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– Mírame.

Levantó los párpados y su mirada me sorprendió. No era para nada lo que yo esperaba. Nada de astuto ni de duro. Al contrario. Unos ojos marrones dorados, casi infantiles y que condecían con sus rasgos redondeados, su nariz bonachona, su amplia boca de labios carnosos. Nada de solapado tampoco. Le había dicho que me mirara: me miraba. Con vergüenza, con terror, como un chico que espera una filípica. Me senté a dos metros de él, con el caño apuntando en su dirección. Dije, sin alzar la voz:

– ¿Estás solo?

– Sí.

Lo había dicho demasiado rápido.

– Escúchame bien. Repito: ¿estás solo?

– Sí. (Imperceptible vacilación antes del sí.)

Cambié de tema de golpe:

– ¿Cuántas flechas te quedaban?

– ¿Allá?

– Sí.

Se quedó pensando.

– Una docena -dijo con aire incierto. Se corrigió-; Quizá no tantas.

¡Extraño arquero, al que no se le había ocurrido contar sus municiones! Dije:

– Pongamos diez.

– Diez, sí, quizá diez.

Yo lo miraba y de pronto dije con voz rápida y brutaclass="underline"

– ¿Y entonces, si te quedaban diez flechas todavía, por qué te rindes?

Enrojeció, abrió la boca, sus ojos se enloquecieron, se quedó sin voz. No se había esperado esta pregunta. Lo tomó de sorpresa. Y ahí estaba completamente perdido, incapaz de imaginar una respuesta, hasta incapaz de hablar. Le dije rudamente:

– Date vuelta y pon las manos encima de la cabeza.

Giró pesadamente sobre sus rodillas.

– Siéntate sobre los talones.

Obedeció.

– Escucha, ahora. Te voy a hacer una pregunta. Una sola. Si mientes, te hago saltar los sesos.

Apoyé el cañón de mi carabina contra su nuca.

– ¿Estás listo?

– Sí -dijo con una voz apenas audible.

Sentía su nuca temblar contra mi arma.

– Escucha bien, ahora. No te haré dos veces la misma pregunta. Si mientes, hago fuego.

Hice una pausa y dije con el mismo tono rápido y brutaclass="underline"

– ¿Quién estaba contigo detrás del murete?

Dijo con una voz apenas perceptible:

– Mi padre.

– ¿Quién más?

– Nadie más.

Apoyé el cañón con fuerza contra su nuca.

– ¿Quién más?

Respondió sin vacilar:

– Nadie más.

Esta vez no mentía, estaba seguro de eso.

– ¿Tu padre tiene otro arco?

– No, tiene una escopeta.

Vi a Thomas darse vuelta, con la boca abierta. Le hice señas de que siguiera vigilando, y repetí, estupefacto:

– ¿Tiene una escopeta?

– Sí, una escopeta de caza de dos tiros.

– ¿Tu padre tenía la escopeta y tú el arco?

– No, yo no tenía nada.

– ¿Por qué?

– Padre no me deja tocar la escopeta.

– ¿Y el arco?

– El arco tampoco.

– ¿Por qué?

– Desconfía.

Amables relaciones familiares. Una cierta imagen de los trogloditas comenzaba a precisarse en mi espíritu.

– ¿Fue tu padre el que te dijo que te rindieras?

– Sí.

– ¿Y que dijeras que estabas solo?

– Sí.

Y nosotros, por supuesto, terminada la guerra, nos levantábamos, tranquilos y confiados y para recuperar a nuestra Amaranta, caminábamos derecho hacia la jeta del padre que nos esperaba detrás de su murete con su escopeta de dos tiros. Un tiro para cada uno.

Apreté los labios y dije con tono duro:

– Desabróchate el cinturón del pantalón.

Obedeció, luego él mismo sin que se lo dijera, volvió a poner sus manos en la cabeza. Su docilidad me daba un poco de lástima: a pesar de su estatura y de sus anchas espaldas, un chico. Un chico aterrorizado por su padre, y ahora por mí. Le dije que pusiera las manos a la espalda y se las até con su cinturón. Recién cuando hube terminado recordé la cuerda en mi bolsillo: la usé para atarle los pies, y desatando su pañuelo de la extremidad del arco, lo amordacé. Hice todo esto con prontitud y decisión, pero al mismo tiempo me desdoblaba y asistía a mis propios actos como si fuera un actor en una película. Fui a hincarme al lado de Thomas.

– ¿Has oído?

Dio vuelta la cabeza hacia mí, estaba un poco pálido. Prosiguió en voz baja, con lo que se asemejaba en él a algo de emoción:

– Gracias.

– ¿Gracias por qué?

– Por haberme hecho acostar hace un rato.

No contesté. Reflexionaba. El padre debía saber ahora que su trampa había sido descubierta, pero no iba a renunciar por tan poca cosa. Y nosotros no podíamos ni quedarnos ahí ni irnos.

– Thomas -dije en un susurro.

– ¿Sí?

– Vigila el muro, el acantilado y la colina. Voy a tratar de rodearlo por la colina.

– Te van a descubrir.

– No al principio. Tú, por tu lado, desde el momento en que ves cualquier cosa, incluso el cañón de un arma, tiras. Y sigues. Aunque más no sea para obligarlo a bajar la cabeza.

Me fui reptando a lo largo del murete en dirección a la colina. Al cabo de algunos metros, la mano que sostenía la carabina se puso a transpirar y mi corazón a latir. Pero estaba contento de haber encontrado la manera de desbaratar el ardid del troglodita. Me sentía confiante y concentrado.

La colina en la tierra de nadie entre los dos muretes antagónicos hacía una especie de saliente que iba a morir en la pequeña llanura en un contrafuerte redondeado. Confiaba en esa saliente para esconderme de la vista del padre mientras tomara altura para dominarla. Pero no había contado con la dificultad de la ascensión. La cuesta era muy abrupta, el terreno rocoso y friable y habiendo desaparecido la vegetación, los apoyos inseguros. Tuve que poner mi carabina en bandolera para usar las dos manos. Al cabo de diez minutos estaba empapado, con las piernas temblando y tan sofocado que debí detenerme para recobrar aliento. Estaba de pie, prendido con las dos manos y con la punta del pie en una saliente. Podía ver, a algunos metros por encima de mí, la cumbre de la saliente, con más exactitud el sitio en donde ésta se perdía entre el relieve de la colina. Una vez llegado a ese punto, estaría expuesto a la vista del hombre desde detrás del murete, y me preguntaba con angustia cómo llegaría a conseguir el suficiente aplomo como para soltar el arma de mis hombros y apuntar sin perder el equilibrio. Y estaba ahí, con los ojos anegados por el sudor, con los miembros temblando por el brutal esfuerzo que les había impuesto, el pecho con la respiración agitada y tan descorazonado, que estuve a punto de abandonar mi proyecto y bajar de nuevo. Fue en ese momento cuando con las sienes zumbantes de sangre, pensé, no sé por qué, en Germán. Más exactamente, volví a ver a Germán en mangas de camisa en el patio de las Siete Hayas serruchando madera. Era alto y gordo, y como sufría de un enfisema tenía, cuando hacía un esfuerzo demasiado grande, una respiración muy especial, irregular, sofocada, sibilante. Y mientras la mía se calmaba y mis sienes dejaban de latir, de golpe tomé conciencia de un hecho que me trastornó. Estaba oyendo la respiración de Germán. No era la mía, con la que al principio la había confundido. La oía distintamente, provenía del otro lado de la saliente, separada de mí por el espesor de algunos metros de guijarral. El padre estaba siguiendo, del otro lado de la saliente, un camino que convergía con el mío.

El sudor me inundó de la cabeza a los pies y creí que mi corazón se iba a inmovilizar. Si el padre llegaba antes que yo a la cumbre, me vería primero. Estaba perdido. De todos modos, estaba acorralado, no tenía ni tiempo para volver a bajar. De golpe me di cuenta que mi vida se iba a jugar dentro de dos o tres segundos, y que mi única chance era seguir hacia adelante y caer sobre él. Recomencé mi ascensión con una energía demente, y sin prestar ya atención a los guijarros que rodaban bajo mis pies, convencido de que el hombre, ensordecido por el ruido de su propia respiración, no me oía.

Llegué a la cumbre, estaba desesperado, estaba casi seguro de que me encontraría con el cañón de su arma apuntando hacia mí, de tal modo su respiración, tan ruidosa como el fuelle de la forja, me pareció cercana. Emergí. No vi nada. Fue como si me retiraran el peso de una tonelada de encima del pecho. Y ahí, una tras otra, tuve la suerte inaudita de encontrar apenas a un metro de mí un tocón de árbol bastante sólido, que me permitió apoyar la rodilla izquierda y mantenerme en equilibrio sobre la pendiente, con la pierna derecha extendida todo a lo largo, tomando apoyo sobre una piedra. Pasé la correa de la carabina por encima de mi cabeza, empuñé el arma, le quité el seguro y la sostuve con la culata sobre el brazo, listo para llevarla al hombro. Oía la respiración ruidosa y jadeante que se acercaba y con los ojos fijos en el lugar exacto donde apenas a diez metros de mí el hombre iba a surgir, me resistía a la tentación de dar un vistazo a la pequeña planicie de abajo y a Thomas detrás de su murete. Me apliqué, concentrado e inmóvil, a distenderme y regular mi respiración.

Mi espera que, según creo, no duró más que unos pocos segundos, me pareció interminable, mi rodilla izquierda sobre el tocón se anquilosaba y sentía en todos mis músculos, incluso en los de la cara, un endurecimiento doloroso como si poco a poco me fuera trasformando en piedra.

Apareció la cabeza, luego los hombros, después el pecho. En su esfuerzo, o buscando un punto de apoyo para sus pies, el hombre tenía la cara inclinada y no me veía. Eché el arma al hombro, afirmé la culata en el hueco de la clavícula, apoyé la mejilla en ella y contuve la respiración. En ese momento sucedió algo que no estaba previsto: tenía en el extremo de mi línea de mira el corazón del padre. A esa distancia estaba seguro de matarlo. Pero mi dedo reposaba inerte sobre el disparador. No conseguía tirar.