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La granja de los trogloditas tenía un nombre que nos intrigaba en los tiempos del Círculo: El Estanque. Nos intrigaba porque, por supuesto, no había más estanque, solamente tierras podridas encerradas entre un acantilado y una colina también abrupta. Ni electricidad, ni camino. Una especie de garganta húmeda adonde nadie iba nunca, ni el cartero, que dejaba la correspondencia, es decir, una carta por mes, en Cussac, una linda granja sobre la ladera. Por el cartero Boudenot al menos se sabía cómo se llamaban: los Wahrwoorde. Según la opinión general, no era un apellido cristiano. Boudenot decía que el padre era un "salvaje", pero que no era pobre, lejos de eso. Tenía animales y unas buenas tierras en la ladera.

Alcancé a Thomas y lo detuve tomándolo del brazo, y acercándome a su oído, le dije en voz baja:

– Es aquí. Yo dirijo.

Echó un vistazo a su alrededor, miró su reloj, y dijo en el mismo tono:

– No he terminado mi cuarto de hora.

– Déjame. Conozco el lugar.

Seguí:

– Tú me sigues a unos diez metros.

Lo pasé, tomé un poco de distancia, y haciéndole un signo, a la altura de la cadera, con mi mano derecha bien abierta para pedirle que se detuviera, me detuve a mi vez. Saqué los gemelos del estuche y llevándolos a los ojos escruté el terreno. La estrecha pradera subía en una suave cuesta entre la colina y el acantilado, cortada trasversalmente por taludes y muros de piedras secas. La colina presentaba el mismo aspecto pelado y negro que todas las que habíamos visto hasta ahora. Pero la pradera, bien protegida por el acantilado, al norte, y también por su situación encajonada, había sufrido, como decirlo, un grado de menos en la devastación. Presentaba el aspecto de un lugar cuya vegetación ha ardido pero sin carbonizarse y sin que el suelo, quizá porque antes del día del acontecimiento estaba impregnado de agua, hubiera tomado esa apariencia gris y polvorienta que tenía en todas partes. Hasta se veía, aquí y allá, unas matas amarillentas que debieron ser de pasto, y dos o tres árboles pelados y negruzcos, pero en pie. Guardé los gemelos y avancé con precaución. Pero otra sorpresa me esperaba: el suelo era firme y resistente bajo mis pies. El día del acontecimiento bajo el efecto del calor, el agua había debido brotar de la tierra como los chorros de vapor de un hervidor. Y como después no había llovido, la marisma se había desecado.

En tanto que con inteligencia clara registraba todos esos detalles con perfecta nitidez, el cuerpo, ese, me jugaba malas pasadas: abundante transpiración en el hueco de las palmas, corazón muy acelerado, sienes palpitantes y hasta, cuando guardé los gemelos en el estuche, un ligero temblor en las manos, nada bueno como augurio para mi puntería, si tuviera que ejercitarla. Me apliqué a hacer inspiraciones lentas y profundas ritmándolas con mi paso, con el ojo fijo tan pronto sobre la pista de Amaranta a mis pies, como sobre la pradera que se extendía ante mí. Ni un soplo de viento, y ni un ruido, ni siquiera lejano. Frente a mí, a diez metros, un murete de piedras secas.

Todo pasó muy rápido. Reparé en un montón de estiércol que me pareció fresco. Me inmovilicé y me agaché para examinarlo: más exactamente, tenía la intención de tantearlo con el dorso de la mano para ver si aún estaba caliente. En el mismo instante algo silbó por encima de mi cabeza. Un segundo más tarde, Thomas surgió a mi lado, en cuclillas él también, con una flecha en la mano. Su punta negra y muy acerada estaba manchada de tierra.

En el mismo momento se oyó un nuevo silbido, tan intenso como el primero. Me tendí y me puse a reptar hasta el muro de piedras secas. Creía haber dejado a Thomas en el mismo lugar pero ante mi gran sorpresa, cuando deposité mi carabina a mi lado y me di vuelta hacia la izquierda, lo encontré tendido cuan largo es, tratando de construir una tronera disponiendo sobre el muro las piedras desprendidas. Cosa extraña, se le había ocurrido llevarse a la flecha con él. Ahí estaba a su lado, en el suelo, con las plumas amarillas y verdes de su penacho, como únicas manchas de color en el paisaje. La miré. ¡No podía dar crédito a mis ojos! ¡Los trogloditas nos tiraban con un arco!

Eché un rápido vistazo por encima del muro. A cincuenta metros de nosotros, cortando el estrecho valle, otro muro de piedras secas se elevaba. En el medio, un grueso nogal, quemado pero en pie. Buen emplazamiento, pero de todos modos habían cometido un error: debieron dejarnos franquear el pequeño murete y atacarnos en terreno descubierto. Habían tirado demasiado temprano, animados sin duda por la inmovilidad que me sobrecogió en el momento en que había visto el montón de estiércol.

Oí un nuevo silbido y no sé por qué, encogí las piernas. Fue un reflejo feliz, porque la flecha que parecía salir del cielo se incrustó profundamente en la tierra, a cincuenta centímetros de mis pies. Esa flecha debió ser tirada al aire con la inclinación necesaria para dar la curvatura a su trayectoria. Y el blanco del tirador, me di cuenta enseguida, era la tronera de Thomas. Hice señas a Thomas de seguirme y me aparté algunos metros hacia la izquierda reptando a lo largo del muro.

Una flecha silbó, precisamente en el eje de la tronera que acabábamos de abandonar, pero a un metro de la anterior. A partir del momento en que se clavó en la tierra, me puse a contar con lentitud, uno, dos, tres, cuatro, cinco. Al cinco, un nuevo silbido: le hacían falta pues cinco segundos al tirador para tomar una flecha, empulgarla, apuntar y largar el penacho. No había dos arcos, no había más que uno. Las flechas llegaban una después de otra, nunca juntas.

Saqué de mi carabina la mira telescópica. Sólo permitía una puntería muy lenta, por el mismo hecho de su aumento. Dije en voz baja: Thomas, ve a colocarte del otro lado de la tronera, y cuando yo haya tirado dos veces, saca la cabeza por encima del muro, pega donde te parezca tus dos tiros y cambia en seguida de emplazamiento. Thomas se alejó. Lo seguí con la mirada. Cuando estuvo apostado, retiré el seguro, me puse de rodillas con la cara pegada al suelo y con la carabina sujeta con las dos manos, casi paralela al muro. Bruscamente me levanté, me puse el arma al hombro al mismo tiempo, giré el busto, creí divisar la punta del arco detrás del nogal, hice fuego y desaparecí. En seguida y mientras cambiaba mi emplazamiento oí los dos ¡pum! ¡pum! de la escopeta de Thomas, mucho más fuertes que los pequeños estallidos secos de mis balas.

Esperé la respuesta. No llegó. De pronto, ante mi inmenso estupor, vi a Thomas, distante de mí unos diez metros, levantarse y quedarse de pie en una actitud tranquila, con la cadera apoyada sobre el murete y el arma recostada en su antebrazo. Si es posible vociferar en voz baja, eso es lo que hice:

– ¡Acuéstate!

– Han puesto una bandera blanca -dijo con calma dando vuelta la cabeza hacia mí con una lentitud exasperante.

– ¡Acuéstate! -grité con una voz furiosa.

Obedeció. Llegué hasta la tronera y eché un vistazo por encima del muro contrario. El arco bien visible ahora estaba blandido, sin que se viera la mano que la blandía, y en su extremidad colgaba un pañuelo blanco. Llevé los gemelos a mis ojos y escudriñé la cresta del muro de una punta a la otra. No vi nada. Solté mis gemelos, puse las manos como megáfono alrededor de mi boca y dije en dialecto:

– ¿Y tú, que quieres con tu trapo blanco?

No hubo respuesta. Repetí la pregunta en francés.

– ¡Rendirme! -dijo en francés una voz joven.

Grité:

– Pasa tu arco detrás de la cabeza, manténlo con las dos manos y acércate.

Hubo un silencio. Volví a tomar mis gemelos. El arco y la bandera blanca no se habían movido. Thomas frotó su pie contra el suelo al cambiar de posición. Le hice señas de quedarse inmóvil y escuché con todas mis fuerzas. No percibí un solo sonido.

Esperé un buen minuto y grité, pero sin largar mis gemelos:

– ¿Y bueno, qué estás esperando?

– ¿No me tirarán? -gritó la voz.

– Seguro que no.

Otra vez pasaron algunos segundos, luego vi al hombre surgir de detrás de su murete, muy alto según mis gemelos, con su arco detrás de la cabeza y mantenido con las dos manos como le había dado orden. Solté mis gemelos y agarré mi carabina.

– ¿Thomas?

– ¿Sí?

– Cuando llegue acá, ponte en la tronera y vigila. No saques los ojos del murete.

– De acuerdo.

El hombre creció poco a poco. Caminaba con paso rápido, casi corría. Para mi sorpresa, era joven, con unos cabellos hirsutos y rubios tirando a pelirrojo. Sin afeitar. Se detuvo del otro lado de nuestro murete.

– Tira el arma de nuestro lado -dije-, pasa el murete, pon tus manos detrás de la nuca e híncate de rodillas. Recuerda que tengo ocho balas en el Cargador.

Obedeció. Era un alto y sólido muchacho, vestido con un blue-jean descolorida, una camisa a cuadros remendada y una vieja chaqueta marrón descosida en el hombro y de la que colgaba un bolsillo. Pálido, con los ojos bajos.