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– Te imaginas.

– Sí. -Y agregó:- Tenía a mis sobrinos en el XIV.

Y también, lo sabía, dos hermanas y sus padres. Todos en París.

Agregué:

– Meyssonnier tenía dos chicos. Los adoraba.

– ¿Y su mujer?

– Menos. Le hacía escenas por culpa de su política. Le parecía que eso le hacía perder clientes.

– ¿Y era verdad?

– Sí, era verdad. En Malejac el pobre Meyssonnier tenía que pelear en dos frentes. Contra el alcalde y el clan clerical. Y en su casa, contra su mujer.

– Ya veo -dijo Thomas.

Pero dijo eso con una voz un poco seca e irritada, como si no tuviera sufrimiento disponible para consagrar a Meyssonnier. En realidad, únicamente yo podía tenerlo disponible, y también la Menou, ya que no había perdido parientes. Yo no contaba a mis hermanas como parientes.

Mientras Thomas se callaba en la oscuridad, yo intentaba utilizar mi insomnio para retomar un poco de esperanza. Pensaba en La Roque. Y pensaba en ella porque La Roque, pequeño burgo distante de nosotros unos quince kilómetros, era una antigua plaza fuerte construida en el flanco de la colina y protegida al norte, como Malevil, por un acantilado. Esta mañana, en lo alto del torreón no había visto nada de ese lado, pero La Roque de todas maneras se podía divisar desde Malevil sólo cuando había una excelente visibilidad. En cuanto a intentar llegar a La Roque a pie para salir de dudas, no sería posible antes de mucho tiempo, a juzgar por lo que habían tardado Thomas y los compañeros en franquear el kilómetro y medio que nos separaba de Malejac.

– El subterráneo o las playas de estacionamiento subterráneas -dijo Thomas de pronto.

En su voz, en la de Meyssonnier y, probablemente, también en la mía, lo que predominaba no era el dolor sino un asombro triste. Y yo, lo que sentía además de este estupor era un embotamiento algodonoso. Pensaba en el vacío, con una infinita lentitud. No conseguía coordinar. Necesité unos cuantos segundos para comprender lo que Thomas había querido decir.

– ¿Conoces la playa de estacionamiento de los Campos Elíseos? -prosiguió Thomas, con la misma voz débil pero mejor articulada.

– Sí.

– Ínfimas posibilidades. La gente que se encontraba en el Metro o en la playa, sí, muy posible que se hayan salvado. En el momento. ¿Pero después?

– ¿Cómo, después?

– Como las ratas, eso. Corriendo de una salida a la otra, y encontrándolas todas bloqueadas por los escombros.

– Quizá no todas -dije yo.

De nuevo, el silencio, y cuanto más duraba más me daba la extraña impresión de que se intensificaba la oscuridad en donde estábamos zambullidos. Al cabo de un momento fui tomando conciencia de que Thomas, al pesar las posibilidades de supervivencia de un puñado de parisienses, pensaba en su familia, y repetí:

– Quizá no todas.

– Supongamos. Pero eso no hace más que diferir el problema. En el campo, ustedes viven en una autarquía. Tienen de todo: chacinados, granos, conservas en abundancia, dulces, miel, toneles de aceite y hasta sal para salar el heno. ¿Pero en París?

– En París existen los grandes almacenes de alimentos.

– Aplastados o quemados -dijo Thomas con una súbita severidad, como si estuviera resuelto a negarse toda esperanza.

Me callé. Sí, tenía razón. Aplastados, quemados, o saqueados. Saqueados por las hordas de los sobrevivientes que se matan entre ellos. Y de golpe tuve presente en la mente, en una súbita visión, el horror de las grandes concentraciones urbanas aniquiladas. Toneladas de cemento desmoronado. Kilómetros de inmuebles destruidos. Un caos en el que no se reconoce nada, ni siquiera una calle. Hasta el caminar se ha vuelto imposible por los montones de escombros. El desierto, el silencio, el olor a quemado. Y bajo los inmuebles derrumbados, cadáveres por millones.

Conocía muy bien la playa de estacionamiento de los Campos Elíseos. Había dejado ahí mi auto el verano anterior, cuando llevé a Birgitta dos días a París. De por sí tenía ya un decorado bastante espantoso. Y me lo imaginaba privado de luz y a los sobrevivientes corriendo desesperadamente de subsuelo en subsuelo, y encontrando todas las salidas bloqueadas.

Y entonces, no sé cómo, de agotamiento sin duda, me dormí y tuve pesadillas atroces, el estacionamiento subterráneo se confundía con el Metro, el Metro con la red de cloacas y el tropel de sobrevivientes con ratas. Yo mismo era una de esas ratas y al mismo tiempo, desligado de mí, me miraba con horror.

Momo nos despertó al día siguiente tamborileando en nuestras puertas. Para el desayuno la Menou nos había preparado una sorpresa. Sobre la larga mesa conventual de la casa había puesto un mantel vasco de muchos colores, un poco zurcido (el menos nuevo de los doce manteles que mi tía guardaba plegados en su armario y que la Menou conservaba para mí con celoso cuidado como si fuera a vivir dos siglos) y sobre el mantel, vino, vasos, sobre los platos una tajada de pastel de tripas y una lonja de jamón -signo de que la economía había disminuido un poco después de que la Menou supo que la Adelaida iba a vivir y parir- y al lado de los platos, una gran rebanada de pan untado con manteca de cerdo, dado que era mejor de todos modos acabar la hogaza que "no dejarla echar a perder". La hogaza, ya de tres días, estaba dura. Y no había manteca, se había derretido en la refrigeradora apagada.

Cuando llegaron todos, me senté, dejando a cada uno elegir su lugar. Thomas se sentó a mi derecha, Peyssou a mi izquierda. Frente a mí, Meyssonnier, a su derecha Colin, a su izquierda Momo y al lado de Momo, en el extremo de la mesa, la Menou. No sé si la costumbre se hace en la primera acción, pero en lo sucesivo este orden no varió jamás, por lo menos mientras no fuimos más que siete en Malevil.

Yo tenía una sensación de irrealidad mientras tomaba este desayuno, no muy diferente del que la Menou ofrecía todas las mañanas a Boudenot, y comerlo con cuchillo y tenedor, sentado en una silla, con un mantel limpio, sin nada que hiciera recordar en la gran sala de la casa el acontecimiento que acabábamos de vivir, salvo las chorreaduras de plomo fundido a lo largo de los pequeños vidrios coloreados de las ventanas, y una capa gris de polvo y de ceniza sobre las vigas del techo. Pero a la Menou ya se le había ocurrido barrer y lavar el suelo embaldosado, y frotar con esmero los muebles de nogal brillante, como si, con su afán de vivir y de reanudar lo cotidiano, hubiera querido borrar hasta el recuerdo del acontecimiento.

Pero sin embargo no había podido borrar la expresión que marcaba los rostros de mis compañeros. Los tres comían sin mirar a nadie, sin hablar y casi sin moverse, como si miradas y movimientos hubieran podido romper ese estado de estupor gracias al cual su sufrimiento seguía aún anestesiado. Preveía que el despertar sería horroroso, y les traería -con toda seguridad a Peyssou- nuevas crisis de desesperación. Después de mi conversación con Thomas y de las pesadillas subsiguientes había reflexionado toda la noche y había llegado a la conclusión de que la única manera de prevenir el choque que les esperaba, era ponerlos a trabajar en seguida y yo también con ellos. Esperé que terminaran de comer y dije:

– Escuchen, muchachos, quisiera pedirles ayuda y consejo.

Levantaron la cabeza. ¡Qué miradas tristes tenían! Y sin embargo me daba perfecta cuenta que ya reaccionaban a mi requerimiento. Había dicho "muchachos", denominación que a su respecto nunca había usado desde el Círculo. Diciendo esa palabra yo asumía la actitud que entonces había sido la mía, y contaba con que ellos retomarían la suya. Y además, "muchachos", quería decir que íbamos a hacer juntos cosas difíciles. Era un segundo requerimiento oculto bajo el primero.

Proseguí:

– Primer problema. En el primer recinto hay veintiún animales reventados: once caballos, seis vacas y cuatro cerdos. No digo nada de la pestilencia, no soy el único que la huelo, pero es evidente que no se puede vivir en estas condiciones. Acabaríamos por reventar nosotros también. Bueno, entonces -continué-. Primer problema, y el más urgente: ¿cómo vamos a hacer para desembarazarnos de esas toneladas de cadáveres? (Acentué la palabra "toneladas".) Por suerte, el tractor que quedó guardado en la Maternidad no está destruido. Tengo gas-oil, no cantidades, pero tengo. Tengo cuerdas y hasta cables. ¿Entonces? ¿Qué hacemos con esas carcazas?

Se animaron. Peyssou propuso arrastrar a los "pobres animales" hasta el vertedero cerca de Malejac y dejarlos ahí. Pero Colin hizo observar que en nuestro rincón los vientos dominantes soplando del oeste nos traerían sin descanso el olor del osario. Meyssonnier sugirió construir una hoguera, a la altura del camino, ya que el vertedero estaba abajo. Pero yo no estaba de acuerdo porque para hacer un auto de fe de veintiún animales haría falta una cantidad inmensa de madera. Ahora bien, tendríamos muchísima necesidad de madera este invierno, para cocinar y para calentarnos. Y con toda seguridad una de nuestras tareas más duras sería la de cortar y recuperar aquí y allá, a menudo muy lejos, los troncos y las ramas casi consumidas y trasportarlas hasta aquí.

Fue a Colin a quien se le ocurrió lo de la cantera de arena del Rhunes. Estaba cerca. El camino para llegar a ella era en bajada, lo que hacía más fácil el acarreo. Y depositando a los animales en el hueco de la explotación podríamos, desde el acantilado que la dominaba, palear sobre ellos la arena suficiente como para cubrirlos.

Alguien, ya no sé quien, objetó el tiempo que se tardaría paleando. Thomas se dio vuelta hacia mí.