He dicho que postrado, en cuatro patas, con la cabeza colgante, apenas a un metro de Germán, no tuve ni fuerza para llegar hasta él. Sería mejor hablar de coraje, más que de fuerza, puesto que la tuve para volver luego a mi tina. En realidad, estaba todavía bajo el efecto del terror que había sentido al ver aparecer su cuerpo hinchado y sanguinolento, los jirones de carne a medias desprendidos de él y colgando como los de una camisa que se hubiera desgarrado en el trascurso de una lucha. Germán era alto y fuerte y quizá porque yo estaba encogido sobre mí mismo, quizá también porque su sombra proyectaba sobre las bóvedas estaba desmesuradamente agrandada por las velas, me pareció inmenso y terrible, como si la misma muerte, y no una de sus víctimas, acabara de entrar. Y además, estaba de pie mientras nuestra debilidad nos tenía a ras del suelo. Y por fin, oscilaba de adelante hacia atrás mirándome fijo con sus celestes ojos penetrantes, y en esta oscilación me había parecido discernir una amenaza, como si fuera a caer sobre mí para aniquilarme.
Alcancé la tina, pero a mi gran sorpresa, renuncié a instalarme ahí porque al meter la mano encontré el agua demasiado caliente. Hubiera debido sacar en conclusión que esa sensación era ilusoria y quería decir, en realidad, que el aire ambiente comenzaba a enfriarse, pero no se me ocurrió ni por un minuto, y no se me ocurrió tampoco consultar el termómetro de encima de la boca de agua. No tenía más que un pensamiento: huir del contacto de las baldosas. Me icé no sin trabajo sobre dos toneles de vino que se tocaban. Me instalé de costado, sentado en el hueco entre las dos curvas, con las piernas y el torso levantados de una y otra parte. La madera me dio casi una sensación de frescura y de comodidad, pero esa sensación duró poco, sufría demasiado, aunque mi sufrimiento se hubiera desplazado. Traspiraba menos y ya no me ahogaba, pero las palmas de las manos, las rodillas, las caderas y las nalgas, total, todas las partes del cuerpo que habían estado en contacto con el suelo me dolían. Oía alrededor de mí débiles gemidos, fugazmente pensaba en mis compañeros con un vivo sentimiento de inquietud hasta el momento en que me di cuenta avergonzado que era yo quien gemía. Lo observé más tarde. Nada es más subjetivo que el dolor, puesto que el que yo sentía era en realidad desproporcionado a las muy superficiales quemaduras que lo provocaban. Cuando hube retomado un poco de fuerzas y volví a actuar, las olvidé.
Prueba también de que no eran graves, es que me dormí, y debí dormir bastante tiempo porque al despertar noté que las gruesas velas de los apliques estaban derretidas y que alguien, un poco más lejos, había encendido otras. Tuve entonces una sensación de frío glacial en todo el cuerpo, y especialmente en la espalda. Temblaba. Buscaba con la mirada la ropa, no la vi, a pesar de mí cambié de intención y decidí bajarme de mi percha para ir a ver el termómetro. El desplazamiento me resultó muy penoso. Tenía los músculos agarrotados, casi tetánicos y con cada movimiento, las palmas de mis manos me dolían.
El termómetro marcaba treinta, pero por más que me dijera que aún hacía calor, que no tenía ninguna razón para temblar de frío, el razonamiento no hizo parar los temblores. Cuando me di vuelta vi a Peyssou, de pie, apoyado contra un tonel, poniéndose la ropa. No vi más que a él, cosa curiosa porque los otros cinco estaban ahí. Se diría que mi vista, por cansancio, se negara a ver más de un objeto a la vez.
– ¿Te vuelves a vestir? -le dije estúpidamente.
– Sí -dijo con voz débil, pero del todo natural- me vuelvo a vestir. Me voy a casa. Ivette debe estar inquieta.
Yo lo miraba. Cuando Peyssou habló de su mujer, brutalmente la luz se hizo en mi espíritu. A esta iluminación, cosa extraña, le encontré color, temperatura y forma. Era blanca, glacial y me desgarró el corazón como un cuchillo. Miraba a Peyssou vestirse y entonces, por primera vez, comprendí realmente el acontecimiento que estaba viviendo.
– ¿Qué te pasa que me miras así? -me dice Peyssou con tono agresivo.
Bajé la cabeza. No sé por qué, pero me sentía terriblemente culpable con respecto a él.
– Pero nada, viejo, nada -dije con voz débil.
– Me has mirado -dijo con el mismo tono, y sus manos temblaban en tal forma que no conseguía ponerse el pantalón.
No contesté.
– Me has mirado, no puedes decir que no -prosiguió lanzándome una mirada de odio y con una rabia tal que su debilidad hacía lastimosa.
Me callé. Quería hablar, pero no encontraba nada que decir. Lancé una mirada alrededor de mí para mendigar un apoyo. Y esta vez, vi a mis compañeros. O más bien, los vi uno después del otro, con un esfuerzo reiterado, doloroso, que me provocó un principio de náusea.
La Menou estaba sentada, lívida, con la cabeza de Momo en sus rodillas y acariciando con un movimiento imperceptible los sucios cabellos con sus dedos flacos. Meyssonnier y Colin estaban sentados juntos, petrificados, azorados, con los ojos bajos. Thomas, de pie, apoyado contra un tonel, sostenía con una mano el transistor encendido de Momo, y con la otra, con extrema lentitud paseaba sin parar la aguja de una punta a la otra del cuadrante, hurgando en vano el mundo en búsqueda de una voz humana. Su rostro atento no sólo tenía los rasgos de una estatua de piedra, sino tenía también su coloración, y casi su consistencia.
Ninguno de ellos me devolvió la mirada. Y recuerdo que en ese momento me resentí mortalmente de ello con el mismo sentimiento de odio impotente con el que Peyssou me había mirado. Como el niño que nace y grita de sufrimiento cuando el aire penetra en sus pulmones, habíamos vivido tantas largas horas replegados sobre nosotros mismos que encontrábamos muy difícil entrar de nuevo en contacto con los demás.
La tentación de dejar que Peyssou actuara como quisiera se insinuó en mí. Me dije a mí mismo con un acento vulgar: Y bueno, ya que lo toma así, dejémoslo hacer, buen viaje. Me quedé tan sorprendido de tal bajeza que reaccioné en seguida en sentido inverso y caí en el lacrimoso: Peyssou, mi viejo Peyssou.
Bajé la cabeza. Estaba hundido en plena confusión. Mis reacciones eran excesivas y ninguna era propia de mí.
Dije, con una especie de timidez, como si me sintiera culpable:
– Quizá sea todavía un poco peligroso salir ahora.
No bien la hube pronunciado, la frase me pareció casi cómica, de tal modo subestimaba la situación. Pero aun así, irritó a Peyssou, que dijo con hosquedad, con los dientes apretados, pero con una voz tan débil como la mía:
– ¿Peligroso? ¿Por qué peligroso? Pero, ¿qué sabes de eso, qué es peligroso?
Por añadidura el tono de sus palabras era tan falso… Parecía que estuviera representando una comedia. Yo comprendía muy bien cuál y tenía ganas de llorar. Bajé la frente y entonces, otra vez, por cansancio, por abatimiento, casi abandono todo. Lo que me lo impidió fue, cuando levanté la cabeza, los ojos de Peyssou. Estaban furiosos pero también traducían un ruego. Me suplicaban que no dijera nada, que lo dejara el mayor tiempo posible en su ceguera, como si mis palabras hubieran tenido el poder de crear totalmente la horrible desgracia que era la suya.
Ahora ya estaba seguro, había comprendido -como Colin, como Meyssonnier-. Pero ellos trataban de huir de su atroz pérdida con el estupor y la inmovilidad, en tanto que Peyssou huía hacia adelante, negando todo y listo para correr, con los ojos cerrados, hasta su casa en cenizas.
En mi cabeza comencé varias frases y casi me quedé prendido a una de ellas: Estás en lo cierto, Peyssou, porque a juzgar por la temperatura que ha hecho aquí… Pero no, no podía decir eso. Era demasiado claro. De nuevo bajé la cabeza y dije con aire porfiado:
– No puedes irte así.
– ¿Y serás tú el que me lo impedirá, se puede saber? -dijo Peyssou en tono de desafío. Hablaba con voz débil y al mismo tiempo hacía un esfuerzo lastimoso para erguir sus anchas espaldas.
No contesté nada. Sentía en las ventanas de la nariz y en el fondo de la garganta un olor soso y dulzón que me repugnaba. Cuando los dos apliques de dos velas cada uno se hubieron apagado, alguien, quizá Thomas, había encendido el aplique siguiente, de tal modo que la parte de la bodega en la que estaba yo, cerca de la boca de agua, se encontraba sumida en gran parte en la oscuridad. Necesité un tiempo para comprender que el olor que me incomodaba provenía del cuerpo de Germán tendido, apenas visible, al lado de la puerta.
Me di cuenta que me había olvidado hasta de su existencia. Peyssou, cuyos ojos no abandonaban los míos, siempre con ese aire de odio y de súplica, siguió mi mirada y a la vista del cadáver se quedó un instante petrificado. Después desvió la mirada con un movimiento rápido y avergonzado como si hubiera decidido negar lo que acababa de ver. Ahora era el único entre nosotros que estaba vestido, y aunque el camino hacia la puerta estaba libre y yo fuese del todo incapaz de cerrárselo, no se movía.
Yo seguía repitiendo con una obstinación despojada de toda clase de energía: