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Han sido pródigos en antorchas, en Malevil. Dos sobre el torreón y dos clavadas en las troneras del castillete. Mi corazón golpea, miro mi maravilloso castillo, tan fuerte, tan bien guardado. Y mientras subimos la empinada cuesta que va a llevarnos hasta él, admiro en segundo plano, en el claroscuro de las antorchas, el inmenso torreón vertical y delante de mí el castillete de entrada, y siguiendo, la muralla sobre la cual de inmediato, tendiendo el cuello entre las almenas, aparecen unas sombras que todavía no identifico. Alguien blande una antorcha por encima del parapeto. Alguien grita:

– ¿Eres tú, Emanuel?

Lamento no tener estribos. Me levantaría sobre Amaranta.

– ¡Soy yo! ¡Es Thomas! ¡Traemos gente!

Exclamaciones. Palabras confusas. Oigo el sordo crujido de los dos batientes de la pesada puerta de roble que giran. Los gruesos goznes están bien aceitados, es la madera la que se queja al ser desplazada. Franqueo el umbral, reconozco al porta-antorcha: Momo.

– ¡Momo, cierra la puerta detrás de la vaca!

– ¡Emanouel! ¡Emanouel! -grita el Momo en el colmo de la excitación.

– ¡Una vaca! -grita la Menou riendo de contento-. ¡Y fíjense que nos trae una vaca!

– ¡Y un padrillo! -grita Peyssou.

¡Parezco un héroe! ¡Qué de palabras a mi alrededor! Veo negras siluetas que se agitan. Todavía no distingo las caras. Y Lindo Amor que de su box, ahora a pocos metros de nosotros, ha sentido cómo el padrillo relincha a todo lo que da, golpea los cascos contra su puerta, mete un ruido infernal, y Malabar y Amaranta le contestan por turno. Delante de La Maternidad me detengo para que Lindo Amor, viendo nuestros caballos, se calme. No sé si los distingue, pero en todo caso se calla. En cuanto a mí, no veo ni jota, porque Momo, el porta-antorcha, está cerrando la pesada puerta y la Menou, que detenta la linterna eléctrica (la primera vez que la usa desde que se la he confiado) inspecciona la vaca al final del convoy. Los compañeros se han reunido alrededor de Amaranta y distingo ahora a Peyssou por el vendaje blanco que le envuelve la cabeza. Alguien, Colin me parece, dado su tamaño, ha tomado las riendas de la yegua, y como ésta baja la cabeza, paso mi pie derecho por encima del cogote y me bajo de volteo, costumbre que no me gusta nada porque me parece teatral, pero no había otro modo de hacerlo, con Miette a la espalda, de la que acabo de desanudar las manos. Apenas en tierra, Peyssou me agarra bruscamente y sin ningún pudor, me besa. ¡Basta, babosa! ¡Acábala de babearme encima! Risas, alboroto, palmadas, insultos, grandes codazos. Por fin me acuerdo de Miette. La bajo tomándola por la cintura. ¡Vale lo que pesa! Digo: esta es Miette.

En ese momento vuelve Momo, blandiendo la antorcha, y Miette, de golpe, surge de la oscuridad, con todos sus relieves, aureolada con su larga cabellera negra. Silencio de muerte. Los tres petrificados. Momo también, cuya antorcha sin embargo tiembla en el extremo del brazo. Miradas brillantes y fijas. Ningún otro ruido salvo el de las respiraciones. Y a algunos metros de nosotros el monólogo de la Menou que, al final del convoy, recibe a la vaca extraña con cariño y en dialecto. Ah, mi linda, ah, mi bonita, ah mi gorda, ya estás lista a parir, y toda sudada también, ¡mi pobrecita, cómo te han hecho trotar en el estado en que te ves, con tu ternero tan bajo ya!

Como el silencio de los compañeros continúa y ninguno de ellos aún no ha movido ni brazos ni piernas, tomo el partido de presentarlos uno después de otro. Éste es Peyssou. Éste es Colin. Éste es Meyssonnier. Éste es Momo. A cada uno, Miette le tiende la mano y la aprieta. Ni una palabra. La petrificación persiste. Salvo que de golpe Momo, bailando, se pone a gritar: ¡Mémienne! ¡Mémienne! (deformación de Miette, se me ocurre), y blandiendo la antorcha, nos deja en la oscuridad para prevenir a su madre. Aquí viene. Y como la antorcha se ha ido con Momo no se sabe adónde, quizás a contemplar la vaca, la Menou asesta su lámpara sobre Miette y la inspecciona de arriba a abajo. Los redondos hombros, la pechera curva, las fuertes caderas, las piernas musculosas, todo pasa.

– ¡Y bueno! -dice-. ¡Y bueno!

Ni una palabra más de esta es mía. Miette, muda, es muda. Los compañeros convertidos en piedra. Y en la manera con que la Menou demora la vuelta de la lámpara sobre el cuerpo robusto de Miette, siento su aprobación. Por lo menos en cuanto al vigor, la aptitud para la reproducción, la fuerza de trabajo. Aparte de su "¡Y bueno! ¡Y bueno!", no dice nada. Se calla. Ni una palabra. Reconozco ahí su prudencia. Y su misoginia. Sé muy bien lo que está pensando: De todos modos no es posible que esos limones se les suban a la cabeza, muchachos. Una mujer, es una mujer. Y mujeres, las hay muy pocas buenas.

No sé si Miette está incómoda con el doble silencio, el boquiabierto de los compañeros, y el otro, descortés, de la Menou, pero Thomas salva la situación bajando de un salto de la carreta. Lo veo ¡es el colmo! que del suelo se hace alcanzar las dos escopetas por nuestro prisionero trepado todavía en el remolque. Y aquí lo tenemos entre nosotros, cubierto de armas. Es muy bien recibido. Quizá no como yo, en el delirio. O como la Miette, con la respiración cortada. Pero cosecha su parte de empujones, de palmadas en la espalda y de codazos. Incluso es la primera vez que veo a los compañeros embromarlo, señal de que, por fin, está integrado del todo. Eso me pone contento. Y él, encantado, contesta a esas efusiones lo mejor que puede, un poco duro, un poco torpe todavía, como hombre de la ciudad que aún no tiene el gesto bien amplio, no lo suficiente rápido, el insulto amigable.

– ¿Y tú, Emanuel, cómo es que andas? -dice la Menou.

La veo, allá abajo lejos de mí, que me sonríe, su calavera levantada, irguiendo su cuerpito tratando de hacerse ver, ni un gramo de grasa. Pero ese despojo me gusta, después de los excesos de carne de la Falvina.

– ¡Y todavía me puedo dar por bien servido -digo en dialecto- que no te ocupas más que de la vaca!

La agarro por los codos, la levanto en el aire como una pluma y la beso en las dos mejillas, y además, le explico un poco lo del Estanque, el Wahrwoorde, su familia. No le extraña nada lo de Wahrwoorde. De su mala reputación, ya sabía algo ella.

– Corro -dijo por fin-. Mientras vacían el remolque, voy a preparar la comida.

Y ahí la veo alejarse en dirección a la casa, trotando corto y rápido, negra en la noche, y pareciendo de tamaño más chico todavía cuando llega al puente levadizo y al pie del segundo recinto. Le grito:

– ¡Menou! ¡Prepara para nueve! ¡Todavía hay dos más en el remolque!

Entre ocho, no nos hace falta más de una media hora para la mudanza a menos a título temporario, ordenando todo en La Maternidad, aparte de los colchones que decido llevar a la casa para acomodar a los tres nuevos. Todo se hace en orden, salvo algunas impaciencias de Malabar que Jacquet, parado delante de sus ollares, debe contener con las dos riendas, salvo también algunos retos a Momo quien, en lugar de iluminarnos, inclina su antorcha para mirar entre las patas de Malabar. ¡Pero por Dios! ¿qué cuernos haces, Momo? A bambe! A bambe! grita Momo". ¡Momo, la antorcha, o te doy una patada en el culo! ¡Pero a bambe! A bambe! dice Momo. E incorporándose, blande su brazo libre para explicarnos las proporciones que lo maravillan. Es asombroso que Peyssou no haga ningún comentario. Pero debe contenerse a causa de Miette.

Ya con los animales cuidados y encerrados -a Malabar en donde yo ponía antes del día del acontecimiento a mi padrillo, en un box en el que no puede ni romper ni franquear la puerta para ir en busca de las yeguas- pasamos al segundo recinto llevando los colchones al primer piso y volvemos a bajar en seguida a la planta baja donde, en la gran sala, encontramos fuego prendido, mesa puesta, y ¡sorpresa! tronando en medio de la larga mesa conventual, y pareciéndonos la última palabra en cuanto a lujo e iluminación, una vieja lámpara a aceite del tío que durante nuestra ausencia, Colin ha encontrado y arreglado. Pero la Menou, ella, no brilla por el calor y brillo de su recibimiento. Como avanzo a la cabeza del pequeño grupo, se da vuelta, negra y flaca, y me mira con sus ojos acerados, los labios apretados, rechinando los dientes. Detrás de mí, el grupo se detiene. Los nuevos, aterrorizados, los antiguos, atentos y discretamente divertidos.

– ¿Y adónde están los otros dos? -dice furiosa-. ¡La gente del Estanque, los extranjeros! ¡Como si ya no estuviéramos bastante racionados para la alimentación!