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Lo miro.

– ¿Era porque esperabas evadirte de Malevil para venir a buscarla y escaparte con ella?

Está como la grana. Dice en voz baja:

– Sí.

– ¿Y adónde hubieras ido? ¿Cómo la hubieras alimentado?

– No sé.

– ¿Y la Mémé? ¿Se hubiera quedado en Malevil?

La Falvina, que se ha puesto de pie a la entrada de los dos hombres (¿reflejo inculcado por el Wahrwoorde?), está parada al lado de Miette, y como está bastante cansada, con las dos manos se apoya en la mesa.

– No había pensado en la Mémé -dice Jacquet, confuso.

– ¡Y bueno, hay que ver! -dice la Falvina, y una gruesa lágrima desborda de sus ojos.

Me figuro que tiene el llanto fácil, pero de todos modos, seguro que Jacquet era el preferido. Hay por qué estar un poco triste.

Miette pone su mano sobre la de la Falvina, levanta la cabeza hacia ella y la mira moviendo la cabeza con aire de decir, pero yo, yo no te hubiera abandonado. Me gustaría mucho oír la voz de Miette, pero por otro lado, comprendo que no hable, su mirada lo dice todo. Quizá sea del tiempo del Wahrwoorde y del silencio que aquél debía imponer cuando tomó la costumbre de esas mímicas. Prosigo:

– ¿Jacquet, estabas de acuerdo con Miette para ese plan?

Miette sacude la cabeza con energía y Jacquet la mira, abatido.

– No -dice con una voz que apenas oigo.

Un silencio.

– Miette -digo- viene a Malevil con nosotros, por su propia voluntad. La Mémé también. Y a partir de este momento en que te estoy hablando, Jacquet, nadie tiene el derecho de decir: Miette es mía. Ni tú. Ni yo. Ni Thomas. Ni nadie en Malevil. ¿Has comprendido?

Dice que sí con la cabeza. Sigo:

– ¿Por qué has tratado de ocultarme la presencia de Miette en El Estanque?

– Sabes muy bien por qué -dice con voz débil.

– ¿Tenías miedo de que me acostara con ella?

– Ah, no, para eso, si ella está de acuerdo, es tu derecho.

– ¿Que la fuerce, entonces?

– Sí -dijo en voz baja.

En mi opinión, el matiz es por completo a su favor. No pensaba en él mismo, sino en Miette. Sin embargo, siento que tengo que ser un poco severo. Me desarma con sus dulces ojos de perro. Es un error. Tengo que inculcarle una conducta, puesto que va a vivir con nosotros.

– Escucha, Jacquet. Hay algo que es necesario que comprendas. Es en El Estanque donde se viola, se golpea a la gente y se roba el caballo al vecino. En Malevil, no se hace nada por el estilo.

¡Con qué cara recibe esta reprimenda! Y yo, no debo estar muy dotado para hacer la moral. Lo que quiere decir, supongo, que no soy un sádico: la vergüenza del otro no me produce placer.

Corto en seco.

– ¿A tu caballo, cómo lo llamas?

– Malabar.

– Bueno. Vas a enganchar a Malabar al remolque. Hoy no vamos a poder mudar más que una parte. Volveremos mañana con Malabar, y además, con Amaranta enganchada en nuestro remolque. Haremos tantos viajes como sea necesario.

Jacquet, camino en seguida hacia la puerta, contento de hacer algo. De bastante mala gana, me parece, Thomas gira sobre sus talones para acompañarlo. Lo llamo.

– No vale la pena, Thomas. ¡Te imaginas si se va a escapar ahora!

Thomas vuelve sobre sus pasos, contento de no verse privado de la vista de Miette. Se vuelve a engolfar de nuevo. Encuentro bastante idiota su aire fascinado, olvidándome que yo mismo, hace un rato, debí tener el mismo. En cuanto a Miette, sus ojos magníficos no dejan los míos, o más exactamente mis labios de los que parece seguir, cuando hablo, todos los movimientos.

Insisto. Me preocupa que todo quede claro.

– Miette, hay algo que quiero decirte. En Malevil, nadie te forzará a hacer lo que tú no quieras.

Y como no contesta, sigo:

– ¿Has comprendido?

– Pero, seguro que ha comprendido -dice la Falvina.

Digo con impaciencia:

– Pero déjala hablar, Falvina.

La Falvina se da vuelta hacia mí:

– No puede responderte. Es muda.

VIII

¡Esa vuelta a Malevil a la caída de la noche! Yo cabalgaba a la cabeza, en pelo sobre Amaranta, con mi carabina en bandolera, el cañón cruzándome el pecho, Miette rodeándome la cintura por detrás, porque a último momento me había dado a entender con su mímica que le gustaba ir a la grupa. Iba al paso, porque Malabar, que hubiera seguido a mi potranca hasta el fin del mundo, se ponía a trotar cuando ella se adelantaba demasiado, imprimiendo a la carreta un movimiento demasiado vivo. Esta, además de la Falvina, del Jacquet y de Thomas, acarreaba un increíble amontonamiento de colchones y bienes perecederos. Y además de todo esto, atada detrás con una cuerda, marchaba dando tumbos, una vaca preñada con un enorme vientre y que la Falvina no había querido dejar en El Estanque, ni siquiera una noche, porque estaba por depositar, según me dijo ella.

Tomamos por la planicie y la ex granja de Cussac, reducida a cenizas, porque no era cuestión, con el remolque, de pasar los muros de piedra seca que cortaban la pequeña llanura bajando hacia los Rhunes. Por otra parte Jacquet me aseguró que el camino, aunque más largo, no estaba repleto de troncos calcinados. Lo había tomado varias veces cuando por orden del padre venía hasta la proximidad de Malevil para espiarnos.

Cuando el remolque hubo franqueado, no sin trabajo, la pradera en cuesta que ascendía hasta lo de Cussac, nos encontramos en el camino asfaltado y como ya era de noche, tuve la tentación de adelantarme para tranquilizar a mis compañeros de Malevil. Pero cuando vi, o mejor dicho cuando escuché a Malabar que se ponía a trotar detrás de Amaranta sobre el macadam, y a la vaca mugir detrás del remolque porque el cabestro tendido la estrangulaba, retuve mi animal y volví a ponerme al paso. La pobre vaca tardó mucho en reponerse de su emoción, a pesar de los consuelos que le prodigaba la Falvina, peligrosamente asomada por la trasera del remolque. Acoto que se llamaba Marquesa, lo que la colocaba dentro de la escala nobiliaria muy por debajo de nuestra Princesa. Mi tío insistía que fue en tiempos de la Revolución, cuando comenzó la caza de los ex nobles, cuando los campesinos de nuestros alrededores, por irrisión, les pusieron a sus animales esos títulos. Era lo menos que podían hacer, concluía la Menou, después de todo el mal que nos han hecho, que hasta bajo Napoleón III, no lo podrás creer, Emanuel, hubo un conde de La Roque que colgó a su cochero porque le había desobedecido, y ni siquiera mereció un día de cárcel.

Me remontaba mucho más allá en el tiempo de la Revolución cuando divisé a lo lejos, iluminado por las antorchas, el torreón del castillo. Se me calentó el corazón de volver a verlo. Y supe exactamente lo que sentía el señor de la Edad Media cuando, después de haber guerreado a lo lejos, volvía a su casa, indemne y victorioso, trayendo a su guarida carretas repletas de botín y de cautivos. Claro es que no era del todo igual. Yo no había violado a Miette y ella no era mi cautiva. Por el contrario, la había liberado. Pero el botín era considerable y compensaba con creces las tres bocas de más para alimentar: dos vacas, una, la Marquesa, próxima a parir, otra en plena lactancia dejada provisoriamente en El Estanque en compañía de un toro, un verraco y dos marranas (no cuento el cerdo convertido en chacinado), dos o tres veces más gallinas que las de la Menou, y sobre todo, trigo en cantidad, puesto que el Wahrwoorde tenía la costumbre de hacer su pan. Su granja pasaba por ser pobre porque el Wahrwoorde no gastaba nada. En realidad, como ya he dicho, tenía algunas tierras buenas sobre la meseta del lado de Cussac. Y esta noche no llevaba conmigo ni la décima parte de las riquezas del Estanque. Calculaba que haría falta todo el día siguiente y pasado mañana y varios viajes con los dos remolques para acarrear todo, cosas y animales.

Es curioso cómo la falta de auto cambiaba el ritmo de la vida: de Cussac a Malevil, a paso de caballo, necesitamos una hora en tanto que, con mi coche, hubiera puesto diez minutos. Y qué de pensamientos en ese lento balanceo-contoneo en pelo sobre Amaranta, de la que sentía el calor y el sudor, y detrás de mí, Miette, con sus dos brazos alrededor de mi cintura, con la cara apretada contra mi nuca y sus pechos contra mi espalda. ¡Qué de regalos me hacía! ¡Y qué sabia lentitud! Por primera vez después del día del acontecimiento, me sentía feliz. Bueno, no, no del todo feliz. Pensaba en Wahrwoorde bajo el suelo, con la boca y los ojos llenos de tierra que también llenaba su pecho. ¡Un astuto sire! ¡Un enérgico paria! Viviendo según su ley, no aceptando ninguna otra. Coleccionando machos, también. Porque era un lujo excepcional encontrarlos reunidos en una granja tan chica: un verraco, un padrillo, un toro, y eso en una región donde todos los cultivadores no crían más que hembras, todas nuestras vacas eran vírgenes inseminadas; en cambio el Wahrwoorde respetaba el principio masculino. No era únicamente un caso de autarquía el suyo. Adivinaba un culto casi religioso por el animal viril y dominador. Él mismo era el supermacho de la aparcería humana del Estanque considerando que todas las mujeres de la familia le pertenecían, nueras incluso, desde la pubertad.

Nos acercamos a Malevil y me cuesta ahora retener a Amaranta que, a cada rato, se pone al trote. Pero a causa de esa pobre Marquesa que camina detrás de la carreta con su abultado vientre bamboleando entre sus cortas patas, la retengo con mano firme, con los codos pegados al cuerpo. Me pregunto qué pensará mi potranca de la jornada que ha pasado. Secuestrada, desflorada y devuelta al redil. Claro, ahora me doy cuenta por qué ha seguido al raptor: ha sentido en él el olor del padrillo. Y ahora, Lindo Amor también ha debido sentir nuestra llegada, porque un relincho lejano llega hasta nosotros, al que responden Amaranta, y pasado el momento de sorpresa (¡cómo, una segunda yegua!) la fuerte voz de Malabar. La noche que cae está llena de olores animales que viajan, se llaman y se contestan. Sólo nosotros no sentimos nada. Al menos por la nariz, porque Miette se amolda todo a lo largo de mi cuerpo, pegados contra mí sus muslos, su vientre y sus pechos. Cuando Amaranta apura el trote, Miette se aprieta más contra mí, se prende con toda su alma con sus dos manos enlazadas una con otra sobre mi vientre. Sin duda es la primera vez que monta en pelo. No lo olvidará. Yo tampoco. Todas esas curvas detrás de mí viven, palpitan y me tienen al calor. Me siento hundido, acolchado, hospedado. Si por lo menos pudiera relinchar, yo también, en lugar de pensar. Y no tener miedo del futuro en el seno de mi felicidad presente.