– ¡Está vivo! -gritó en mi dirección.
Me puse en cuclillas a mi vez, agotado, sin aliento; Peyssou abrió los ojos, pero su mirada era vaga, no conseguía acomodarla, su nariz y su mejilla izquierda estaban manchadas de tierra, sangraba en abundancia por la nuca, manchando la camisa de Thomas que lo sostenía. Colin, Meyssonnier y Momo, éste completamente desnudo y chorreando agua llegaron mientras estaba examinando la herida, ancha, pero a ojo de buen cubero, superficial. Y por fin la Menou, la que se había tomado tiempo para buscar una botella de aguardiente en el castillete de entrada, y traía además mi salida de baño con la que envolvió a Momo aun antes de mirar a Peyssou.
Eché un poco de aguardiente sobre la herida y Peyssou gruñó. Le eché luego un buen chorro en la boca y con su pañuelo embebido en alcohol, le quité del rostro la tierra que lo ensuciaba.
– No puede haber sido Amaranta la que le ha hecho esto -dijo Colin-. Teniendo en cuenta la posición en que estaba.
– Peyssou -dije friccionándole las sienes con el aguardiente- ¿me oyes? ¿Qué ha pasado? -proseguí- de todos modos, Amaranta no patea.
– Lo he notado -dijo la Menou-. Hasta cuando juega, es un animal que no sabe levantar el culo.
La mirada de Peyssou se precisó y dijo en voz baja pero clara:
– Emanuel.
Le di un segundo trago de aguardiente, y de nuevo le friccioné las sienes.
– ¿Qué pasó? -dije dándole golpecitos en la mejilla, tratando con mis ojos de retener su mirada que tenía tendencia a huir de nuevo hacia el vacío.
– Pavada de choc ha recibido -dijo Colin incorporándose-. Pero va a volver, ya tiene mejor cara.
– ¡Peyssou! ¿Me oyes, Peyssou?
Levanté la cabeza.
– Menou, pásame el cinturón de mi salida de baño.
Cuando lo tuve en la mano, lo puse sobre mis rodillas, plegué en cuatro mi pañuelo, lo embebí en alcohol, lo apliqué con cuidado sobre la herida que seguía sangrando mucho y pidiendo a Menou que sujetara la compresa, con el cinturón apretado alrededor de su frente lo anudé. La Menou obedecía sin una palabra, con la mirada todo el tiempo fija en Momo que con toda seguridad había "pescado la muerte", corriendo así con este frío como lo había hecho.
– No sé -dijo de golpe Peyssou.
– ¿No sabes cómo pasó?
– No.
Volvió a cerrar los ojos, y en seguida lo golpeé en las dos mejillas.
– ¡Ven a ver, Emanuel! -dijo Colin.
Estaba de pie junto al arado, dándonos la espalda, pero con la cabeza reclinada en su hombro, con la cara descompuesta, y los ojos fijos en los míos.
Me levanté y me acerqué a él.
– Mira esto -dijo en voz baja.
La primera vez que habíamos enganchado a Amaranta nos habíamos dado cuenta que faltaba la correa con hebilla que sujeta el varal. La habíamos reemplazado por una cuerdita de nylon que aseguramos alrededor de la madera con una serie de vueltas y de nudos. Esa cuerdita había sido cortada.
– Es un hombre el que ha hecho eso -dijo Colin.
Estaba pálido, con los labios secos.
Prosiguió:
– Con un cuchillo.
Acerqué los dos extremos de la cuerdita a mis ojos. El corte era neto, sin hilachas ni rebabas. Incliné la cabeza sin decir una palabra. Era incapaz de hablar.
– El tipo que ha desenganchado a Amaranta -insistió Colin- desprendió las hebillas de la retranca y la hebilla izquierda de la barriguera, pero cuando llegó a los nudos del lado derecho, se exasperó y sacó el cuchillo.
– Y antes -dije con voz temblorosa -golpeó a Peyssou por detrás.
Me di cuenta que la Menou, Meyssonnier y Momo nos rodeaban. Tenían la mirada fija en mí. Thomas también me miraba, con una rodilla en tierra y con la otra, levantada, sosteniendo la espalda de Peyssou.
– ¡Y sí! ¡Sí! -dijo la Menou lanzando alrededor una mirada de pánico y agarrando a Momo por el brazo para apretarlo contra ella.
Hubo un silencio. Al mismo tiempo que se insinuaba en mí un principio de miedo tenía un sentimiento de irrisión. Sólo Dios sabe con qué ardor, con qué amor, con qué arrebato casi desesperado, habíamos rezado dentro de nosotros mismos para que otros hombres además de nosotros hubieran sobrevivido. Y bueno, ahora estábamos seguros: los había.
VII
Elegí el rifle calibre 22 largo (mi tío me lo había regalado para mis quince años) y Thomas, la escopeta de cañones superpuestos. Se había convenido que los demás quedarían en Malevil con el fusil de dos tiros. Pobre armamento, pero Malevil, por sí mismo tenía sus murallas, sus matacanes y sus fosos.
En el momento de tomar la curva en horquilla que, desde el camino de Malevil lleva al caminito de los Rhunes, eché una larga mirada al castillo metido en el acantilado. Me di cuenta que Thomas también lo miraba. Inútil comunicarnos nuestras impresiones. A cada paso, uno se sentía más desnudo, más vulnerable. Malevil era nuestra guarida, nuestro "nido almenado". Hasta ahora nos había protegido de todo, incluso de los últimos refinamientos de la tecnología. Qué pesadilla dejarlo, y qué pesadilla también esta larga caminata uno detrás del otro. El cielo gris, la tierra gris, los tocones de árboles ennegrecidos, el silencio, la inmovilidad de la muerte. Y al final los únicos seres que vivían todavía en ese paisaje nos esperaban al acecho para abatirnos.
Estaba convencido: el robo de la yegua, dado que las huellas eran imborrables en el suelo polvoroso y quemado, quería decir que los ladrones habían previsto nuestra persecución y que una emboscada nos esperaba en alguna parte, en algún punto del horizonte pelado. Sin embargo, no teníamos otra alternativa. No podíamos admitir que golpearan a uno de los nuestros y que nos robaran un caballo. Si no queríamos quedarnos pasivos, debíamos comenzar a intervenir en el juego del agresor.
Entre el momento en que había visto a Peyssou tendido sin movimiento en el campo de los Rhunes y el momento en que habíamos abandonado Malevil, no pasó más de media hora. Manifiestamente el ladrón había perdido bastante de su adelanto luchando con Amaranta. Veía los sitios donde se había negado a avanzar, pataleado, dado vueltas en redondo. Por más dócil que fuera, estaba apegada a su caballeriza, a Malevil, a Lindo Amor cuyo box era vecino del suyo y a la que ella podía ver a través de la abertura guarnecida de barrotes que las separaba. Además, era un animal joven, y todavía tenía miedo de todo, de un charco de agua, de una manguera de riego, de una piedra en la que hubiera tropezado, de una hoja de diario arrastrada por el viento. Las huellas de pasos al lado de las huellas de cascos demostraban muy bien que el hombre no se había animado a montarla en pelo. Prueba de que la petulancia de la anglo-árabe lo había asustado y de que no era un buen jinete. Milagro era que Amaranta, a pesar de sus resistencias, hubiera con todo consentido en seguirlo.
Los Rhunes formaban una planicie ancha de unos cien metros apenas entre dos hileras de colinas antes arboladas, con los dos brazos del tío corriendo de norte a sur y el camino vecinal siguiendo una vía paralela al flanco de la ladera a orillas de las colinas del este. El ladrón no había seguido la ruta rectilínea la que hubiera sido visible desde muy lejos, sino el bajo de la ladera de las colinas del oeste, cuyo trazado más sinuoso lo ocultaba más a la vista. De todas maneras, me parecía que había poco peligro en tanto no hubiera llegado a su albergue. Él y sus compañeros no iban a entrar en acción hasta tanto no hubieran puesto a Amaranta en lugar seguro, caballeriza o recinto.
Estaba sin embargo en guardia, con el arma no ya a la espalda, sino en la mano, escrutando alternadamente el suelo y el horizonte. No cambiaba una palabra con Thomas. A pesar del frescor del aire, la tensión me hacía transpirar, en particular las manos, y aunque Thomas, en apariencia por lo menos, estuviese tan tranquilo como yo, noté un rastro húmedo en el sitio en que tenía apoyada el arma cuando, para descansar, la puso de plano sobre el hombro manteniéndola por el cañón.
Hacía una hora y media que estábamos caminando cuando la pista de Amaranta salió de los Rhunes y dobló en ángulo recto en dirección oeste entre una colina y un acantilado. La orientación y la disposición del lugar eran las mismas que las de Maleviclass="underline" el acantilado al norte y al pie del acantilado, un río que en Malevil había desaparecido pero que, aquí, existía aún bajo el aspecto de un pequeño arroyo abundante y saltarín corriendo a ras de tierra. Era de toda evidencia que no se había hecho nada para agrandar su lecho y, con sus desbordes, había podrido completamente el agua de la pequeña planicie apenas de cuarenta metros de ancho entre la colina y el acantilado. Recuerdo que, por esta razón, mi tío la había declarado tabú para los caballos de las Siete Hayas. Por otra parte, hasta en la época del Círculo, no nos habíamos atrevido a entrar a pie en este pantano adonde jamás un tractor había aventurado sus ruedas.
Tampoco ignoraba quién vivía ahí, en una gruta del acantilado cerrada por un muro horadado de ventanas. Gentes que se tenían por brutales, poco conversadoras, sospechosas de malas costumbres y peor todavía, de cazar furtivamente en los predios de los vecinos. El señor Le Coutelier, en razón del carácter de sus habitantes, los llamaba los "troglotipos", nombre que nos encantaba en la época del Círculo. Pero para Malejac, eran simplemente los "extranjeros", y llegando al colmo esta confusión, por ser el padre originario del norte, los "gitanos". Y tanto más inquietantes, esas gentes, que nunca se las veía en Malejac: se abastecían en Saint-Sauveur. Y tanto más temibles, por supuesto, por que no se sabía casi nada de ellos, ni siquiera de cuántas personas se componía la tribu. Se comentaba sin embargo que el padre, del que mi tío me había dicho que por el aspecto y el semblante se parecía al hombre de Cromagnon, había "tomado" dos veces cárceclass="underline" una primera vez por golpes y lesiones, una segunda vez por haber violado a su hija. Ésta, el único miembro de la familia que conocí, por lo menos de nombre, se llamaba Cati y servía en la casa del alcalde de La Roque. Era, se comentaba, una linda muchacha con unos ojos muy descarados y una conducta que daba que hablar. Si hubo violación, eso no le hizo tomar ojeriza a los hombres.