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Instalé el depósito en la planta baja del torreón, en cajones que había fabricado para recibir las manzanas de un huerto hoy aniquilado. Puse los útiles más preciosos en cajas cerradas y con su aquiescencia, se nombró a Thomas, por unanimidad, el depositario. Lo que quería decir que desde ese momento no se podría sacar ningún útil sin que quedara registrado por escrito el prestatario y el momento del préstamo.

Terminada esta tarea, recordé que en un box libre del primer recinto había almacenado, durante la restauración de Malevil, viejos tablones erizados de clavos, que destinaba a las rápidas fogaratas, durante el invierno, en las chimeneas. ¡Proyecto sorprendente! Ahora se habían terminado de una vez por todas esos despilfarros. Ya nada era para tirar: ni un pedazo de papel, ni un envoltorio, ni una lata de conserva vacía, ni una botella de plástico, ni un trozo de cuerda o de piolín, ni un clavo torcido y herrumbrado. Los "baratillos" ya no tenían objeto.

Se sacaron del box los viejos listones de castaño; con martillo y tenaza se retiraron los clavos, tratando de no estropear las cabezas. Y después de haberlos enderezado uno por uno sobre una piedra chata, se los alineó, según su grosor, en una caja con compartimentos en el depósito. Con la sierra, para economizar la nafta de la máquina de tronzar, se cortaron las partes de las maderas podridas o estropeadas (únicos pedazos destinados ahora a la calefacción), se limpiaron las dos capas de yeso o de cemento que las recubrían, y se dispuso los tablones en pilas en el box, clasificados por tamaño y mantenidos por cuñas en una rigurosa horizontalidad, para que no se torcieran en el trascurso de los inviernos.

En previsión de las visitas de los turistas había hecho un buen acopio de velones gigantes. Me quedaban dos docenas en paquete, más cuatro casi intactos en sus apliques en la bodega y dos, mitad consumidos.

Se decidió usarlos con mucha parsimonia, y ya que todavía tenía dos barriles de aceite, Colin fabricó unas lámparas con la ayuda de latas de conservas cilíndricas. Pellizcó el borde de un lado de modo de formar un pico, para alojar allí la mecha, una simple hebra de un cabo de cáñamo, y con el soldador agregó a las cajas del lado opuesto al pico, unas pequeñas asas metálicas recortadas en la tapa. Fabricó tantas lámparas como habitaciones había por el momento en Malevil, es decir, cuatro. Cuando la velada había terminado, todos encendían su lámpara con una ramita ardiendo a fin de poder llegar a su cama en medio de la oscuridad y tener luz para acostarse. Se encargó a la Menou la distribución de aceite, ya que también era responsable del segundo barril, que debía servir para la cocina y que no se usaba por el momento.

Con la ayuda de un listón de techo que blanqueó y cepilló, Meyssonnier hizo una varilla graduada que nos permitió comprobar que el consumo del primer barril, al cabo de dos semanas, seguía siendo mínimo. Según los cálculos de Thomas, a ese ritmo, necesitaríamos seis años para dejarlo en seco. Después de lo cual tendríamos que buscar otra fuente de luz, puesto que era poco probable que algún nogal hubiera sobrevivido a la destrucción de la flora. Todavía me quedaban dos linternas eléctricas con dos pilas casi nuevas. Le entregué una a la Menou para el castillete de entrada y guardé la otra para el torreón, quedando bien claro que ni una ni otra debían utilizarse sino en caso de un acontecimiento imprevisto.

Thomas sugirió mejorar el confort del baño almacenando el estiércol de las tres yeguas sobre las baldosas de la plataforma al pie de la toma de agua. Bajo esas baldosas, y contorneándolas, corría la cañería de agua fría. Y Thomas estimaba que el estiércol liberaría al fermentar suficientes calorías como para calentarla. Al principio todos éramos muy escépticos, pero el experimento resultó. Y sin tener en cuenta la comodidad que nos brindó, eso era, en el estado primitivo en el que habíamos caído, un primer escalón, una primera victoria. El pequeño Colin juró que si pudiera ahora disponer de su negocio de La Roque, haría marchar de nuevo la calefacción según el mismo principio.

Peyssou se puso muy contento de tener a Meyssonnier en su pieza, pero hubo que usar de mucha diplomacia para convencer a Colin de alojarse solo en la pieza de Birgitta. Lo que le hubiera gustado, me parece, era reemplazar a Thomas en la mía. Me hice el sordo. Mis compañeros me acusaban de mimar demasiado a Colin y de "pasarle todo". Sin embargo no era un mal negocio cambiando por Colin a un compañero de pieza como Thomas, tan tranquilo, tan discreto, tan prudente.

Además, ya bastante aislado estaba Thomas así: por su juventud, por su origen urbano, por sus costumbres de pensamiento, por su carácter, por su ignorancia del dialecto. Hubo que recomendar a la Menou y a Peyssou que no abusaran de su primera lengua -el francés no siendo para ellos más que la segunda- porque en la mesa, si empezaban una conversación en dialecto, todos, poco a poco, la seguíamos y Thomas, al cabo de un momento, se sentía extraño en nuestras vidas.

Hay que agregar también que Thomas desconcertaba a sus compañeros. Había en él tanto de tiesura como de rigor. Sus maneras eran frías. Hablaba breve y punzante. No era comunicativo. Y sobre todo al no tener humor ni sentido de lo cómico hasta un punto inimaginable, no se reía nunca. Su imperturbable seriedad, entre nosotros nada común, podía pasar por orgullo.

Incluso las más evidentes cualidades de Thomas tampoco hacían que lo apreciaran. Notaba que la Menou no lo admiraba nada (ella, que sin embargo tenía una debilidad por los hombres hermosos, por el cartero Boudenot, por ejemplo). Pero si Thomas era bello, no lo era a la usanza nuestra. La estatua griega y el perfil perfecto no son nuestros cánones. Poco nos importan unas napias grandes o una mandíbula pesada si, detrás, está el fuego de la vida. Nos gustan los muchachos grandotes, cuadrados, reidores, bromistas, un poco presumidos.

Además, Thomas era un "nuevo". No pertenecía al Círculo. Estaba excluido de nuestros recuerdos. Y como para compensar su aislamiento en Malevil me ocupaba bastante de él, por lo que los demás estaban celosos, sobre todo Colin, que le tiraba indirectas. Ahora bien, Thomas era totalmente incapaz de devolver la pelota en un ping-pong verbal. Pensaba con demasiada lentitud y seriedad. Las dejaba pasar. Su silencio era tomado como desprecio, y Colin, después de haberlo bombardeado de pullas, le guardaba rencor. También ahí tuve que intervenir, presionar a Colin y aceitar los engranajes.

La lectura de la Biblia prosiguió todas las noches, mucho menos monótona de lo que yo había temido, porque era interrumpida por ágiles intercambios de comentarios. Peyssou, por ejemplo, resultó muy afectado por la discriminación que Caín tuvo que sufrir por parte del Señor.

– ¿Te parece justo a ti? -me dijo-. Ahí tienes al muchacho que ha penado para hacer crecer las legumbres, y te layo y te riego y te escardo, que de todos modos es un poco más trabajoso que andar paseando sus ovejas, y el Señor ni le mira los regalos. ¿Y para el otro excéntrico, todo el trabajo que se tomó fue el de andar pegado al culo de sus ovejas, y para él, entonces son los favores?

– El Señor -dijo la Menou- ya debía figurarse que Caín iba a matar a Abel.

– Razón de más -dijo Colin- para no sembrar la cizaña entre hermanos con injusticias.

Meyssonnier se inclinó hacia el fuego, con los codos sobre las rodillas, y dijo con una secreta satisfacción:

– Dado que Él era omnisciente, debió prever el asesinato. Y si Él lo previó, ¿por qué no lo impidió?

Pero ese pérfido razonamiento no hizo mella en sus compañeros: era demasiado abstracto.

Cuanto más reflexionaba Peyssou, más se identificaba con Caín.

– De lo que se deduce -dijo- vayas a donde vayas, siempre tienes al mimado. Fíjate en el señor Le Coutellier en la escuela: Colin en la primera fila, al lado de la estufa. Y yo, en penitencia, en el fondo de la clase, con los brazos cruzados a la espalda. ¿Y qué había hecho? ¡Nada!

– Exageras, vamos -dijo Colin con su sonrisa ascendente-. Le Coutellier te ponía en penitencia porque te tocabas lo que yo sé a través del bolsillo.

Nos reímos de ese grato recuerdo.

– ¡Hasta era por eso -precisó Colin- que te hacía cruzar los brazos detrás de la espalda!

– De todos modos -dijo Peyssou- eso te hace malo, a la fuerza, ser siempre el pobre tipo. Ahí tienes al bravo de Caín que hace crecer las zanahorias y que se las lleva al Señor. ¡Bah, ni siquiera una mirada! Eso te demuestra muy bien -agregó con amargura-, que el Poder, en esa época, ya no se interesaba en la agricultura.

Aunque el Poder ahora había desaparecido, esta observación suscitó la aprobación general. Entonces se hizo el silencio y pude continuar mi lectura. Pero cuando llegué al momento en que Caín conoció a su mujer y tuvo de ella un hijo llamado Enoch, la Menou me interrumpió:

– ¿Y de dónde sale ésa? -dijo con tono incisivo.

Estaba sentada en el atrio a mi espalda, Momo frente a ella, casi dormido.

Di vuelta la cabeza por encima del hombro.

– ¿Quién, ésa?

– La mujer de Caín.

Nos miramos, perplejos.

– Puede que el Señor -dijo Colin- hubiera fabricado en otra parte otro Adán y otra Eva.

– ¡No, no! -dijo Meyssonnier, siempre respetuoso de las reglas -si lo hubiera hecho, el libro lo diría.