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– ¿No me dijiste que Germán y tú, para cavar la zanja por donde corre el cable eléctrico hacia Malevil, utilizaron cartuchos de dinamita en las partes rocosas?

– Sí.

– ¿Te quedan de esos cartuchos?

– Una docena.

– Más de lo necesario. No hace falta palear. Me encargo de hacer que se desprenda el terraplén sobre los animales.

Nos miramos. El asunto estaba teóricamente resuelto, pero a nadie se le escapaba que su ejecución sería abominable.

No quise dejarlos con una perspectiva tan negra.

– Habrá también que tomar otra decisión, y bastante rápido, sobre los campos. Este es el problema tal cual lo veo yo: ¿tendremos que arriesgarnos a volver a sembrar ahora? Tengo aquí cebada en cantidad, y heno también. Resumiendo, tenía con creces con qué alimentar una veintena de animales, hasta la cosecha. ¡Bueno, la cosecha del 77, se imaginan!. Pero por otro lado, como no me quedan más que tres animales, entre el heno y la cebada tengo muy bien con qué aguantar hasta el 78. Para la marrana tengo también lo que hace falta, y más. Es más bien para nosotros que se plantea un problema.

Proseguí:

– Para nosotros el problema es el pan. No tengo trigo, salvo un poco de semillas.

Hubo en el aire una súbita tensión y los rostros se pusieron serios. Los miré. Era el enorme miedo de la falta de pan que les volvía a las tripas desde el fondo de los tiempos. Porque esa falta nunca la habían conocido y sus padres tampoco, incluso durante la guerra. En nuestro rincón, mi tío me había contado a menudo que se habían puesto de nuevo en uso, en el 40, los viejos hornos y había habido abundante cocción clandestina, pese a Vichy y a sus cupones. Tiempos difíciles, sí, decía la Menou, el papá en casa nos hablaba bastante de ellos. Pero sabes, Emanuel, que faltara pan, eso nunca lo oí decir.

Prueba de que la tradición oral de las hambrunas de otros tiempos se había perdido, pero no la angustia inmemorial en el subconsciente del campesino.

– Te doy la razón en cuanto a la cosecha de este año -dijo Peyssou-. Volviendo ayer de Malejac, escarbé un poco con un palo la tierra adonde había sembrado trigo -(a mí me pareció un buen signo que hubiera tenido ese reflejo, después de lo que acababa de suceder)-. Y no encontré nada -dijo abriendo a la vez las dos manos sobre la mesa-. Nada de nada. La tierra como cocida. Se hubiera dicho puro polvo.

– ¿De tu semilla de trigo, cuánta tienes? -me preguntó Colin.

– Como para sembrar dos hectáreas.

– Ah, bueno -dijo Meyssonnier.

La Menou estaba de pie, un poco retirada para dejar hablar a los hombres, pero toda oídos, con los ojos inquietos, la cara tendida hacia adelante. No del todo decidida a sacar la mesa, lo que la hubiera alejado de nosotros. Y como Momo hacía tut tut arrastrando sus grandes pies alrededor de la mesa, lo interceptó con una palmada que lo mandó a rezongar en un rincón.

– En mi opinión -dijo Meyssonnier- no arriesgas nada labrando y sembrando media hectárea.

– ¡No arriesgas nada! -dijo el gran Peyssou con vehemencia mirando a Meyssonnier con reproche-. No arriesgas nada más que perder media hectárea de semilla. ¿Y te parece que eso no es nada, carpintero? -(Este modo de llamar a la gente por su oficio era privativo del Círculo y comportaba tanto afecto como ironía.)- Yo te digo que como está la tierra ahora, no es capaz de salir ni un solo cardillo en todo el verano. Aunque la regaras.

Dio un golpe en la mesa con la palma de la mano, y como prolongando su gesto empuñó su vaso en el hueco de su palma y lo bebió de un trago, para subrayar sus palabras. Lo miré con alivio: en la discusión volvía a encontrar a mi Peyssou.

– Le doy la razón a Peyssou -dijo Colin-. En el sitio del prado en el que quemas paja para Pascuas, se queda raso todo el verano. ¿Y qué es un montón de paja que arde, al lado de lo que la tierra acaba de sufrir?

– Sin embargo, si labras en profundidad -dijo Meyssonnier- y pasas lo de abajo arriba, no hay razón para que la tierra no responda.

Escuchaba y los miraba. No fue el argumento de Meyssonnier lo que me decidió, sino otra consideración. No podía devolverles las familias, pero podía, al menos, darles una actividad y una meta. Si no, una vez los caballos enterrados, se roerían el alma en la inacción.

– Escuchen. Sobre el principio de lo que han dicho Peyssou y Colin estaría bastante de acuerdo. Pero de todos modos se puede ensayar, a título de experimento -hice una pequeña pausa, para permitir que esa palabra de peso hiciera su camino-. Y sin que nos coma demasiada semilla. -Era lo que también pensaba yo -dijo Meyssonnier.

Proseguí:

– Justamente, tengo un pequeño terreno en los Rhunes, cinco mil metros, no más, un poco abajo del brazo más cercano al acantilado, pero mi tío lo drenó muy bien, está en buen estado. El otoño pasado lo aboné todo y le hice una buena labranza para mezclar bien el abono. Y ahí se podría probar de todos modos, volver a arar, volver a sembrar trigo. Cinco mil metros, no nos insumirá demasiada semilla. E incluso podremos regar por gravitación, puesto que el Rhune está al lado, si la primavera resulta demasiado seca.

»Otra cosa, dudo de que nos quede suficiente gas-oil para arar, después de enterrar a los animales. Habrá que prever la construcción de una carreta -miré a Meyssonnier y Colin- y enseñar a Amaranta a arrastrarla -miré a Peyssou, porque había tenido un caballo para escardar su viñedo.

– En cuanto a tu terreno -dijo Peyssou, con aire de prudente condescendencia- tengo curiosidad por ver el resultado. Si te puedes permitir perder un poco de tu semilla.

Lo miré.

– No digas "tu", Peyssou, di "nuestra".

– Sin embargo -dijo Peyssou-. Malevil es tuyo.

– Pero no -dije moviendo la cabeza- todo eso está superado. Suponte que mañana me muero por enfermedad o por accidente, ¿qué pasa? ¿Hay algún escribano? ¿Derechos sucesorios? ¿Un heredero? Malevil pertenece a los que trabajan en él, nada más.

– Estoy de acuerdo contigo -dijo Meyssonnier- satisfecho de ver que por una vez mis declaraciones coincidían con sus principios.

– Sin embargo… -dijo Peyssou, incrédulo.

Colin no dijo nada, pero me miró con la sombra de su antigua sonrisa. Parecía decir de acuerdo, de acuerdo ¿pero qué cambia eso?

– ¿Entonces -dije-, está decidido? ¿Una vez los animales enterrados, nos fabricamos una carreta y sembramos en los Rhunes?

Hubo un murmullo de aprobación, me puse de pie y la Menou comenzó a levantar la mesa, con aire de desaprobación. Al decir que Malevil era de todos, la había puesto en el nivel común y despojado de su poderío y de su gloria en tanto que única ama a bordo, después de mí. Sin embargo, en los días que siguieron, infirió que la colectivización de Malevil no podía ser, de mi parte, más que una manera cortés de hablar para poner cómodos a mis invitados y se tranquilizó otra vez.

No voy a contar el entierro de los animales, fue demasiado horrible. Lo más difícil fue sacar a los caballos de los boxes, porque se habían hinchado y no pasaban por las puertas, entonces hubo que echar abajo las paredes.

Hubo también que pensar en la ropa, porque Colin, Meyssonnier y Peyssou no poseían más que la ropa de trabajo que tenían puesta cuando habían venido a verme, el día del acontecimiento. Gracias a todo lo que había guardado del tío conseguí hacerle un guardarropa a Meyssonnier. Pero Colin me resultó un problema. Hubo que convencer a la Menou de que pusiera a su disposición los trajes de su marido, que conservaba en naftalina desde hacía dos decenios, sin la esperanza de hacérselos usar a Momo, que era mucho más alto. ¡Lo que tampoco era una razón para darlos! ¡Pero no! ¡Ni siquiera a Colin! Hizo falta que nos pusiéramos todos en contra de ella, gritarla y amenazarla con que íbamos a sacársela a la fuerza, toda esa ropa de medio siglo, para que al fin cediera. Pero entonces, sólo a medias. Porque se los puso todos a su medida, al Colin, que aún tenía unos buenos cinco centímetros menos que su hombre. Eso la conmovió. Dado que debería existir una solidaridad entre pequeño hombre y mujer pequeña, me dijo ella, yo, tal como me ves, Emanuel, nunca más de un metro cuarenta y cinco, y eso poniéndome muy derecha.

En cuanto a Peyssou, no quedaban esperanzas. Nos llevaba una buena media cabeza a Meyssonnier y a mí, y una anchura de espaldas que le hacían prohibitivos mis sacos. Eso le significó no pocas angustias a nuestro pobre gigante, a la idea de encontrarse desnudo cualquier día. Por suerte, se solucionó el asunto, diré más adelante cómo.

La Menou rezongaba de la mañana a la noche, con motivo de todas las comodidades de que no gozábamos más. Diez veces por día apretaba los conmutadores, o si no enchufaba por costumbre su molinillo de café (tenía en reserva algunos kilos sin moler), y renegaba cada vez con aire muy desgraciado. Era muy adicta a su máquina de lavar, a su plancha, a su spiedo, a su radio que escuchaba (o que no escuchaba) mientras cocinaba, a su tele que todas las noches miraba hasta el último minuto, cualquiera fuera el programa. Adoraba el auto, y desde los tiempos del tío, inventaba insidiosos pretextos para hacerse llevar a La Roque, durante la semana, sin contar a la feria el sábado. Hasta los médicos -que no consultaba jamás- comenzaron a hacerle falta, desde el momento que ya no los tenía. Su ambición de batir el récord de su propia madre y de "ir centenaria", le pareció muy comprometida y se quejaba de ello todos los días. Cuando pienso, me dijo Meyssonnier, en todas las idioteces que decían los izquierdistas sobre la sociedad de consumo. Escucha por favor un poco a la Menou. ¿Qué hay de peor para ella que una sociedad donde no queda nada para consumir?