– Por favor.
Peyssou no se movió. La Menou abrió los ojos e hizo un esfuerzo para sacarle a Momo el suéter, pero no consiguió levantar el torso de su hijo y volvió a caer, bañada en sudor, contra la panza del tonel. Tenía una manera horriblemente penosa de abrir y cerrar la boca como un pescado que se asfixia. Meyssonnier me miró y sus dedos empezaron a desabrochar su camisa, pero con tal lentitud que comprendí que nunca llegaría hasta el fin.
Yo mismo volví a caer sentado al lado del tonel, jadeando, pero con los ojos fijos en los ojos desesperados de Meyssonnier, y decidido a ayudarlo si encontraba la fuerza necesaria. Apoyándome sobre el codo empujé uno de los dos cestos metálicos de seis divisiones que le habían servido a Momo para ir y venir entre su madre y yo. Conté seis botellas. Y de tal modo mi mente funcionaba mal, que tuve que contar dos veces. Tomé la que estaba más cerca de mí. Me pareció muy pesada. Con mucho esfuerzo me la llevé a los labios, y bebí, estupefacto de haber consumido agua sucia, cuando tenía a mi alrededor tanto vino. El líquido estaba caliente y acre. Bebí más o menos la mitad de la botella. Traspiraba de tal modo que mis cejas, sin embargo muy tupidas no conseguían retener el sudor. Caía sin parar en mis ojos y me cegaba. Sin embargo me sentí de nuevo vigorizado, y me dirigí hacia Meyssonnier no en cuatro patas, sino arrastrándome sobre mi lado izquierdo, llevando la botella llena hasta la mitad en mi mano derecha.
Observé que las baldosas bajo mi cadera estaban muy calientes. Me detuve para retomar aliento, mientras las gotas de sudor inundaban mi rostro y mi cuerpo como si saliera de un baño. Eché la cabeza hacia atrás para despejar mis ojos y percibí las bóvedas a nervaduras por encima de mi cabeza. Las vi mal, a causa de la débil luz de las velas, pero tuve la impresión de que irradiaban tanto calor como si estuvieran al rojo blanco. Y entonces, alelado, sofocándome, mirando mi traspiración caer sin fin sobre las baldosas hirvientes, pensé que estábamos encerrados en esta bodega como pollos para asar en un horno, con la piel abotargada y chorreando grasa derretida. Incluso entonces, incluso en ese instante en que había conseguido en suma darme una idea bastante exacta de la situación, consideré esa idea como si fuera una imagen, y de tal modo estaba paralizada mi lógica, que no imaginé.ni por un segundo lo que estaba pasando en el exterior. Muy por el contrario, si hubiera tenido fuerzas para abrir las dos puertas del corredorcito abovedado, subir la escalera y salir, lo hubiera hecho, convencido de que iba a reencontrar la misma frescura que había dejado una hora antes.
Llegué hasta Meyssonnier, le tendí la botella, pero me di cuenta que era incapaz de agarrarla. Puse entonces el gollete entre sus labios secos y pegados entre sí. Al principio, se derramó mucho vino, pero cuando su boca llegó a humedecerse, sus labios se apretaron más contra el vidrio y sus tragos se apuraron. Sentí un inmenso alivio cuando vi la botella vacía, porque mantenerla delante de su boca me representaba un enorme esfuerzo y apenas tuve fuerzas para ponerla en el suelo cuando hubo acabado. Meyssonnier dio vuelta la cabeza hacia mí, sin hablar, pero con una expresión de gratitud a la vez tan lastimosa y tan infantil que, en el estado de debilidad en que me encontraba, casi me pongo a llorar. Pero al mismo tiempo el hecho de haberlo socorrido me dio fuerzas. Y lo ayudé a desnudarse. Cuando estuvo hecho, coloqué su ropa debajo de él y de mí para aislarnos de las baldosas ardientes, y con la cabeza apoyada al lado de la suya debo haberme desmayado durante algunos segundos, porque de golpe me encontré preguntándome dónde estaba y qué hacía ahí. Delante de mí todo era turbio y vago, creí que el sudor me iba a enceguecer. Gracias a un inaudito esfuerzo pasé mi mano delante de mis ojos pero la bruma siguió subsistiendo durante algunos segundos, no tenía ni fuerzas para acomodar mi mirada.
Cuando mi misión volvió a ser clara, vi a Colin y Thomas dar vueltas alrededor de Peyssou para desnudarlo y hacerlo beber, y moviendo penosamente la cabeza hacia la derecha, divisé a Momo y a su madre, juntos y completamente desnudos, la Menou con los ojos cerrados y encogida como esos pequeños esqueletos de la prehistoria que se encuentran en los túmulos. Me preguntaba cómo había conseguido desvestirse y desnudar a su hijo, pero de inmediato dejé de pensar en eso, acababa de concebir un plan que demandaba todas mis fuerzas: arrastrarme hasta la tina y zambullirme en ella. Cómo llegué hasta ella, no lo sé, porque las baldosas estaban ardiendo, pero me veo de nuevo al pie de la tina, haciendo desesperados esfuerzos para subirme, apoyando mi mano izquierda de plano contra la pared y retirándola de inmediato como si hubiera tocado una plancha de metal al rojo. Sin embargo, hay que admitir que lo conseguí, puesto que me encontré sentado en el agua, con las rodillas tocando la barbilla y sirviendo de apoyo a mi cabeza, lo único que sobresalía de la superficie. Estoy seguro, como lo pensé después, que ese fue el baño más caliente que nunca me di, pero en ese momento, tuve una sensación de frescura maravillosa. Recuerdo también haber bebido repetidas veces. Y supongo que también dormité, porque de golpe me desperté con un terrible sobresalto al ver abrirse la puerta de la bodega y dar paso a un hombre.
Lo miro. Avanza dos pasos y se tambalea, de pie. Está desnudo. Sus cabellos y sus cejas han desaparecido, su cuerpo está tan rojo e hinchado como si acabara de pasar unos minutos dentro de agua hirviendo, y lo que me parece más horrible y me hiela de terror, jirones de carne sanguinolenta cuelgan de su pecho, de sus caderas y de sus piernas. Y a pesar de eso, se mantiene de pie, no sé cómo, me mira y aunque su cara no es más que una llaga sangrante, lo reconozco por sus ojos: es Germán, mi capataz de las Siete Hayas.
– ¡Germán!
Y de pronto, como si no hubiera esperado más que ese llamado, se desploma, rueda sobre sí mismo y queda tendido de espaldas, sin un movimiento, las piernas estiradas, los brazos en cruz. Al mismo tiempo, de la puerta que quedó abierta, llega en pleno sobre mí una corriente de aire tan quemante que decido salir de la tina e ir a cerrarla, y cosa inaudita, lo consigo, arrastrándome o en cuatro patas, ya no recuerdo, pero empujo con todo mi cuerpo el pesado batiente de roble, al fin se pone en movimiento y oigo con inmenso alivio el ruido del pestillo en la cerradura.
Jadeo, el sudor me chorrea, las baldosas me queman, y me pregunto con una angustia indecible si voy a conseguir volver a la tina. Estoy postrado sobre los codos y las rodillas, con la cabeza colgando, a unos metros apenas de Germán y no tengo ni fuerzas para llegar hasta él. Pero es inútil. Ya lo sé. Está muerto. Y entonces, de golpe, aun cuando no tengo ni siquiera fuerzas para levantar la cabeza, con los codos y las rodillas quemadas por el piso, luchando contra las ganas de dejarme llevar y de morir, miro el cadáver de Germán y comprendo por primera vez, en una súbita iluminación, que estamos rodeados por un océano de fuego donde todo lo que es hombre, animal o planta ha sido consumido.
IV
Acabo de releerme, y cierto número de cosas de las que no me había dado cuenta antes de escribir este relato me saltan a la vista. Por ejemplo, me pregunto cómo Germán, agonizante y desnudado por el fuego -hasta desnudado de su piel, el muy desgraciado- pudo encontrar fuerzas para llegar hasta nosotros. Supongo que habiendo recibido un mensaje urgente de algún cliente, al no poderme conseguir por teléfono y puesto que me sabía en la bodega, trepó a la moto y fue sorprendido en el momento de entrar en Malevil, es decir, en un sitio donde ya estaba relativamente protegido por el acantilado. Según esta hipótesis, hubiera sido lamido, por decirlo así, por los bordes de la gigantesca lengua de fuego que se propagaba como el relámpago de norte a sur. Es lo que explica, se me ocurre, que no haya sido consumido, como la mayoría de la gente de Malejac, de la que no quedó más que algunos huesos carbonizados bajo una capa de ceniza.
Si Germán hubiera llegado unos segundos antes al patio del torreón es posible que hubiera salvado la vida. En efecto, incluso el castillo sufrió bastante poco, dado que el enorme acantilado que lo domina por el norte interpuso su masa entre la hoguera y él.
Otra cosa me asombra: a partir del momento en que el fragor del tren (una vez más esta expresión me parece irrisoria) estalló en la bodega, seguido de ese horrible calor de horno, hubo en mis compañeros y en mí como una parálisis de los miembros, de la palabra y hasta del pensamiento. Se habló poco, se movió menos, y lo más sorprendente, como ya lo señalé, es que no tuve ni una idea clara de lo que pasaba afuera de la bodega antes de la aparición de Germán. Hasta entonces seguía pensando en términos vagos y no sacaba ninguna conclusión del corte de la corriente eléctrica, del persistente silencio de las estaciones de radio, del inhumano trueno y de la terrorífica elevación de la temperatura.
Al mismo tiempo que la facultad de razonar, perdí la noción del tiempo. Incluso hoy, no puedo decir cuántos minutos pasaron entre el momento en que la luz se apagó y el momento en que la puerta se abrió para dar paso a Germán. Creo que se deberá a que hubo varias lagunas en la percepción de las cosas, funcionando ésta sólo con intermitencias y de manera débil.
Perdí también el sentido moral. No lo perdí en seguida puesto que me esforcé cuanto pude para ayudar a Meyssonnier. Pero fue ese, se puede decir, su último destello. Después no se me ocurrió pensar que era una conducta muy poco altruista la de acaparar la única tina de agua que teníamos zambulléndome y quedándome tanto tiempo sumergido. Por otra parte, ¿si no lo hubiera hecho, hubiera tenido la fuerza de ir, sobre las rodillas y las manos, a empujar la puerta que Germán había dejado abierta? Después me di cuenta que ninguno de mis compañeros se movió, por más que sus ojos estuvieron fijos en la abertura con una expresión de sufrimiento.