– ¿Era su hermana, entonces? -dijo Colin.
– ¿La hermana de quién? -dijo Peyssou inclinándose para mirarlo a la cara.
– La hermana de Caín.
Peyssou miró a Colin y se calló.
– No había más remedio -dijo la Menou.
– De todos modos… -dijo Peyssou.
Pequeño silencio. A ellos, que les gustaba la picardía, es curioso cómo el incesto los dejaba reticentes. Justamente, quizá porque en el campo…
Retomé la lectura, pero no llegué lejos.
– Enoch -dijo Peyssou de golpe- es un nombre judío. -Y agregó con aire importante e informado-, conocí a un tipo en el regimiento que se llamaba Enoch, era judío.
– No tiene nada de asombroso -dijo Colin.
– ¿Y por qué no es asombroso? -dijo Peyssou inclinándose de nuevo hacia adelante para mirarlo.
– En vista de que los padres de Enoch eran judíos.
– ¿Eran judíos? -dijo Peyssou abriendo muy grande los ojos, con las dos manos bien abiertas sobre sus rodillas.
– Y los abuelos también.
– ¡Cómo! -dijo Peyssou-. ¿Adán y Eva eran judíos?
– ¿Y cómo no?
Peyssou se quedó con la boca abierta, y durante un buen rato inmóvil, con los ojos fijos en Colin.
– Pero nosotros también -dijo por fin- descendemos de Adán y Eva.
– ¿Entonces nosotros también somos judíos?
– Y… -dijo Colin, con flema.
Peyssou se respaldó en la silla.
– Y bueno, ves, nunca lo hubiera creído.
Rumió esa revelación y debió encontrar otra prueba de que era víctima de un nuevo atropello, porque al cabo de un momento dijo indignado:
– ¿Entonces, por qué los judíos se creen más judíos que nosotros?
Todos se rieron, menos Thomas. Al verlo con la boca cerrada, los brazos cruzados, la barbilla sobre el pecho, las piernas estiradas, rectas delante de él, parecería poco interesado en esas conversaciones y menos todavía en la lectura que las suscitaba. Creo que iría a acostarse en seguida después de comer si no necesitara, como todos nosotros, un poco de calor humano después de la jornada de trabajo.
Que hasta nos riéramos en el curso de esas veladas fue lo que por empezar me pareció asombroso. Pero recordaba lo que mi tío me contaba de esas noches en el destacamento en Alemania, cuando estaba prisionero. En Prusia oriental no te vayas a creer que nos quedábamos en círculos alrededor de la estufa para lloriquear, Emanuel, todo lo contrario. Asombrábamos a los Schleuhs por nuestra alegría. Se contaban cuentos, se cantaba, se reía. Pero en el fondo, comprendes, Emanuel, eso no quería decir nada, era una alegría de colegio de monjas. Había un vacío detrás. Y los amigos, de todos modos no podían reemplazar eso.
Alegría de colegio de monjas, sí, justamente ese es el término exacto, y me doy muy bien cuenta de eso mientras escucho a mis compañeros discutir, con el tomo I de la Biblia sobre mis rodillas. Y como tengo el lado izquierdo helado (¡qué temperatura para un mes de mayo!), me levanto y me trasporto con mi taburete y mi libro al pie de la otra jamba, pero no me voy a quedar ahí mucho tiempo, porque estoy demasiado cerca de Momo y el fuego aviva su olor que me incomoda. Tomo nota de sugerir mañana a la Menou una sesión de fregado.
Detrás de mis compañeros (y tengo que hacer un pequeño esfuerzo para incluir entre ellos a Thomas, es tan diferente…) veo sus sombras bailar hasta las gruesas vigas del techo. No distingo el fondo de la sala, es demasiado vasta, pero entre dos vacilaciones de las llamas, veo a mi izquierda, entre los dos ajimeces, la pared de piedras aparentes erizada de armas blancas. Detrás de Peyssou, la larga mesa conventual, brillante gracias a las pasadas de trapo de la Menou, y a la derecha, las dos cómodas ventrudas del Gran Hórreo. A mis pies, las anchas baldosas de piedra que cubren las bóvedas de la bodega.
Es un decorado austero: piedra en el piso, piedra en las paredes, ni cortinados, ni alfombras, nada de cálido, nada que sugiera la presencia de una mujer. Un mundo de hombres solos sin descendencia que esperan la muerte. Abadía o monasterio. De eso tenemos todo, el trabajo, la "alegría", las buenas lecturas.
No sé cómo, de los "judíos que se creen más judíos que nosotros", pasamos al problema de saber si hay sobrevivientes en La Roque. Hablamos de eso todas las noches. Se proyecta ir dentro de poco, pero no es tan fácil. De Malevil a Malejac, con mucho trabajo conseguiríamos limpiar el camino de troncos abatidos por las llamas, pero los quince kilómetros de Malejac a La Roque es un camino muy accidentado a través de bosques de castaños. De acuerdo con lo poco que hemos visto, también debe de estar lleno de los restos de los incendios, y no tenemos más fuel oil para despejarlo. A pie, en tiempos normales, hacían falta tres buenas horas para llegar a La Roque. Si debíamos avanzar por encima de esos escombros, necesitaríamos todo un día, y otro día también para volver a Maleviclass="underline" cuarenta y ocho horas que, por el momento -hasta tanto no estuviera hecha la siembra-, no nos podíamos dar el lujo de perder.
Esa es por lo menos la tesis que yo sostengo. Con mi grueso libro sobre las rodillas, escucho a mis compañeros y no digo ni palabra. Fui yo, quien por haber sido el primero en concebirlo, suscité en ellos la esperanza de encontrar vida en La Roque. Y a fuerza de hablar de ello todas las noches, tal conjetura tomó cuerpo. Pero más ha hecho presa en ellos, más se ha demorado en mí. De ningún modo doy cuerda para que se tiente la expedición. Todo lo contrario. Mientras Meyssonnier y Colin fabrican ese arado, prefiero quedarme en Malevil con los otros dos, sacando los clavos de los viejos tablones y arreglando el depósito.
Me doy muy bien cuenta que hay algo de retirada y de renunciamiento en mi caso. Me encojo un poco más cada día, ya soy más que a medias monje. Y entonces, mientras los escucho con una oreja -fiel a mi estrategia de la atención intermitente-, apoyo mi nuca contra la jamba de piedra de la chimenea y me pregunto qué cambiaría si realmente tuviera fe. Ah, por supuesto, eso me plantearía nuevos problemas, entre otros éste: ¿por qué Dios ha dejado a su criatura destruir su creación? Pero dejemos de lado el plano de las ideas. ¿Por lo menos me calentaría el corazón? No lo sé. No lo creo. Está tan lejos de mí todo eso. Es tan abstracto. Cuando sueño, no es con Dios.
Tengo dos clases de sueños, uno despierto y deliberado durante mis insomnios, el otro involuntario, cuando duermo. Cuando no duermo, con el pecho, con mi vientre y mis muslos apoyados con fuerza contra el colchón, doy forma a Birgitta. Y cuando por fin está bien viva, cálida y satinada entre mis brazos, me tiro sobre ella, la acaricio, la muerdo. Y es poco decir que la muerdo, la absorbo, la bebo, la como. Y es por eso, me imagino, que desaparece tan rápido, y que cada vez me cuesta más resucitarla. De los dos sueños, el menos frustrante sigue siendo el que tengo cuando duermo, casi siempre el mismo. En una mañana clara, bajo por una escalera en Cimiez, arriba en Niza. A esa escalera la conozco muy bien, pese a que no he bajado por ella nada más que una vez en la vida real. Es ancha y luminosa, recibiendo el sol a raudales por sus altas ventanas. Y en mi sueño, mientras la bajo, una muchacha sube a mi encuentro corriendo, con los cabellos sueltos, los brazos colgando con gracia a lo largo de sus costados. Tiene una linda pechera a la que su carrera da vida. Y mientras pasa por el descanso del entrepiso para reunirse conmigo, el sol ilumina su melena por detrás. Sube los últimos escalones con la cabeza levantada hacia mí, no la conozco, pero con todos sus ojos, con toda su boca, me sonríe con amistad. Eso es todo, ahí se acaba. Pero me siento ¿cómo decirlo?; tan refrescado por esta visión como si hubiera olido racimos de lilas.
Anoche, tras ese sueño, me desperté, y el reflujo fue muy penoso. Sentí al mismo tiempo una pena terrible y un malestar físico. Sentía mi caja torácica apretada alrededor de mi corazón, y como si las dos cosas estuvieran vinculadas, tenía la abominable sensación de estar solo. Mejor dicho, la soledad se me apareció como un dolor que tuviera su sitio en mi pecho. Me senté en la cama, me esforcé por respirar y con gran sorpresa, lo conseguí sin ningún esfuerzo. Corazón, pulmones, cada uno proseguía con su función, nada me dolía, sólo tenía la garganta muy apretada y esa extraña impresión de tensión que nos invade y de la que uno espera que estalle y que revienta por fin con las lágrimas que corren.
Mientras corren por mis mejillas sin ningún sollozo, tengo en mi mente el mismo refrán, agotador: no me casé, no he tenido hijos. La muerte de la raza ha llegado a su término. Yo la veré. Porque de golpe tengo la convicción absurda de que todos mis compañeros, hasta Thomas, que tiene quince años menos que yo, se irán antes que yo, dejándome solo. Y me veo, viejo y encorvado, caminar sin descanso por las inmensas habitaciones de Malevil, escuchando resonar mis pasos en la bodega, bajo la bóveda, en la gran sala de la casa, en mi pieza del torreón.
Es la primera noche clara después del día del acontecimiento, quizá ya sea de mañana. En el sofá, a mi lado, y en un nivel mucho más bajo que mi cama campesina, de patas altas, distingo la cara de Thomas, con los ojos cerrados, la mejilla apoyada sobre su almohada en una actitud de abandono, la sábana subida hasta la barbilla y por detrás hasta la nuca para protegerse de las corrientes de aire que entran por la ventana. Una vez más admiro sus rasgos, su nariz griega, el borde de sus labios, el dibujo de sus mejillas. Noto que durante el sueño desaparece la expresión de rigor que se ve en él en el estado de vigilia. Muy por el contrario, tiene algo de infantil y de cándido. Su barba rubia crece poco, no se afeita sino cada dos días. Y como se ha afeitado esta mañana no tiene ni una sombra en la mejilla. Me parece lisa y aterciopelada, con un esbozo de hoyuelo, que nunca había notado hasta ahora, cerca de la comisura de los labios. Sus rubios cabellos ondulados, muy cortos cuando lo encontré en la maleza, han crecido desde que está en Malevil, y le dan un aspecto casi femenino.