno de la punta de la nariz!
– De todas las puntas -dice Peyssou.
Nos reímos, y los tres miramos a Peyssou, enternecidos. Y así era. Era el gran Peyssou. Siempre el mismo. Siempre con las cochinadas.
Silencio. Uno se tomaba todo su tiempo, en Malejac. No se entraba así como así en el meollo del tema.
– ¿No les molesta que siga con mi vino, mientras me hablan?
Vi que Colin invitaba con la mirada a Meyssonnier, pero éste siguió silencioso. Su cara de hoja de cuchillo parecía más larga todavía y sus párpados batían.
– Bueno -dijo Colin-. Te vamos a poner al corriente, en vista de que aquí, en Malevil, estás un poco apartado. De la carta al alcalde, no nos hemos ocupado del todo mal. Ha circulado y la gente ha reaccionado bien. Por ese lado, anda bien. El viento cambia. Es del lado de Paulat que el asunto no marcha.
– ¿Se agita, el Paulat?
– Y sí. Sobre todo cuando ha visto que soplaba contra el alcalde. Explicó por todas partes que, en cuanto a la carta, estaba de acuerdo. Hasta da a entender que es él quien la ha redactado…
– ¡Está bueno! -digo yo.
– Si no la ha firmado -siguió Colin- es porque no quiso poner su firma al lado de la de un comunista.
– Sin embargo -digo yo-, aceptaría figurar en una lista electoral con un comunista, a condición de que el comunista no sea el primero de la lista.
– ¡Eso es! -dice Colin-. Has comprendido.
– Y el primero, por supuesto, sería yo. Sería elegido alcalde, Paulat sería el primer teniente, y como yo estoy con mucho trabajo como para ocuparme de la alcaldía, se apoderaría de ella.
Paré de llenar y me di vuelta hacia ellos.
– Bueno. ¿Y? ¿Qué nos importan los tejes y manejes de Paulat? No le llevemos el apunte, nada más.
– Pero es que la gente está bastante de acuerdo -dice Colin.
– ¿De acuerdo en qué?
– En que tú seas alcalde.
Me puse a reír.
– ¿Bastante de acuerdo?
– Manera de decir -dice Colin-. Incluso lo están del todo.
Miré a Meyssonnier y volví a trasegar con mi sifón. En Malejac, en el 70, cuando había dimitido de mi puesto de director de la Escuela, para seguir con lo de mi tío, me habían tachado de muy imprudente. Y cuando compré Malevil, es muy sencillo, Emanuel, a pesar de su instrucción, es tan loco como su tío. Pero las sesenta y cinco hectáreas de impenetrables montes bajos se habían trasformado en feraces praderas. Pero la viña de Malevil había sido replantada y daba un excelente vino. Pero iba a ganar "cientos y miles" dejando visitar el castillo. Y sobre todo, había vuelto al seno de la ortodoxia malejaciana: había vuelto a comprar vacas. En seis años, me había pues beneficiado en la opinión pública de mi pueblo, con una rápida promoción. De demente, me había convertido en vivo. ¿Y un vivo que hace tan bien sus negocios, por qué no puede hacer también los de la comuna?
En una palabra, Malejac se equivocaba dos veces: la primera vez, tomándome por loco. La segunda vez, queriendo confiarme la alcaldía. Porque no hubiera sido un buen alcalde, no me interesaba lo suficiente. Y al buen alcalde, Malejac, fiel a su ceguera, lo tenía en las narices y no lo veía.
Dejando las dos puertas abiertas, pero es cierto, tenía las manos ocupadas, Momo volvió trayendo no tres vasos sino seis, prueba de que no tenía la intención de olvidarse de él. Los seis uno dentro del otro y con sus dedos sucios metidos hasta el fondo del de arriba. Me levanté.
– Dame eso -le dije rápidamente desembarazándolo de la carga. Y empezando por él, le di el vaso sucio.
Trasegué una botella del año 75, la mejor para mi gusto, e hice la distribución a la ronda, en medio de los acostumbrados rechazos y protestas. Cuando estaba por terminar, entró Thomas, pero él, por supuesto, cerró con cuidado las dos puertas detrás de él y avanzó, sin una sonrisa, más que nunca semejante a una estatua griega a la que se hubiera vestido con un casco de motociclista y un impermeable negro.
– Toma un vaso -le digo tendiéndole el mío.
– No, gracias -dice Thomas-, no bebo por la mañana.
– Rebuendía -dice el gran Peyssou con una amable sonrisa.
Y como Thomas lo mira sin contestar, ni a su sonrisa, ni a su rebuendía, agregó con aire molesto:
– Ya nos vimos, esta mañana.
– Hace unos veinte minutos -dice Thomas, la cara inmóvil. Era de toda evidencia que no veía la necesidad de decir de nuevo buen día, puesto que ya lo había hecho.
– He venido a avisarte que no vengo a almorzar -dice Thomas mirándonos.
– ¡Para un poco la musiquita -le grito a Momo- que estamos hartos!
– ¿Oyes lo que Emanuel te dice? -grita la Menou.
Momo se alejó unos pasos, apretando su transistor bajo el brazo izquierdo con gesto huraño y sin disminuir para nada el volumen del sonido.
– ¡Tuviste una buena idea, eh, para Navidad! -le digo a la Menou.
– El pobre -me contesta, cambiando de bando al instante-. ¡Tiene derecho a entretenerse un poco cuando limpia tus caballerizas!
La miraba, pico cerrado. Después tomé el partido de sonreír frunciendo un poco el ceño, lo que, según, espero, reconocía la ventaja de la Menou salvaguardando mi autoridad.
– Te decía que no volveré a almorzar.
– Entendido -y como Thomas giraba sobre sus talones, le dije a Meyssonnier en dialecto:- Vamos, no te preocupes por las elecciones, ya encontraremos un modo de neutralizar al Paulat.
En mi recuerdo, todo se ha inmovilizado en ese preciso segundo, como en una escena del museo Grévin, en la que los personajes históricos quedan para siempre extáticos en sus actitudes familiares. En el centro, el grupo formado por Meyssonnier. Colin, el gran Peyssou y yo, con el vaso en la mano, la cara animada, muy ocupados los cuatro por el porvenir de un pueblo de 412 habitantes, sobre un planeta que contaba con cuatro mil millones de seres humanos.
Alejándose del grupo a grandes zancadas y dándole la espalda, Thomas. Entre Thomas y nosotros, Momo, mirándome todavía desafiante, teniendo en una mano su vaso del que ya tragó más de la mitad y en la otra, su transistor de donde seguía brotando, al mayor volumen, la idiota canción de un ídolo. A su lado, como para protegerlo, y tanto más pequeña, la Menou, arrugada como una manzanita pasada, pero con los ojos aún brillantes por su victoria sobre sí. Y por fin, alrededor y por encima de nosotros, ese inmenso sótano y sus grandes bóvedas a nervaduras iluminadas desde abajo, reflejando la luz sobre nuestras cabezas y atenuándola.
El fin del mundo, o más bien, el fin del mundo en el cual hasta ahora habíamos vivido, comenzó en la forma más sencilla y la menos dramática. La electricidad se cortó. Cuando se hizo la noche, hubo risas, alguien dijo, es un desperfecto, un encendedor chasqueó dos veces y se prendió, iluminando el rostro de Thomas. ¿Quieres prender las velas? le dije avanzando hacia él. O mejor, vamos, pásame tu encendedor, lo hago yo. Sé dónde están los apliques. Me puedo encontrar la boca a pesar de todo, se oye la voz de Peyssou. Y alguien, quizá Colin, dice a media voz con una risita, es lo bastante grande como para eso. Con la llama del encendedor vacilando ante mí, pasé delante de Momo y me di cuenta que su transistor no berreaba más, pero que el cuadrante seguía iluminado. Encendí los dos apliques más cercanos, en total cuatro velas, y la luz después de la oscuridad, nos pareció casi intensa aunque dejaba en la sombra la mayor parte de la bodega. Los apliques habían sido colocados bastante bajos en las paredes para respetar el dibujo de las bóvedas y sobre éstas nuestras sombras parecían gigantes y quebradas. Devolví su encendedor a Thomas, que se lo volvió a poner en el bolsillo del impermeable y se dirigió hacia la puerta.