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Me doy vuelta en la cama con un movimiento brusco, le doy la espalda, y pienso que un día tendré que hacer una redistribución de las piezas, a fin de que haya un relevo y que no tenga siempre a Thomas en la mía, puesto que la mía es, de todas, la más cómoda. Al mismo tiempo, siento un extraño sentimiento de angustia y de culpabilidad al que no puedo atribuir ninguna causa, pero que me mantiene despierto, con pensamientos confusos y breves somnolencias. Pero estos se interrumpen con tan penosas pesadillas y tan humillantes que me levanto y tomando mi ropa en montón sobre mi silla, dejo la pieza, y bajo un piso hasta el baño. Pero ahí, los fantasmas continúan, odiosos y vergonzosos, hasta que termino de afeitarme. Me lavo bajo la ducha, en la que me quedo mucho tiempo. Me parece que me quito así la mugre de mis sueños.

Son las cinco en mi reloj pulsera cuando bajo del torreón al patio. Como todos los días después del día del acontecimiento, hace frío y está gris. Soy el único que está levantado en Malevil. Mis pasos suenan sobre las baldosas. El enorme torreón, las murallas y la casa pesan sobre mí con toda su masa. Tengo delante de mí dos largas horas de soledad antes del desayuno.

Paso el puente levadizo y de ahí me dirijo al primer recinto y a la Maternidad. Lindo Amor duerme de pie, su potranca también, apoyada contra su flanco, pero desde el momento en que aparece mi barbilla por encima del tabique de su box, las orejitas de Lindo Amor se enderezan, abre los ojos, me ve, sopla el aire por sus ollares con un débil relincho sordo y amigable. Se adelanta dando un paso hacia mi dirección, la potranca, a medias despierta, se tambalea, y avanza a su vez titubeando sobre sus largas patas frágiles hasta que vuelve a encontrar su apoyo contra el vientre todavía hinchado de su madre. Lindo Amor pasa la cabeza del otro lado del tabique y la posa sin ceremonias sobre mi hombro mientras la acaricio a lo largo del carrillo, mirando a la potranca. Es siempre enternecedor el cachorro de un animal, el cachorro de hombre incluso. Malicia tiene la misma mancha blanca y la misma piel baya oscura que su madre y a su vez me observa, con aire asombrado, con sus lindos ojos cándidos. Me gustaría entrar al box para acariciarla, pero no sé si a Lindo Amor le gustaría mucho eso, y me quedo con las ganas. Lindo Amor coloca su barbada, después sus ollares, suaves y húmedos contra mi cuello y hace "pfffeut" de nuevo. Es evidente que es feliz. Es mimada por nosotros, está bien alimentada y tiene su potranca. No sabe que su último hijo y que su especie, como la nuestra, están condenadas.

El día pasa en las mismas tareas monótonas. Y también la noche -veo de nuevo esa escena-: los dos codos apoyados sobre la Biblia, la cabeza sostenida por mis manos escuchando, intermitente, la conversación sobre La Roque. El fuego ha bajado mucho y la Menou, somnolienta junto a la chimenea se levanta, dando así la señal de fin de la velada. Sobreviene entonces un gran ruido de pasos y de sillas arrastradas que han sido puestas de nuevo en su lugar alrededor de la mesa. La Menou, con las pinzas en la mano, arregla el fuego con arte para encontrar brasas al día siguiente, y mientras me demoro, de pie, con la Biblia cerrada bajo el brazo, riendo y hablando con mis compañeros, me entra el miedo de volverme a encontrar en mi cama, girando en redondo en mis pensamientos como un prisionero en su patio.

Recuerdo muy bien esa noche y la angustia que sentí ante la idea de otra noche de insomnio. La recuerdo muy bien, porque a la mañana siguiente, las cosas cambiaron y todo comenzó a moverse.

Como en la tragedia clásica, el acontecimiento se hizo anunciar con signos, mensajes, premoniciones. Hacía tanto frío como los días precedentes, el cielo estaba opaco y el horizonte encapotado. En el desayuno, desde que Príncipe había nacido, teníamos un poco de leche, no tanto como un bol para cada uno, y además había hecho falta que Thomas insistiera mucho, en nombre de la dietética, para que todos la tomaran, porque ni a Meyssonnier, ni a Colin, ni a Peyssou les gustaba. Momo, por el contrario, la bebía con delicia. Rodeando el bol con sus dos manos grasientas y dando por adelantado pequeños gruñidos de placer, fijaba sobre el líquido sus brillantes ojos negros y gozaba algunos segundos con su aspecto nevoso antes de llevársela a la boca y de tragarla tan rápido y con tanta glotonería que dos delgados chorros blancos corrían de cada lado de su barbilla hasta su cuello negruzco, por entre los pelos de una barba de quince días.

– Con todo, Menou -dije cuando hubo depositado su bol- habrá que decidirse hoy a fregar a tu vástago.

Había elegido las palabras de manera de dejar al interesado ignorante hasta el último minuto de una operación que, para tener éxito, presuponía la sorpresa.

– Ya hace tiempo que me lo digo también -dijo la Menou, igualmente alusiva, sin mirar a Momo-. Pero sola, como sabes…

Y agregó:

– Será cuando tú quieras.

– Y bueno, entonces, después del desayuno.

Mientras, Peyssou se va a arar el terreno de los Rhunes con Amaranta. Con cuatro, de todos modos será suficiente.

Estoy completamente seguro que Momo no había pescado ni la palabra "fregar", ni la palabra "vástago", y, por otra parte, precisamente por eso las había empleado. También tuve cuidado, como la Menou, de no mirarlo durante nuestro intercambio. A pesar de eso, su infalible instinto lo previno. Miró alternadamente a su madre y a mí, se levantó con brusquedad haciendo caer la silla y exclamó con voz furiosa: Mébouemalabé oneteu! Emebtdo! (¡Pero déjenme en paz, carajo! ¡No me gusta el agua!). Y entonces, agarrando de un manotazo la lonja de jamón de su plato, escapó a todo lo que daba y enfiló la puerta.

– Se las hizo -dijo el gran Peyssou riéndose-. Y ahora, perdido por hoy.

– Pero no -dijo la Menou- no lo conoces. Se va a olvidar. Más bien cuando una idea le entra por un lado en la cabeza en seguida le sale por el otro. Es así como nunca se hace problema. No retiene nada.

– Y bueno, tiene suerte -dijo Colin, con la sombra de su antigua sonrisa-. Porque yo, de ideas, la tengo a la cabeza llena. Y dan vuelta, dan vuelta. Que preferiría mucho más ser idiota.

– Idiota no es -dijo la Menou con vivacidad-. El tío de Emanuel bien que lo decía: es inteligente, el Momo. Es el lenguaje lo que no tiene. Es por eso que no puede fijar.

– No había ofensa -dijo Colin cortésmente.

– No lo tomé así tampoco -dijo la Menou con una sonrisa, con sus ojos vivos iluminando su calavera menuda en la punta de su flaco cuello-. ¿Y adónde lo vas a encontrar a Momo, después del desayuno? Te lo voy a decir: en el box de Bello Amor, manoseándola. Lo dejas salir y ya está. Con cuatro encima, es un juego.

– ¡Un juego! -dije yo-. Menuda gracia ese juego. De todos modos hay que tener cuidado con sus pies. Meyssonnier y yo le agarramos cada uno un brazo y lo acostamos. Tú, Colin, agarras el pie derecho y Thomas el izquierdo. Tengan cuidado: patea. Y tiene mucha fuerza en las piernas.

– Cuando pienso que fue así cómo aquella vez me dieron un remojón -dijo Peyssou, con su gran carota redonda partida por una sonrisa-. Banda de sinvergüenzas -agregó con ternura.

Brotó una risa que se cortó en seco. La puerta de la sala se abrió con estruendo, y Momo reapareció, loco de excitación y de alegría, gritando y bailando ahí mismo, con los brazos levantados:

– Y abobo! Y abobo! -vociferó.

Aunque ahora yo fuera al menos tan experto como su madre en lenguaje Momo, no lo comprendí. Miré a la Menou, tampoco lo comprendía. En lenguaje Momo, "me duele" se decía "muele" y por otra parte su júbilo excluía toda idea de caída o lastimadura.

– Bobo? -dijo por fin la Menou levantándose-. ¿Qué quiere decir eso? ¿Bobo?

– Bobo, oneieu! -gritó Momo dando saltitos, furioso, como indignado de que no entendieran mejor sus palabras.

– Vamos, Momo -dije yo levantándome a mi vez y avanzando hacia él- ¡explícate! ¿Qué quiere decir, bobo?

– ¡Bobo! -vociferó Momo, como si el volumen de sonido pudiera ayudar a nuestra comprensión. Mitad por excitación, mitad por despecho de no hacerse entender, pegaba unos grititos roncos, pataleaba, con lágrimas en los ojos y baba en los labios. Nos miramos. Aun teniendo en cuenta su acostumbrada excitabilidad, estábamos un poco asombrados de su frenesí.

– ¡Bobo! -vociferó otra vez. Y levantando de golpe sus brazos horizontalmente, los agitó de arriba abajo como si volara.

– ¿Cuervo? -dije por si acaso.

– Oué! Oué! -dijo Momo, y con el rostro iluminado de gratitud, gritó: Chenlil Emamouel! Chenlil Emamouel! (¡Gentil Emanuel!), y con toda seguridad me hubiera abrazado si no lo hubiera mantenido a distancia con todo el largo de mi brazo.

– ¿Vamos, Momo, estás seguro? ¿Hay un cuervo en Malevil?