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– ¿Qué alemana?

– La que se paseaba a caballo por los bosques.

Lo miro. Servicio de informaciones en carencia y móvil suplementario a no sobreestimar. El castillo y la dama. Motín salvaje con sentencia de muerte para el señor y violación subsiguiente de la castellana. El señor o los señores. Porque me entero de que para el padre, Thomas, Colin, Peyssou, Meyssonnier y yo éramos "los señores de Malevil" y que hablaba a menudo de nosotros, de nosotros que nunca lo habíamos visto, con rabia, con odio. Por su orden su hijo nos espiaba. Me detengo, le hago frente a Jacquet y lo miro a la cara:

– ¿Nunca te dijiste que habrías podido advertirnos a fin de impedir todos esos asesinatos?

Está parado frente a mí, con los ojos bajos, las manos a la espalda, transido de arrepentimiento. Me pregunto si no sería capaz de ahorcarse, si yo se lo sugiriera.

– Ah, sí, pero mi padre se hubiera enterado y me hubiera matado.

Porque por supuesto, el padre no sólo era invencible, sino omnisciente. Lo miro: complicidad de asesinato, atentado contra uno de nuestros compañeros, robo de un caballo.

– ¿Y bueno, Jacquet, qué vamos a hacer contigo?

Sus labios tiemblan, traga saliva, me mira con su mirada buena y temerosa y dice, ya resignado:

– No sé. Matarme, quizá.

– Eso es lo único que te mereces -dice Thomas, blanco de rabia, con los labios apretados. Lo miro. Debió sentir mucho miedo por mí cuando escalé la colina, y le parezco ahora demasiado indulgente.

– No, no te mataremos. Primero, porque matar es un pecado, como has dicho tú. Pero te vamos a llevar a Malevil y te privaremos de libertad durante un tiempo.

No miro a Thomas. Pienso, no sin una ligera diversión, hasta qué punto debe de estar asqueado viéndome utilizar una noción tan "clerical" como la de pecado. ¿Qué otra cosa, sin embargo, puedo hacer, sino hablarle a Jacquet en el idioma que entiende?

– ¿Solo? -dice Jacquet.

– ¿Cómo, solo?

– ¿Me llevan solo a Malevil?

Y como lo miro arqueando las cejas, agrega:

– Porque también está la Mémé…

Tengo la impresión de que va a continuar enumerando, pero se detiene.

– Si la Mémé quiere seguirnos, la llevaremos también.

Me doy cuenta de que hay otra cosa que lo inquieta. No es, me parece, la privación de su libertad, porque su rostro que es un libro abierto se oscurece, y se oscurece mucho más, en realidad, que cuando tuvo miedo de que lo mataran. Sigo caminando y voy a acosarlo a preguntas, cuando en el silencio de la quebrada desierta y devastada por donde vamos caminando entre los cadáveres verticales de los árboles negros todavía en pie de tanto en tanto en medio de las matas amarillentas y de la tierra quemada, estalla, bastante cercano, un relincho.

No es un relincho cualquiera. Y no es el de Amaranta, sino el triunfante, imperioso y tierno, de un padrillo que, antes de cubrir una hembra, da vueltas alrededor de ella y la pone en condiciones o, como decía mi tío, la anima.

– ¿Tienen pues un caballo?

– Sí.

– ¡Y no lo han castrado!

– No. El padre estaba en contra de eso.

Miro a Thomas. No creo lo que oigo. ¡Estoy en el colmo de la alegría! ¡Por una vez, bravo por el padre! Me pongo a correr como un chico. Mas, como el arco me incomoda se lo tiendo a Jacquet que lo recibe sin asombrarse, corriendo a mi lado, con su amplia boca bien abierta. Thomas, por supuesto, nos distancia en seguida en unas cuantas zancadas y a cada segundo aumenta su ventaja, tanto más cuanto yo aminoro mi esfuerzo, ya sin aliento.

Pero el puerto está ahí. Unos gruesos postes de castaño, negros pero en pie, de alrededor de un metro cincuenta de alto, con dos hileras de alambre de púa, encerrando delante de la "casa troglodítica" (3/4 gruta, 1/4 casa) un recinto de mil metros. En medio, atada a un esqueleto de árbol, trémula pero no rehacia, está mi Amaranta, con su pelo alazán recorrido por estremecimientos y su rubia crin echada para atrás con coquetas impaciencias. ¡Quién hubiera podido pensar que ese sacrilegio, aunque todavía no haya sido consumado, me colmaría de alegría! ¡Un pesado percherón de tiro montar a una anglo-árabe! No porque sea feo este esposo proletario. Gris oscuro, casi negro, tiene una grupa enorme, miembros fornidos, un potente lomo, un cogote que mis dos brazos no podrían rodear. En realidad, no deja de asemejarse, por el tamaño, a los amos del lugar. Y da vueltas alrededor de Amaranta, agitado y caracoleando, con una pesada agilidad, largando roncos relinchos, con el fuego saliéndole por los ojos. Espero que tenga conciencia del inaudito honor que le ha tocado, y que sepa notar la diferencia entre una gorda jamona de percherona y la graciosa Amaranta, a la que las necesidades de la supervivencia libran a sus requerimientos en la flor de la edad, apenas tres años cumplidos, y con ella, a una antigua casta de distinguidos ancestros.

En todo caso, la corteja con ardor pero sin brutalidad, dándole mordisquitos en los belfos, con la cabeza pegada a la suya, luego dándose vuelta patas contra cabeza, lamiéndole por debajo de la cola, presente de golpe en el otro flanco, luego posando su enorme cabeza sobre su cogote, retirándola, volviendo a la grupa, encerrando poca a poco a la potranca dentro de su pesada danza seductora, comunicándole su loca excitación, imponiéndole sin atropellarla, su autoridad, su potencia y su olor.

¿Cómo sabe cuál es el momento preciso en que Amaranta está lista para aceptarlo, sin coces ni defensas? Se yergue, gigantesco, sobre sus patas de atrás, batiendo el aire con sus patas delanteras para conservar su equilibrio, su larga crin negra agitada y acercándose así, alzado, torpe y formidable, a Amaranta, y se deja caer de nuevo sobre sus lomos. Ella cede con un gemido bajo el impacto de esa tonelada de músculos. Aguanta el choque, sin embargo, con la cola en alto por complacencia y él puede estrechar sus flancos con sus gruesas patas fornidas. Como tantea, Jacquet se adelanta con paso rápido, agarra a manos llenas el enorme miembro y lo desliza en su alojamiento. Amaranta se afianza sobre sus patas delanteras, tensas y temblorosas, para resistir las violentas sacudidas que su pareja le imprime. En ese momento, el padrillo se me presenta de perfil, y no he visto nunca la idea de potencia mejor expresada que en esa soberbia cabeza tendida hacia adelante, la crin negra agitada, los ollares dilatados y los ojos fieros, relampagueantes, clavados sin ver ante sí. Noto que no muerde la nuca de Amaranta para asegurarse la presa y que sigue suave en el momento de su triunfo.

Cuando el apareamiento ha terminado, se inmoviliza, con sus patas traseras temblando ligeramente. Cae ahora su cabeza hasta tocar con el belfo la crin de Amaranta. Se queda en esta posición un largo minuto con una expresión de agotamiento, la boca como caída y el fuego retirándose de sus ojos para dar lugar a la tristeza. Al fin se separa de la potranca con pesadez y, volviéndose a poner en cuatro patas, deja caer en tierra una pequeña parte del semen del que acaba de liberarse. Luego se sacude y de golpe, levantando la cabeza, volviendo de nuevo a ser él mismo, pega alrededor del recinto un potente galopito que lo trae con un relincho guerrero y a toda carrera hacia nosotros, como si fuera a aplastarnos. Apenas a un metro, hace un brusco desvío para evitarnos, mirándonos de lado, con aire travieso, con sus ojos presumidos y alegres, mientras que otra vez se aleja hacia el fondo del recinto, sin moderar la marcha. Hasta mucho tiempo después de haber dejado ese lugar, guardaré en mi oído el ritmo de los cuatro pesados cascos golpeando la tierra. En ese paisaje muerto y mudo, ese martilleo sordo me parece tan excitante como el recomienzo de la vida.

No hay una, sino dos casas de trogloditas, una al lado de otra, la primera para usar como habitación y la segunda para servir, me imagino, de henil, de establo y de pocilga. Están hechas con habilidad, con un saledizo en mampostería de alrededor de un metro y un techo en colgadizo que se empalma con la abertura de la gruta y que incluye una chimenea. Para el establo han dejado los ladrillos a la vista, pero para la casa, los han revocado con bastante cuidado. Han hecho una abertura en la pared de la planta baja para una puerta-ventana y una ventana, y en el primer piso, otras dos aberturas. Todas estas tienen vidrios y están flanqueadas de macizos postigos que todavía guardan rastros de pintura rojo oscuro. El conjunto, aunque hecho con poco gasto, no es miserable.

Por encima del colgadizo y de un cuarto del techo, hay aún unos quince metros de acantilado. Y su parte superior, abultada en redondo, domina la casa, protegiéndola de la lluvia y hasta dándole un aire de intimidad. Pero al mismo tiempo, ese voladizo es bastante horrible. Uno espera verlo resquebrajarse, agrietarse y aplastarse delante de la habitación. Sin embargo, probablemente hace milenios que conserva así su peligroso equilibrio. Y el Wahrwoorde, al instalarse ahí debió pensar que lo conservaría aun durante el breve período de una vida humana.

La disposición del conjunto es idéntica a la de nuestra Maternidad (salvo que yo no he hecho saledizo) y es esta disposición la que, el día del acontecimiento, ha salvado la vida de los trogloditas.

No veo ninguna otra instalación, aparte de, en el recinto, una casita que parece un amasadero.

Se me hace consciente una presencia y una mirada. Parada en el umbral de la habitación, una voluminosa vieja, vestida con un blusón negro bastante sucio, nos observa con cara de supersticioso asombro… Me pregunto si será esa la madre de mi enemigo, me adelanto y le digo molesto: