– En casa, si quieres -dice, con gesto decidido y voz rápida.
Un corto silencio.
– Con una comida de vez en cuando en el Gran Hórreo.
Lo suficiente, tierna madre, como para salvar las apariencias. Me doy cuenta muy bien de que todo el mundo gana con este arreglo.
– Bueno -dice tío incorporándose con un movimiento ágil-. Si aceptas, cierras el bolso y vienes a encontrarte conmigo en los Rhunes donde estoy recogiendo pasto para mis animales.
Acaba de irse y yo ya tengo cerrado el bolso.
Una vez pasado el túnel entre las zarzas y el alambrado trucado, corro sobre mis dos ruedas por el lecho del viejo arroyo que separa el abrupto acantilado de Malevil de la redondeada colina del tío. Muy contento de salir de mi antro. Los árboles, que han crecido por todos lados entre los muros en ruinas, los oscurecen, y respiro cuando desemboco en el luminoso valle de los Rhunes.
Es el último sol, el sol entre las seis y las siete y el más lindo. Lo sé, desde el momento en que mi tío me lo hizo observar. El aire tiene algo de suave. Las praderas más verdes, las sombras más alargadas, y la luz dorada. Me dirijo hacia el tractor rojo de mi tío. Detrás, el remolcador y su enorme parva de pasto amarillento. Y más lejos, en líneas paralelas, los álamos todo a lo largo del Rhune, con sus hojas gris-plata que bailan. Me gusta el ruido que hacen; parecería una lluvia finita.
El tío, sin una palabra, se apodera de mi bicicleta y la iza con una cuerda hacia la cúspide de la parva. Se instala al volante y yo me siento sobre el guardabarro del tractor. Ni una palabra. Ni siquiera una mirada. Pero por su mano, que tiembla un poco, adivino qué feliz se siente, él que no tuvo hijos de mi flaca tía, de llevarse un hijo a su casa de las Siete Hayas.
La Menou me espera en el umbral, con sus brazos esqueléticos cruzados sobre su ausente pechera. Una sonrisa arruga su pequeña calavera. Su debilidad por mí se ve multiplicada por el fastidio que le tiene a mi madre. Y que también tenía contra mi tía, mientras vivió. No vayan a creer que… No, la Menou no se acuesta con mi tío. No es tampoco su sirvienta. Ella tiene sus bienes. Él le siega sus campos, ella le cuida la casa, él la alimenta.
La Menou es también la flacura misma, pero una flacura alegre. No gime, protesta con locuacidad. Cuarenta kilos, ropas negras incluidas. Pero en su órbita hundida, su ojito negro brilla de amor a la vida. Salvo en sus buenos tiempos tiene la virtud, todas las virtudes. Incluso el ahorro. A fuerza de economías, dice mi tío, se ha economizado la carne hasta tal punto que ya no tiene culo para sentarse Un monstruo de trabajo, también. Unos brazos como fósforos, pero cuando ella escarda su viña ¡qué manera de trabajar! Y mientras tanto, su único hijo, Momo, que anda por los dieciocho años, arrastra un trenecito en la punta de un piolín haciendo tutu.
Para darle un poco de sal a la vida, la Menou mantiene con mi tío una continua discusión. Pero es su dios. Yo participo de esa divinidad. Y para recibirme en las Siete Hayas, ha preparado una comida como para aflojarse el cinturón. Que corona al fin con malicia con una enorme tarta.
Si yo fuera cineasta, haría un primer plano con esta tarta. Con un fundido encadenado a un flash retrospectivo: 1947, el verano anterior. Otro "hito".
Tengo once años. Me enamoro de Adelaida, instalo el Círculo en Malevil, y concibo una nueva manera de encarar la religión.
Ya he comentado el papel de la tendera de Malejac en mi despertar. Ella tiene treinta años, su madurez me fascina. Me doy cuenta que todavía hoy, a pesar de tantas experiencias en contrario, sigo, gracias a ella, asociando bondad y abundancia de formas, y gracias a quien ya ustedes saben, flacura y sequedad de corazón. Lástima que no sea este mi tema. Me gustaría narrar todas esas fiebres sobre todas esas curvas. Cuando el padre Lebas, que comienza a inquietarse sobre el uso que damos a nuestros atributos, nos habla durante el catecismo, del "pecado de la carne", no puedo creer, siendo como soy puro nervio y puro músculo, que esa "carne" sea la mía. La expresión se la endoso a Adelaida y la noción de pecado me parece deliciosa.
Incluso ni me irrita que mi ídolo, aunque un poco pesada en sus dimensiones, sea reputada liviana de cascos. Por el contrario, es un buen augurio para el porvenir. Pero todavía muy largos me parecen esos años que harán del gallito un gallo.
En espera de eso, por lo menos en el verano, estoy muy ocupado. La guerra está en su apogeo. El bravo capitán protestante Emanuel Comte, encerrado en Malevil con sus hermanos en religión defiende la plaza contra el siniestro Meyssonnier, jefe de la Liga. Y digo siniestro, porque su meta es saquear el castillo y pasar a los heréticos -machos y hembras- por el filo de la espada. Las mujeres están representadas por haces, y los niños por haces más chiquitos.
La victoria no se consigue por adelantado, depende de la muerte de las armas. Quienquiera sea tocado o hasta rozado por un venablo, una flecha, una piedra o, en los cuerpo a cuerpo, por la punta de una espada, exclama "¡muerto!" y se desploma. Una vez la batalla terminada, es lícito degollar a los heridos y matar a las mujeres, pero no, como lo hizo un día Peyssou el grande, tirarse sobre un haz luminoso con intenciones de violarlo. Somos puros y duros, como lo fueron nuestros antepasados. Al menos en público. La lujuria es un asunto privado.
Una tarde, desde lo alto de las murallas tengo la suerte de dar con una flecha justo en el pecho de Meyssonnier. Cae. Saco la cabeza de la almena y con el puño en alto grito a voz en cuello, "¡Muerte a ti, católico de porquería!".
Ese terrible grito deja estupefactos a los agresores, quienes descuidan su defensa y nuestras flechas los atraviesan de inmediato.
A paso lento salgo del recinto, apurando a mis lugartenientes Colin y Giraud para rematar a Dumont y Condat, y clavo mi espada en la garganta de Meyssonnier.
En cuanto al gran Peyssou, le corto primero los órganos de los cuales está tan orgulloso, luego hundiendo mi espada en su pecho, la hago ir y venir en la herida preguntándole "con voz helada" si eso lo hace gozar. Siempre dejo a Peyssou para lo último, porque su agónico estertor es magnífico.
Esta ajetreada tarde ha terminado. Nos encontramos alrededor de la mesa de la guarida para un último cigarrillo y la goma de mascar que disimulará su olor.
Y entonces, nada más que por la manera de mover la mandíbula, me doy cuenta perfectamente de que Meyssonnier está enojado. Bajo su estrecha frente, coronada de una mata cortada en cepillo, sus ojos grises muy juntos el uno del otro parpadean sin descanso.
– ¿Y, Meyssonnier -le digo con tono cordial-, qué te pasa? ¿Estás enojado?
Arrecia el parpadeo. Vacila en criticarme porque en general cuando lo hace se le da vuelta la tortilla. Y sin embargo, ese es su deber, presionando de todos lados su estrecho cráneo.
– Me pasa -dice al fin con vehemencia- ¡que no deberías haberme llamado católico de porquería!
Dumont y Condat dejan oír un murmullo de asentimiento; Colin y Giraud, por lealtad, se callan, pero con un dejo que no se me escapa. Solamente Peyssou, con su cabezota de rasgos redondos partida por una ancha sonrisa, conserva su serenidad.
– ¿Cómo? -digo con descaro-. ¡Pero si era jugando! En el juego yo hago de protestante; por supuesto que no voy a hablar bien del católico que ha venido a mi casa para asesinarme.
– El juego no es una excusa para todo -dice Meyssonnier con firmeza-. El juego tiene un límite. Ejemplo: haces el gesto de cortarle lo que sabes a Peyssou, pero no se las cortas realmente.
La sonrisa de Peyssou se agranda.
– Y además, nunca hemos dicho que nos íbamos a insultar -dice Meyssonnier con los ojos fijos en la mesa.
– Y sobre todo nunca sobre religión -agrega Dumont.
Miro a Dumont. A ese, con su sensibilidad, lo conozco muy bien.
– A ti no te insulté -digo haciendo un esfuerzo para desligarlo de Meyssonnier-. Yo hablaba con Meyssonnier.
– Es igual -dice Dumont- dado que soy católico.
Yo protesto:
– ¡Pero yo también soy Católico!
– Justamente -interrumpe Meyssonnier- no deberías hablar mal de tu religión.
Y en eso, el gran Peyssou interviene para decir "que todo eso no son más que historias y que el catolicismo y el protestantismo son exactamente igual".
En seguida, de todos lados, lo retamos. ¡Su especialidad, la de él, Peyssou, es la fuerza física y las cochinadas! ¡Que se ocupe de eso! ¡Que no se meta con la religión!
– Si ni siquiera sabes los diez mandamientos -dice Meyssonnier con desprecio.
– Sí que los sé -dice el gran Peyssou.
Se levanta, como en el catecismo, comienza a recitarlos con ímpetu, pero se para en seco después del cuarto. Lo abucheamos y se vuelve a sentar, cubierto de vergüenza.
El incidente de Peyssou me ha dado tiempo para reflexionar.
– Bueno -digo con aire bonachón-. Admitamos que he estado mal. Por empezar, yo, cuando hago algo mal, no hago como algunos, reconozco en seguida que he estado mal. Y bueno, estuve mal, ya ves, ¿estás contento?
– No es suficiente decir que uno ha estado mal -dice Meyssonnier con tono arisco.
– ¿Y entonces? -digo yo indignado-. ¿No creerás de todos modos que me voy a arrastrar de rodillas porque te he llamado puerco?
– Me importa un bledo que me hayas llamado puerco -dice Meyssonnier- eso mismo lo pienso de ti. Pero tú has dicho "católico de porquería".
– Justamente no es a ti a quien he ofendido, es a la religión.