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– Es porque no se les puede explicar -siguió la Menou-. El hablar y el cacumen es de todos modos muy útil. Mira a Princesa. Tiene hambre, pero está tan débil que ni se da cuenta que tiene hambre.

Sentado sobre mis talones y casi anquilosado, seguía esperando que Amaranta terminara su segundo puñado. Y también me sorprendía a mí mismo insultándola con ternura. Me daba cuenta perfectamente que esos animales eran la condición de nuestra supervivencia. Incluso los caballos, sin los cuales la labranza no sería posible ahora que la nafta y el gas-oil se habían agotado.

Amaranta me oponía rechazo tras rechazo. Reposaba con aire de agotamiento su barbada sobre el piso en una actitud de renunciamiento que no me decía nada bueno. La agarré por el mechón de entre las dos orejas, la obligué a levantar la cabeza tendiéndole la pasta en el hueco de mi mano. Sin tocarla me miraba vagamente con sus grandes ojos tristes y dulces como para decirme, pero déjame, ¿por qué se te ocurre atormentarme? La Menou, incapaz de quedarse quieta, trotaba de acá para allá, con su paso seguro y decidido, iba a ver la marrana, volvía a Princesa, y monologaba sin parar, para sí misma y para mí.

– Pero mira esa gran puerca de Adelaida que ya ha terminado tu pasta y que ahora voy a darle el alimento. Son canallas esos animales. Cuando pienso en la cantidad de vacas que he perdido. O que casi me he perdido pariendo. Y tú, tus caballos, por un puñado de alfalfa fresca o de hojas de tejo. Los caballos, esos revientan por el vientre y las vacas por el culo. ¡Pero a esta marrana, intenta reventarla pues! Nada más que por la cantidad de tetas te das cuenta de la fuerza que tiene. Por más canalla que sea, es un monumento. Te pare sus pequeños por docenas sin siquiera molestar a nadie. ¡Dieciséis una vez, me hizo dieciséis!

Yo estaba muy inquieto por Amaranta, pero el oír a la Menou, tan cotidiana, tan a gusto con las cosas y los animales, discurriendo como si nada hubiera pasado, me hacía mucho bien a la moral. Momo tenía más éxito que yo con Lindo Amor, lo sabía porque a la furia y a la amenaza, habían sucedido los mimos y los relinchos. La Menou pasó la cabeza por la puerta del box.

– ¿Eso anda, Emanuel?

– No, para nada.

Miró a Amaranta.

– Voy a darle agua con vino y azúcar. Tú ocúpate de Princesa.

Pasé al box de Princesa. Mi tío me había inculcado un poco su prejuicio contra las vacas, pero de todos modos, esta gorda buenaza de Princesa, me emocionó. Ahí estaba, paciente y maternal, acostada de lado, mostrando su enorme vientre y sus ubres que iban a alimentarnos. No fue más que verla -débil como estaba, con las piernas temblorosas, el estómago hundido y corroído por el hambre- y darme una terrible sed de leche. No me olvidaba que no había parido, pero suprimía ese hecho molesto. En mi mente, excitada por el ayuno, con la cabeza que por momentos se me iba, me veía como Remo o Rómulo alimentado por la loba, acostado debajo de Princesa y chupando con voluptuosidad, apretando entre mis labios la gruesa teta hinchada que de un momento a otro iba a derramar en el fondo de mi garganta olas de caliente líquido.

Estaba en pleno ensueño cuando la Menou volvió del castillete de entrada con un kilo de azúcar en sus manos, bien reconocible por su envoltorio marrón. Ah, por cierto, para los animales no escatimaba. Me levanté y me acerqué fascinado. Miraba con los ojos fijos y la boca llena de saliva, los lindos terrones de azúcar blancos y brillantes que con su mano flaca y negra tomaba para echarlos en el balde con agua. La Menou se dio cuenta.

– ¡Mi pobre Emanuel, tienes hambre!

– Bastante, sí.

– Lo que pasa es que no te puedo dar nada antes de que los otros vuelvan.

– Pero no te he pedido nada -dije con un orgullo que sonaba a falso, y del que por otra parte ni tomó en cuenta, puesto que de todos modos me dio tres terrones de azúcar, que acepté. Lo mismo le dio a Momo, que se lo metió en su amplia boca de una sola vez. En cuanto a mí, me tomé el trabajo de partir en dos cada terrón para hacerlos durar más. Noté que la Menou no tomaba nada para ella.

– ¿Y bueno, y tú, Menou?

– Oh, yo soy chiquita, no lo necesito tanto como ustedes.

El agua caliente azucarada y cortada con vino gustó a Amaranta, la bebió con avidez y después de eso fue posible hacerle aceptar el afrecho. Sentía un inaudito placer viéndola comer los puñados que uno a uno le tendía. En ese momento, recuerdo, se me ocurrió que a los animales, hasta en el campo, en donde sin embargo se los quiere mucho, no se les hace tampoco demasiado caso como si fuera del todo natural que estuvieran ahí para trasportarnos, para servirnos, para alimentarnos. Miraba a Amaranta y al punto negro de su pupila brillante con todo ese blanco un poco asustadizo al costado y pensaba, no somos demasiado agradecidos, no les agradecemos lo suficiente.

Me puse de pie. Miré el reloj. Hacía tres horas que estábamos allí. Salí del box, me flaqueaban las piernas, pero recordé que me había propuesto enterrar a Germán antes del retorno de los demás. La Menou y Momo vinieron a mi encuentro.

– Anda mejor, creo -dijo la Menou.

Por nada del mundo hubiera dicho que los animales estaban a salvo. Hubiera creído tentar al Señor o al Diablo, cualquiera fuera la fuerza que ahora espiaba las palabras de los hombres pura castigarlos en el momento en que expresaran demasiada esperanza.

V

Volvieron a la una de la tarde, con la mirada vaga y hundida, cubiertos de ceniza, con las manos y las caras negras. Peyssou estaba con el torso al aire. Con su camisa había hecho un bulto en el que trasportaba los huesos o los fragmentos de huesos que hablan encontrado en sus casas. No pronunciaron una palabra, salvo Meyssonnier para pedirme tablones y herramientas, y no quisieron ni comer ni lavarse antes de haber terminado una pequeña caja de sesenta centímetros de largo por treinta centímetros de ancho. Estoy viendo aún las caras mientras Meyssonnier, su obra concluida, tomaba uno a uno los huesos para depositarlos en la caja.

Se decidió enterrarla en la playa de estacionamiento delante del recinto, en el sitio en que la roca da lugar a la tierra, y al lado de la tumba de Germán, que yo acababa de enterrar. Feyssou cavó el suelo hasta unos sesenta centímetros de profundidad, echando la tierra hacia su izquierda. La pequeña caja reposaba al lado de él. Su misma pequeñez tenía algo de lastimoso. Costaba imaginar que ese minúsculo féretro encerraba lo que restaba de tres familias. Pero sin duda mis compañeros no habían querido recoger las cenizas que rodeaban los huesos por temor a que estuvieran mezcladas con la de las cosas.

Noté que una vez la caja descendida al fondo de la fosa, Peyssou ponía sobre ella gruesas piedras como si tuviera miedo de que fuera desenterrada por un perro o un zorro. Precaución del todo inútil puesto que lo más probable era que toda fauna había sido aniquilada. Cuando hubo llenado el agujero, Peyssou dispuso la tierra que quedaba en un pequeño montículo rectangular del que tuvo la precaución de dejar los bordes bien rectilíneos con el filo de la pala. Luego se dio vuelta hacia mí.

– No es posible dejarlos ir así. Hay que decir las oraciones.

– Pero no las sé -dije, desconcertado.

– ¿No tienes un libro en el que estén escritas?

Asentí.

– Quizá pudieras ir a buscarlo.

Dije a media voz:

– Conoces sin embargo mis ideas, Peyssou.

– Eso no tiene nada que ver. Es por ellos que las dirás, no por ti.

– ¡Unas oraciones! -dijo Meyssonnier a media voz mirando la punta de su nariz.

– ¿Tu Matilde no iba a la misa? -preguntó Peyssou dándose vuelta hacia él.

– De todos modos… -dijo Meyssonnier.

Toda esta discusión proseguía en voz baja y contenida, y largos silencios cortaban las réplicas.

– Mi Yvette -dijo Peyssou con los ojos al suelo- a la iglesia todos los domingos, y a la noche, Padre nuestro y Dios Te Salve, en camisón al pie de la cama (el haberlo evocado hizo que ese recuerdo se hiciera demasiado intenso. Su voz se estranguló y se quedó petrificado dos o tres segundos antes de continuar). Bueno -retomó al fin- si para las oraciones ella estaba a favor, yo digo, que en el momento en que se va no la voy a dejar sin. Y a los niños tampoco.

– Tiene razón -dijo Colin.

Lo que pensaba la Menou nadie lo supo, porque no abrió la boca.

– Entonces voy a buscar el misal -dije al cabo de un momento.

Me enteré más tarde que, durante mi ausencia, Peyssou había pedido a Meyssonnier que fabricara una cruz para marcar la tumba y que Meyssonnier había aceptado sin ofrecer resistencia. Cuando volví a aparecer, Peyssou me dijo: -Eres muy amable, pero si te cuesta mucho, Colin o yo podemos leerlas.

– Pero no, puedo muy bien hacerlo, puesto que me dices que es para ellos.

El comentario de la Menou, lo obtuve cuando estuvimos solos. Si te hubieras negado, Emanuel, yo no hubiera dicho nada, porque las cosas de la religión son siempre un poco delicadas, pero no te hubiera dado la razón. Y además que las dijiste muy bien, mejor que el cura, que murmura todo eso tan rápido que la gente no entiende nada, y hasta parece que no estuviera ahí.

Tú, Emanuel, lo dijiste bien claro.

Hay que prepararse para la noche. Ofrecí a Thomas la hospitalidad de mi diván, lo que dejó libre la pieza al lado de la mía para Meyssonnier. Di la del primer piso a Colin y a Peyssou.

Tendido en mi cama, agotado e insomne, estaba con los ojos bien abiertos. Ni el menor resplandor. La noche, generalmente, era una yuxtaposición de gris. Esta era color tinta. No distinguía nada, ni siquiera el más vago contorno, ni siquiera mi mano a tres centímetros de mis ojos. A mi lado, bajo mi ventana, Thomas daba vueltas y vueltas en su cama. Lo oía. No lo veía.