Sobre la ruta de los Rhunes, un poco más abajo del castillo de Rouzies, derrumbado y ennegrecido, vi un perro muerto. Lo vi en todos sus detalles, porque la ruta está cerca y mis lentes aumentan mucho. ¡Me dirán ustedes, bah, un perro muerto, cuando tantos hombres han perdido la vida! Es cierto, pero hay una diferencia entre lo que uno sabe y lo que uno ve. Sabía que en las aldeas y en las granjas que rodeaban Malevil cientos de seres habían ardido como antorchas, pero ese perro, después de los pájaros del patio, fue el solo cadáver que yo vi y en las circunstancias de su muerte hubo un horrible detalle que me chocó. Del campo o del recinto donde estuviera, el pobre animal había debido tratar de huir y tomando por el camino que recorría siempre, sus patas se habían visto aprisionadas por el asfalto en fusión de la calzada, y ahí había muerto, como en una trampa, asado in situ. En mis gemelos veía con nitidez los cuatro miembros presos en la pasta negruzca y cubierta de gravilla que, en el momento en que el perro se desplomó, se había estirado alrededor de sus patas sin romperse, formando alrededor de cada una un pequeño cono que las aprisionaba.
Sin mirar a Thomas, sin ni siquiera darme cuenta que estaba ahí, como si después de lo que había pasado las relaciones de hombre a hombre se hubieran vuelto imposibles, repetía a media voz, es horrible, es horrible, es horrible. Era una letanía maníaca que no conseguía detener. Con la garganta como apretada por una tenaza, con las manos temblorosas y el sudor inundándome los ojos, y aparte del horror que sentía, con el espíritu vacío. Hubo un soplo de viento. Hice una profunda inspiración y en seguida, un calor pestilencial de descomposición y de carne quemada entró en mi cuerpo con tanta fuerza que tuve la sensación de que emanaba de mí. Era como para vomitar. Tenía la impresión, vivo, de ser mi propio cadáver. Era un olor acre, podrido, dulzón, que se instalaba en mí y que debería llevar hasta el fin. El mundo no era más que una fosa común y a mí me habían dejado solo sobre ese montón de cadáveres, con mis compañeros, para enterrar a los muertos y vivir con su olor.
Desatinaba y me di cuenta de ello, me parece, porque me di vuelta e hice señas a Thomas de que quería bajar. Una vez sobre las baldosas del torreón, con el alto parapeto que nos rodeaba sustrayéndome de la vista de la hoguera, me senté sobre los talones, vacío, inerte. No sé cuánto tiempo me quedé en ese estado de postración, que ya se asemejaba a la muerte. Era una especie de coma psíquico, en el que sin perder la conciencia del todo, no tenía ya ni reflejos, ni voluntad.
Sentí contra mi espalda la espalda de Thomas y girando la cabeza hacia su lado con una lentitud que me asombró, vi sus ojos fijos en mí. Me costó mucho centrar mi visión, pero cuando lo hice comprendí lo que sus ojos querían decir con tanta más intensidad cuanto que, sumido en el mismo estado que yo, no conseguía hablar.
Yo miraba los labios de Thomas. Estaban exangües y secos, y cuando habló para no pronunciar más que una sola palabra, le costó despegarlos.
– … Solución…
Con los ojos parpadeantes, lo volví a mirar con un penosísimo esfuerzo, porque me sentía pronto a volver a caer, en cualquier momento, en mi sopor. Dije, arrancándome las palabras de la garganta, asustado por la extrema debilidad de mi voz:
– ¿Qué solución?
La respuesta tardó tanto que creí a Thomas sin conocimiento. Pero por la tensión de su espalda contra la mía, comprendí que juntaba fuerzas para hablar. Me costó mucho oírlo.
– …Subir.
Diciendo eso, hizo un débil gesto encogido y doloroso con su índice doblado en dirección al parapeto. Siguió en un soplo:
– Tirarse… Acabado.
Lo miré. Luego desvié mi mirada. Recaí en mi pasividad. Me embargaban sin concierto pensamientos confusos. Sin embargo, en medio de ellos surgió una idea más clara que me captó. Si como Colin, Meyssonnier, Peyssou, yo hubiera tenido mujer e hijos, a la hora actual estarían vivos, la especie humana no estaría condenada a desaparecer, sabría por quién luchar. Y ahora, tenía que volver a la bodega a decir a mis compañeros que habían perdido a los suyos y esperar, con ellos, la desaparición del hombre.
– ¿Y? -dice Thomas con voz apenas audible.
Meneé la cabeza.
– No.
– ¿Por qué? -articularon los labios de Thomas sin emitir un solo sonido.
– Los demás.
El haber dicho eso con una cierta nitidez de pensamiento me hizo bien. Me puse a toser violentamente, y se me ocurrió que el embotamiento en el que estaba sumido se debía quizá tanto al humo absorbido como al terrible choque moral que había sufrido. Me levanté con esfuerzo.
– La bodega.
Sin esperar a Thomas me introduje a los tropiezos en la estrecha escalera caracol, la bajé o más bien rodé por ella hasta abajo. Por suerte, en previsión de las visitas de turistas a Malevil, había colocado una baranda de hierro contra la curva del muro y me prendía a ella, con la palma ardiéndome cada vez, cuando mi pie erraba un escalón. En el pequeño patio entre el torreón y la casa, Thomas me alcanzó y me dijo: tus caballos. Hice que no con la cabeza apurando el paso y reprimiendo un sollozo. La idea de verlos me daba horror. Estaba seguro que estaban todos muertos. No tenía más que un pensamiento: refugiarme lo más rápido posible en mi guarida.
Temblaba al entrar en la bodega, a tal punto me pareció fría, y mi primer gesto fue recoger mi pulóver y ponérmelo sobre los hombros anudando las dos mangas alrededor del cuello. Colin estaba trasegando vino, Meyssonnier llevaba las botellas llenas a la Menou y ésta las tapaba. Tenía la plena seguridad de que la iniciativa partió de la Menou, que había debido decidir que no había ninguna razón para no llevar a buen término la tarea comenzada. De todos modos, verlos así ocupados me hizo un bien inmenso. Me adelanté, agarré una botella, bebí, se la pasé a Thomas y me recosté contra un tonel, secando con la manga del pulóver el sudor que, a pesar de estar tiritando, corría aún por mi cara. Sentía que mis ideas se iban poniendo en su lugar, poco a poco.
Al cabo de un momento, tomé conciencia de que mis compañeros estaban petrificados en la más total inmovilidad y me miraban sin una palabra con una expresión de angustia y hasta de súplica. Por otra parte, lo que había pasado ya lo sabían, puesto que ni Meyssonnier, ni Colin, ni Peyssou, habían tenido el coraje de hacerme preguntas. Me daba cuenta que sólo la Menou tenía ganas de escucharme, pero sin embargo se contenía de hablar, con los ojos fijos en los tres hombres, comprendiendo lo que mi silencio, al persistir, significaba para ellos.
No puedo decir cuánto duró. Por fin, debo haber pensado que era menos cruel hablar que continuar callando, y dije en voz baja mirándolos:
– No hemos ido lejos. Subimos al torreón.
Seguí, con la garganta seca:
– Es como ustedes se lo imaginan. No queda nada.
Se lo esperaban, y sin embargo cuando abrí la boca fue como si los hubiese rematado. El único que reaccionó fue Peyssou quien, con los ojos fuera de las órbitas, dio tres pasos hacia mí tambaleándose y prendiéndose de las mangas de mi pulóver, gritó con fuerza:
– ¡No es verdad!
No contesté. No tuve coraje. Pero agarrando las manos de Peyssou crispadas sobre mi pulóver traté de aflojarlas. Con el esfuerzo que hice mis mangas se desanudaron dejando ver los gemelos que llevaba alrededor del cuello. Peyssou los vio, los reconoció, y sus ojos quedaron presos en ellos con espanto. En ese segundo recordó todo, estoy seguro, de aquella tarde de otros tiempos pasada sobre el parapeto del torreón identificando a los caseríos. Una expresión desesperada invadió sus rasgos, sus manos largaron la presa y apoyando su cabeza en mis hombros se puso a llorar a grandes sollozos, como un niño.
Hubo entonces en esa bodega un rápido movimiento, que se hizo al unísono sin que nadie lo hubiera concertado y del que emanaba una emoción que me asombró y fue, creo, decisiva para volverme a dar ganas de vivir. Pasé mis brazos alrededor del gran Peyssou (era casi una media cabeza más alto que yo) y en seguida, Colin y Meyssonnier lo rodearon, le pusieron el uno la mano sobre el hombro, el otro en la nuca, y a su manera simple y viril, trataron de calmarlo. Me quedé estupefacto al verlos, a ellos que también todo lo habían perdido, prodigar sus consuelos a nuestro compañero. Al mismo tiempo, no sé por qué, recordé que la última vez que Colin y yo habíamos tenido a Peyssou tan apretado fue a los doce años, para permitir que Meyssonnier le "hinchara las narices". Pero ese recuerdo, lejos de disminuir mi emoción, por el contrario la aumentó. Ahí estábamos los tres rodeando a ese enorme oso mal hecho y se le hablaba, se lo palpaba, se lo palmeaba, se lo injuriaba en voz baja. ¡Vamos, carajo, finila, qué! A lo que él respondía en medio de sus lágrimas con gratitud ¡pero váyanse al carajo, a ustedes no los necesito!
Cesaron los sollozos poco a poco y el grupo se separó.
– De todos modos habría que ir a ver -dijo Meyssonnier, pálido, con los ojos hundidos.
– Sí -dijo Colin con un enorme esfuerzo- habría que ir.
Pero ninguno de los dos se movió.
– No sé si podrán pasar -dijo Thomas-. Los bosques no han terminado de arder. Y de aquí hasta Malejac no hay más que bosques, de los dos lados. Sin contar la radiactividad. Porque el patio es de todos modos un espacio muy protegido. Siempre hay un riesgo.