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– Eso es verdad -dice Dumont.

Lo miro. Meyssonnier acaba de perder su mejor aliado.

– Vamos, vamos -dice el pequeño Colin de pronto dándose vuelta hacia Meyssonnier-. ¡basta! Si Comte ha reconocido su culpa ¿qué más quieres?

Meyssonnier va a abrir la boca, cuando Peyssou, contento de tomarse la revancha, exclama con un gran gesto:

– ¡Todo eso no son más que tonterías!

– Escucha, Meyssonnier -digo yo, aparentando la mayor equidad-. Te he llamado puerco, tú me has llamado puerco, y bueno, ya está, estamos a mano.

Meyssonnier se pone colorado.

– No te he llamado puerco -dice con indignación.

Miro al Círculo, meneo la cabeza melancólicamente y me callo.

– Incluso le has dicho "eso mismo lo pienso de ti" -dice Giraud.

– Pero no es lo mismo -dice Meyssonnier, que siente sin poderlo expresar toda la diferencia que hay entre un eventual insulto y un insulto efectivamente proferido.

– Eres muy quisquilloso, Meyssonnier -digo con tristeza.

– No importa -exclama Meyssonnier en un último sobresalto de energía-, has ofendido a la religión, y eso no lo puedes negar.

– ¡Pero no lo niego! -digo abriendo las dos manos en un gesto de buena fe-. Incluso lo he reconocido no hace un minuto. ¿No es así?

– Es verdad -exclama el Círculo.

– Y bueno, ya que he ofendido a la religión -digo con voz firme- iré a presentar mis excusas a quien corresponda. ("A quien corresponda" es una expresión de mi tío).

El Círculo me mira con inquietud.

– ¡Pero no se te ocurrirá mezclar al cura en nuestras cosas! -grita Dumont.

Dijo eso porque, según nuestro parecer, el padre Lebas es un mal pensado. En la confesión, tiene una manera muy humillante para nosotros de tratar como cosas sin importancia a todos nuestros pecados, salvo uno.

El diálogo se desarrolla como sigue:

– Padre, me acuso de haber sido orgulloso.

– Bueno, bueno. ¿Y qué más?

– Padre, me acuso de haber hablado mal del prójimo.

– Bueno, bueno. ¿Y qué más?

– Padre, me acuso de haberle mentido al maestro.

– Bueno, bueno. ¿Y qué más?

– Padre, me acuso de haber robado diez francos del monedero de mi madre.

– Bueno, bueno. ¿Y qué más?

– Padre, me acuso de haber hecho cosas malas.

– ¡Ah, ah! -dice el padre Lebas-. ¡Al fin llegamos!

Y la inquisición empieza: ¿Con una chica? ¿Con un varón? ¿Con un animal? ¿Solo? ¿Desnudo o vestido? ¿Acostado o parado? ¿En tu cama? ¿En el baño? ¿En el bosque? ¿En la clase? ¿Delante de un espejo? ¿Cuántas veces? ¿Y en qué piensas cuando haces eso? (Bueno, pienso que lo hago, contesta Peyssou.) ¿En quién piensas? ¿En una chica? ¿En un compañero? ¿En una mujer adulta? ¿En una parienta?

Cuando hubimos fundado el Círculo, una de las primeras cosas que juramos fue la de dejar al cura en la ignorancia de nuestras actividades, de tal modo nos parecía evidente que nunca aceptaría creer en la inocencia de una sociedad secreta reunida a escondidas en un sitio ignorado de los adultos. Y sin embargo, "inocente", en el sentido en que el padre entendía esa palabra, el Círculo lo era.

Me encojo de hombros.

– Seguro que no le voy a hablar al padre. ¿Para empezar otra vez con todo el asunto? Ni se les ocurra. He dicho que iré a excusarme a quien corresponda. Y ahí voy.

Me levanto y digo con tono seco y pomposo:

– ¿Vienes, Colin?

– Sí -dice el pequeño Colin, orgulloso de haber sido el elegido.

Y, calcando su paso al mío, sale detrás de mí, dejando al Círculo en el colmo de la sorpresa.

Nuestras bicicletas están escondidas entre las malezas, delante de Malevil. -Dirección Malejac -digo lacónicamente.

Pedaleamos juntos, pero en silencio, aun en el llano. Quiero mucho al pequeño Colin, y en sus inicios en el colegio lo protegí mucho, porque en medio de esos robustos muchachos que, a los doce años, conducen ya un tractor, él es liviano y menudo como una libélula, con ojos color avellana, vivos y maliciosos, cejas en circunflejo y una boca cuyas comisuras ascienden hacia las sienes.

Creí encontrarme con la iglesia desierta, pero apenas nos instalamos en el banco de los catecúmenos, el padre Lebas sale de la sacristía, arrastrando los pies y con la espalda encorvada. En la semipenumbra, veo con profundo disgusto surgir de detrás de una columna su larga nariz caída y su prominente barbilla.

En cuanto nos ve, a esa hora desacostumbrada, en su iglesia, se precipita hacia nosotros como el milano sobre el ratón y hunde en los nuestros sus ojos penetrantes.

– ¿Y qué vienen a hacer aquí ustedes dos? -dice con brusquedad.

– Vengo a rezar una oración -digo mirándolo con el más azul de mis ojos, con las dos manos cruzadas con decencia sobre mi bragueta.

Y agrego con aire inocente:

– Como usted nos lo ha recomendado.

– ¿Y tú? -dice rudamente, dándose vuelta hacia Colin.

– Yo igual -dice Colin, que con su boca maliciosa y sus ojos brillantes le quita mucha seriedad a su respuesta.

Con la mirada cargada de sospechas, el padre nos mira de hito en hito.

– ¿No será más bien que vienen a confesarse? -dice dirigiéndose a mí.

– No, padre -digo con voz firme.

Y agrego:

– Ya me confesé el sábado.

Se endereza furioso y me dice con una mirada cargada de significación:

– ¿Y me vas a decir que no has pecado desde el sábado?

Me pongo nervioso. El padre no ignora ¡ay! mi pasión incestuosa por Adelaida. Incestuosa, así por lo menos pienso que es, desde el momento que el padre me ha dicho:

– ¡Y no tienes vergüenza! ¡Una mujer que tiene la edad de tu madre!

Y no sé por qué, agregó:

– Y que pesa el doble que tú.

Porque, en el fondo, el amor no es una cuestión de kilos. Sobre todo cuando no se trata más que de "malos pensamientos".

– Oh, sí -dije yo-, pero nada de importancia.

– ¡Nada de importancia! -dijo, juntando las niazos escandalizado-. ¿Qué, por ejemplo?

– Y bueno -dije al azar- le he mentido a mi padre.

– Bueno, bueno -dice el padre Lebas-. ¿Y qué más?

Lo miro. ¡Me imagino que no me va a confesar así de sopetón, sin mi consentimiento, en medio de la iglesia! ¡Y por añadidura, delante de Colin!

– No ha habido nada más -digo yo con firmeza.

El padre Lebas me lanza una mirada aguda pero yo la recibo en la superficie de mis límpidos ojos y recae sin fuerza a lo largo de su nariz.

– ¿Y tú? -dice dirigiéndose a Colin.

– Yo igual -dice Colin.

– ¡Tú igual! -refunfuña el padre-. ¡Tú también le has mentido a tu padre! ¡Y no te parece que eso tenga importancia!

– No, padre -dice Colin- yo, es a mi madre a quien he mentido -y las comisuras de sus labios ascienden, hacia las sienes.

Tengo miedo de que el padre Lebas estalle y nos eche del santo lugar. Pero consigue dominarse.

– Entonces -dice en un tono casi amenazador dirigiéndose siempre a Colin-. ¿Se te ocurrió la idea así no más de entrar en la iglesia para rezar un poco?

Abro la boca para contestar, pero el padre Lebas me interrumpe.

– ¡Tú, Comte, te callas! ¡Ya te conozco! ¡Nunca te falta una respuesta! ¡Deja hablar a Colin!

– No, padre -dice Colin-, no fui yo quien tuvo la idea, fue Comte.

– ¡Ah, fue Comte! ¡Perfecto! ¡Perfecto! ¡Todavía más inverosímil! -dice el padre Lebas con una pesada ironía-. ¿Y adónde estaban cuando a él se le ocurrió esa idea?

– Por la carretera -dice Colin-. Íbamos, así, sin pensar en nada, cuando de golpe Comte me dice, oye, y si fuéramos a rezar un ratito a la iglesia. Buena idea, le digo. Y eso fue -agrega Colin, con las comisuras de la boca que se le levantan sin que se dé cuenta.

– "Oye, y si fuéramos a rezar un ratito a la iglesia" -parodia el padre Lebas con furia contenida.

Y agrega con voz rápida como una estocada:

– ¿Y de dónde venían cuando andaban en bicicleta por la carretera?

– De las Siete Hayas -dice Colin sin vacilar.

Y eso de parte de Colin fue genial, porque si en Malejac hay una persona a quien justamente el padre Lebas no puede dirigirse para verificar el empleo de nuestro tiempo, ese es mi tío.

La mirada tonta del padre Lebas va de mis transparentes ojos a la sonrisa en forma de góndola de Colin. Se encuentra en la misma situación que un mosquetero que, en un duelo, ve volar su espada a diez pasos: es por lo menos esa la imagen que me hago, para rendir cuentas de nuestra conversación en el Círculo.

– ¡Y bueno, recen, recen! -dice por fin el padre Lebas con acritud-. ¡Bien que lo necesitan los dos!

Nos da vuelta la espalda, como si nos abandonara al Maligno. Y arrastrando los pies, encorvado, empujando hacia adelante su pesado perfil, vuelve a la sacristía cuya puerta suena detrás de él.

Cuando todo ha vuelto a entrar en el silencio, cruzo mis brazos sobre el pecho, fijo los ojos en la lucecita del tabernáculo, y digo en voz baja, pero de manera de ser oído por Colin.

– Dios mío, pido perdón por haber ofendido a la religión.

Si en ese momento la puerta del tabernáculo se hubiera abierto iluminándose, y si una voz grave y bien timbrada como la de un locutor de radio hubiera dicho, hijo mío, y como penitencia vas a recitar diez Padrenuestros, no me hubiera extrañado demasiado. Pero no pasó nada, y me vi obligado a tomar mi voz por la suya e infligirme a mí mismo los diez Padrenuestros. Por una cuestión de simetría al punto, casi agrego diez Avemarías, pero renuncio en seguida, porque me digo que si por una casualidad Dios es protestante, Él no me estaría muy agradecido de que pusiera a la Virgen demasiado en primer plano…