Thomas volvió diez minutos más tarde, con los auriculares en los oídos y el contador de Geiger en la mano. Dijo con voz breve:
– Negativo en el primer recinto. Por el momento.
Luego se arrodilló delante de Germán y paseó el contador sobre su cuerpo. -Negativo también.
Me di vuelta hacia mis compañeros y dije con tono autoritario:
– Thomas y yo vamos a subir al torreón para darnos una idea de lo que ha pasado. No se muevan de aquí. Volveremos dentro de unos minutos.
Creí que los otros tres iban a protestar, pero no sucedió nada por el estilo. Estaban en ese estado de estupor, de postración y de desconcierto en el que cualquier orden dada con voz de mando es acatada de inmediato. Estaba seguro de que no se moverían de la bodega.
Cuando llegamos al pequeño patio circunscripto por el torreón, el puente levadizo y la casa Renacimiento, Thomas me hizo señas de que me detuviera y volvió a pasear su contador por el suelo, metódicamente. Yo lo miraba hacer, con la garganta seca, sin abandonar la entrada de la bodega. De golpe el calor me envolvió, mucho mayor, en realidad, que el que reinaba en la bodega. Sin embargo, no sé por qué no se me ocurrió cerciorarme de ello echando una mirada al termómetro que había llevado.
El cielo estaba gris y plomizo, la luminosidad era muy débil. Miré mi reloj: 9 y 10. Atontado, con la mente apagada, vagamente me preguntaba si estábamos en el crepúsculo del día J, o a la mañana siguiente. Pregunta absurda, de lo que me di cuenta después de un esfuerzo de reflexión que me resultó muy doloroso: en Pascua, a las 9 de la noche, era ya de noche. Se trataba pues de la mañana del J2: habíamos pasado en esa bodega un día y una noche.
Sobre nuestras cabezas no veía ni azul ni nubes, sino una capa gris oscura, uniforme, que parecía encerrarnos como bajo una tapa. La palabra tapa da cabalmente la impresión de penumbra, de pesadez y de ahogo que el cielo me daba. Levanté la mirada. A primera vista el castillo no había sufrido nada más que en la parte del torreón que sobresalía un poco por encima del acantilado, las piedras se habían tostado.
El sudor comenzó a correr por mi cara y al fin se me ocurrió mirar el termómetro. Marcaba cincuenta grados. Sobre las losas centenarias en donde Thomas paseaba el contador había cadáveres de pájaros carbonizados a medias, de urracas y palomas. Eran los huéspedes acostumbrados del torreón y a veces me quejaba del arrullo de las palomas y de la gritería de las urracas. Ya no tendría de qué quejarme. Todo era silencio, salvo muy lejos, sólo perceptible cuando prestaba atención, una ininterrumpida seguidilla de crujidos y de silbidos.
– Negativo -dijo Thomas volviendo hacia mí con la cara cubierta de sudor.
Lo comprendí, pero no sé por qué su brevedad de palabra me molestó. Hubo un silencio, y como no se movía aparentando escuchar atentamente, continué con impaciencia:
– ¿Seguimos?
Thomas miró el cielo sin contestar.
– Y bueno, vamos -dije con una irritación que me costaba dominar. Creo que esta irritación era debida a la extrema fatiga, a la angustia y al calor. Escuchar a la gente, hablarle y hasta sólo mirarla, todo era penoso. Agregué:
– Tengo largavistas, voy a buscarlos.
En mi habitación, en el segundo piso del torreón, reinaba un calor abominable, pero todo, según me pareció, estaba intacto, salvo el plomo en el que los cuadraditos de la ventana estaban engastados y que en algunos sitios había chorreado por el vidrio hacia afuera. Mientras iba buscando mis largavistas sucesivamente por todos los cajones de la cómoda, Thomas descolgó el tubo del teléfono y llevándolo a su oído, bajó la horquilla varias veces. Con el sudor corriendo por mis mejillas, le eché una mirada perversa como si le reprochara el haberme dado un breve destello de esperanza con su tentativa.
– Muerto -dijo.
Me encogí de hombros con rabia.
– Sin embargo había que verificarlo -dijo Thomas con algo así como un gesto de malhumor.
– Aquí están -dije yo, un poco avergonzado.
Y con todo me sentía incapaz de dominar la especie de hostilidad hosca e impotente que sentía hacia mis semejantes. Suspendí los largavistas por su correa alrededor de mi cuello y comencé a subir, con Thomas a mis talones, el último piso de la escalera de caracol. La temperatura era agobiante. Tropecé varias veces en los peldaños de piedra gastados, me prendí a la rampa con mi mano derecha y mi palma volvió a arderme. Los gemelos, bamboleaban sobre mi pecho. El peso de la correa sobre mi nuca me parecía intolerable.
Cuando se desembocaba al aire libre al final de la escalera de caracol del torreón no se veía nada, sólo un muro cuadrado que se levantaba a dos metros y medio más o menos del suelo, rodeando la terraza. Los peldaños de piedra sin contrahuellas que sobresalían del muro conducían a un parapeto de un metro de ancho, pero sin barandilla. Era ese parapeto, desde donde se divisaba un vasto horizonte, al que mi tío consideraba peligroso para mí cuando tenía doce años.
Me detuve para respirar. Nada de cielo. La misma chapa de plomo grisáceo se extendía hasta el horizonte. El aire realmente ardía y mis rodillas temblaban mientras subía los últimos peldaños con esfuerzo, la respiración corta y el sudor goteando de mi frente sobre la piedra. No subí el parapeto, estaba demasiado inseguro de mi equilibrio. Me quedé parado en el último peldaño y Thomas, en el anteúltimo.
Di una ojeada circular y me quedé estúpido. Debí tambalearme, porque sentí el brazo de Thomas pesar sobre mi espalda y empujarme contra la pared.
Para lo que vi primero no tuve necesidad del largavistas. Las Siete Hayas terminaba de quemarse. Techos desmoronados, ventanas y puertas, nada se veía ya. Sólo quedaban en pie lienzos de paredes carbonizados, erguidos sobre el fondo gris del cielo con aquí y allá un muñón de árbol brotando de la tierra como una estaca. No había ni un soplo de viento. Un humo negro, espeso, salía en vertical de las ruinas, y en algunos lugares se veían llamas rojas corriendo en una línea continua a ras del suelo, elevándose y bajándose como si cocinaran a fuego lento. Un poco más lejos, a mi derecha, me costó reconocer a Malejac. El campanario había desaparecido. El correo también. Siempre fue fácil reconocerlo porque su feo edificio de un piso se erguía en el primer plano de la ruta en pendiente de la ladera que lleva a La Roque. Todo el pueblo tenía el aspecto de haber sido aplastado por un puñetazo y diseminado a ras de tierra. Ni una hoja. Ni un techo de tejas. Todo era color ceniza, negro y gris, salvo cuando una efímera lengua de fuego surgía para morir, ella también, casi en seguida.
Me puse el largavistas ante los ojos con mano temblorosa. Colin y Meyssonnier tenían su casa, el primero en el burgo, el segundo un poco más allá en la cuesta que desciende hacia los Rhunes. No encontré ni traza de la primera, pero identifiqué a la segunda por un aguilón que quedaba en pie. De la granja de Peyssou y de las bonitas piceas que la rodeaban no quedaba más que un pequeño montículo negruzco sobre el suelo.
Bajé mis gemelos y dije en voz baja:
– No queda nada.
Thomas inclinó la cabeza sin responder.
Hubiera podido decir nadie, porque después de la primera ojeada era evidente que aparte de nuestro pequeño grupo, toda la región circundante estaba muerta con todos sus habitantes. A la vista que se tenía desde lo alto del torreón la conocía muy bien, y desde hacía mucho tiempo. Cuando por primera vez mi tío me hubo prestado sus gemelos me pasé toda una tarde con los del Círculo acostado sobre el parapeto (todavía siento el agradable calor de la piedra contra mis muslos) identificando todas las granjas escondidas en las laderas. Y todo eso, por supuesto, con un gran despliegue de gritos, improperios y viriles desafíos. ¡Mira, gran cretino, dime si no es lo de Favelard, ahí, entre Bories y la Volpinière! ¿Pero qué tienes en los ojos? ¡Te juego un paquete de cigarrillos que es Favelard! ¿Cussac? ¡Cussac de mi culo, sí! ¡Te las juego a mis dos que no es Cussac! ¡No ves que Cussac está ahí, a la derecha, lo reconozco por el depósito de tabaco!
Y ahora, miraba todas esas granjas que siempre había visto ahí: Favelard, Cussac, Galinat, los Bories, la Volpinière, y muchos otros caseríos más lejanos de los que conocía los nombres pero no siempre los propietarios, y no veía nada más que negruzcas ruinas y bosques que seguían ardiendo.
En nuestro rincón no eran bosques lo que faltaba. En verano, cuando uno miraba la vista desde lo alto del torreón, se veía al infinito un fresco cabrilleo verde oscuro de bosques de castaños, cortado de tanto en tanto por pinos o robles, y en los valles, por hileras de álamos plantados ahí para un futuro provecho y que, en tanto, prestaban bellas verticales al paisaje, al mismo tiempo que los cipreses de la Provenza se erguían solitarios al lado de las granjas, porque era un árbol costoso, plantado ahí para proporcionar placer y dignidad.
Y ahora, álamos, cipreses, robles y pinos, todos habían desaparecido. En cuanto a los inmensos bosques de castaños que cubrían colinas enteras, dejando nada más que unos pocos sitios calvos en la cumbre, para alojar en el llano y en la suave pendiente los prados y las casas, no se veían más que llamas y emergiendo de las llamas, estacas ennegrecidas que morían en medio de crujidos y silbidos que yo había oído al salir de la bodega. Al mismo tiempo, los montones de ramas que caídas de los árboles yacían sobre el humus seguían ardiendo, de tal modo que la línea de fuego, amoldándose a la pendiente de las colinas, daba la impresión de que el mismo suelo estaba consumiéndose.