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– ¿Quedarme aquí? -grita, aterrorizada-. ¿Pero, qué voy a hacer aquí?

Sigue un raudal de palabras que escucho con atención y que me intriga, porque en él falta la única palabra que hubiera esperado de ella: "sola".

Porque quedar "sola" en El Estanque es lo que la debería asustar. Y ella que lo dice todo, no lo ha dicho. Levanto la nariz y huelo el aire como un perro de caza. Sin resultado. Sin embargo, algo me oculta esta menina. Lo supe desde el principio. Algo o alguien. No la escucho más. Y ya que me falta el olfato, utilizo mis ojos. Miro la pieza, la inspecciono minuciosamente. Frente a mí, sobre el tabique de ladrillos a la vista del saledizo, a unos cuarenta centímetros del piso observo una estantería en la que están alineadas todas las botas de la casa. Interrumpo a la Falvina y digo con voz breve:

– Tu hija Raimunda ha muerto. Luis también, Jacquet está enterrando al Wahrwoorde. La Cati estaba colocada en La Roque. ¿Estamos de acuerdo?

– Pero sí -dice la Falvina, desconcertada.

La miro y digo haciendo restallar mi voz como un látigo:

– ¿Y Miette?

La Falvina abre la boca como un pescado. No le doy tiempo a contestar.

– Sí, Miette. ¿Dónde está Miette?

Parpadea y contesta con voz débiclass="underline"

– También estaba colocada en La Roque. Y solo Dios sabe lo que ella…

La interrumpo.

– ¿En casa de quién?

– En lo del alcalde.

– ¿Como Cati, entonces? ¡Tenía dos sirvientas el alcalde!

– No, espera, me equivoco. En la posada.

Me callo. Bajo los ojos. Miro sus pantorrillas, son enormes.

– ¿Sufres de las piernas?

– ¡Si sufro de las piernas! -dice, jadeante, tranquilizada, feliz con este cambio-. Es mi circulación. Las ves -se levanta las polleras para mostrármelas-, y las varices y de todo.

– ¿Cuando llueve te pones botas?

– Nunca. ¡Te imaginas, no podría! Sobre todo después de que tuve mi flebitis…

En el capítulo de sus piernas es inagotable. Pero esta vez, ni simulo escucharla. Me levanto, con la carabina en mano, y dándole la espalda a la Falvina, me dirijo a la estantería de las botas. Hay tres pares de goma amarilla de gran tamaño, 44 ó 46, y al lado un par mucho más chico, negro, con tacos más altos, del 38, no más. Paso la carabina a la mano izquierda, agarro el par chico con la mano derecha, me doy vuelta y de donde estoy, sin dar un paso, lo levanto por encima de mi cabeza y revoleándolo lo hago llegar hasta los pies de la Falvina, sin decir una palabra.

La Falvina da un paso atrás, mira las dos botas tiradas sobre el cemento como serpientes listas para morder. Lleva sus dos gordas manos a su cara y las planta sobre las mejillas. Está violeta. No se atreve a mirarme.

– Vete a buscarla, Falvina.

Un corto silencio. Me mira. Se tranquiliza. Su expresión cambia. En medio de su cara abotargada, se nota en sus ojos negros un hipócrita descaro.

– ¿No prefieres ir tú mismo? -dice con intención.

Y como no contesto, sus mofletes refluyen de cada lado de su boca, sus dientes, pequeños y puntiagudos, aparecen, y me dirige una sonrisa glotona. Me pregunto si, después de todo, la quiero lo suficiente a la Falvina. Ah, ya sé que desde su punto de vista es muy natural. He vencido y matado al padre. A mi vez soy pues el padre, un respeto religioso me rodea, todo me pertenece. Miette también. Pero precisamente, estoy tratando de renunciar, no sin esfuerzo, y más por razón que por virtud, a mi derecho señorial.

Digo sin alzar la voz:

– Te he dicho que la vayas a buscar.

Su sonrisa se desvanece, baja la cabeza y se va. Se va temblando como una gelatina. Los hombros, las caderas, las nalgas, las enormes pantorrillas, todo se mueve.

Vuelvo a sentarme en el fondo de la mesa, frente a la puerta. Mis manos, que apoyo en la tabla de roble ennegrecida por las lavadas, tiemblan, casi con desesperación trato de controlarme.

Sé muy bien que lo que va a aparecer ante mí dentro de un instante será a la vez una alegría muy grande y un peligro muy grande. Sé muy bien que esta Miette, que va a vivir sola en una comunidad de seis hombres, sin contar a Momo, va a plantearnos problemas terroríficos, y que yo no tengo que cometer ni un solo error, si quiero que la vida siga siendo posible en Malevil.

– Esta es Miette -dice Falvina, empujándola delante de ella en la pieza.

Si tuviera cien ojos, tampoco serían suficientes para mirarla. Veinte años, quizás. Y qué engañador es ese nombre de Miette (miguita). De su Mémé, tiene los ojos negros y la cabellera lujuriosa, en ella como ala de cuervo. Pero de altura tiene unos buenos diez centímetros más, las espaldas anchas y bien delineadas, el pecho alto y redondeado como una adarga, la cadera curva y la pierna musculosa. Ah, por cierto, si tuviera ganas de criticarla podría encontrar que su nariz es un poco larga, su boca un poco grande, su barbilla un poco demasiado preminente. Pero no puedo, lo admiro todo, incluso su rusticidad.

No lo veo, pero sé por el movimiento que me imprimen, que mis manos tiemblan cada vez más. Las escondo debajo de la mesa y contra su borde me apoyo con el pecho y los hombros, la mejilla contra el cañón de mi escopeta, devorando a Miette con los ojos, privado de voz. Comprendo lo que sintió Adán cuando una linda mañana encontró a su lado una Eva recién torneada.

No es posible estar más petrificado de admiración ni más embobado de ternura de lo que yo estoy. En esta gruta en el fondo de la que estoy metido con mis armas, luchando por mi supervivencia, Miette derrama luz y calor. Su blusita remendada estalla, su pollera de tela roja desteñida, gastada y en muchas partes comida por la polilla, se comba muy por encima de la rodilla. Tiene las piernas un poco fuertes, como las mujeres esculpidas por Maillol y con sus largos pies desnudos se apoya en el suelo del que parece sacar su fuerza. Es un magnífico animal humano, es futura madre de todos los hombres.

Me arranco a mi contemplación, me enderezo en la silla, tomo el borde de la mesa con mis dos manos, con los pulgares arriba, los dedos debajo, y digo:

– Miette, siéntate.

Mi voz me suena débil y ronca. Anoto que tengo que reafirmarla en lo sucesivo. Miette, sin una palabra, se sienta ahí adonde antes estaba Jacquet, separada de mí por todo el largo de la mesa. Sus ojos son bellos y dulces. Me mira sin ninguna turbación, con ese aire serio que tienen los niños cuando miran a un recién llegado a la casa.

– Miette -me gusta ese nombre: Miette-, llevamos a Jacquet con nosotros.

Una inquietud atraviesa sus ojos oscuros y agrego en seguida:

– No te inquietes, no le haremos ningún mal. Y si tu Mémé y tú no se quieren quedar solas en El Estanque, pueden venir a vivir con nosotros en Malevil.

– ¡Y bueno, a la verdad, quedarnos solas en El Estanque! -dice la Falvina-, y que te estoy muy agradecida, muchacho…

– Me llaman Emanuel.

– Y bueno, gracias, Emanuel.

Me doy vuelta hacia Miette.

– ¿Y tú, Miette, estás de acuerdo?

Inclina la cabeza sin decir una palabra. No es conversadora, pero sus ojos hablan por ella. No me abandonan. Están en tren de juzgar y de aquilatar al nuevo amo. Vamos, Miette, tranquilízate, no encontrarás en Malevil más que amistad y cariño.

– ¿De dónde te viene el nombre de Miette?

– En realidad se llama María -dice la Falvina- pero cuando nació era muy chiquita, ya que había nacido antes de término, la pobre, a los siete meses. Y Raimunda la llamaba siempre Mauviette (alondra). Y entonces nuestra Cati, que en esa época tenía tres años, le decía "Miette" y le quedó así para siempre.

Miette no dice nada, pero quizá porque me he interesado por su nombre, me sonríe. Sus rasgos son a lo mejor un poco marcados, por lo menos según los cánones de la belleza urbana, pero cuando sonríe se iluminan y suavizan de una manera inimaginable. Es una sonrisa deliciosa, plena de buena fe y confianza.

La puerta se abre y entra Jacquet, seguido de Thomas. A la vista de Miette, Jacquet se detiene, palidece, la mira, se da vuelta hacia la Falvina y hace un gesto como para tirarse encima de ella exclamando furioso:

– Sin embargo te había dicho…

– ¡Eh, vamos, despacio! -dice Thomas que toma muy en serio su papel de guardián.

Se adelanta para moderar a su prisionero, ve a Miette que el cuerpo de Jacquet ocultaba y se inmoviliza, petrificado. La mano que iba camino del hombro de Jacquet recae a lo largo de su cuerpo.

– Jacquet, no fue tu Mémé la que me dijo que Miette se escondía. Fui yo quien lo adivinó.

Jacquet me mira, boquiabierto. Ni un instante pone en duda mi palabra. Me cree. Mejor todavía: se arrepiente de haber tratado de ocultarme algo. Soy el sucesor del padre: soy infalible y omnisciente.

– ¡De todos modos no te ibas a creer más vivo que los señores de Malevil! -dice la Falvina con irrisión.

Ya soy plural, ahora. "Mi muchacho" o los señores. Nunca el término preciso. Miro a la Falvina. En su caso, sospecho un poco de bajeza. Pero no la quiero juzgar demasiado rápido. ¿Quién no se hubiera corrompido en diez años de esclavitud en lo del troglodita?

– Jacquet, cuando te fuiste para enterrar al padre ¿qué le dijiste en voz baja a la Mémé?

Con las manos a la espalda, la cabeza sobre el pecho, los ojos al suelo, dice con vergüenza:

– Le pregunté dónde estaba Miette, y me dijo en el hórreo. Y le dije que no se lo dijera a los señores.