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La tranquilizo. Le enumero todas las riquezas que le traigo, sin contar el trigo, que vamos a poder hacer nuestro pan, y ropa para Peyssou, ya que el Wahrwoorde tenía la misma talla. Ayuda en fin. Dicho esto, saco a Jacquet del grupo y se lo muestro.

Buena impresión. La Menou tiene una debilidad por los lindos muchachos, y en general, por el sexo fuerte. (Con el hombre, nueve de cada diez, te entiendes siempre, Emanuel, es de buena pasta.) ¡Y además, hay que ver, espaldas y brazos como los de Jacquet! Como a Miette, tampoco le da la mano ni le dice buen día (un extranjero del Estanque, se imaginan: un repasador no se cambia así no más en servilleta). Le hace un ligero signo con la cabeza, distante. En cuanto al espíritu de casta, la Menou, le ganaría la partida a una duquesa.

– Y bueno…

Pero no me da tiempo a presentarle a la Falvina, ni siquiera a nombrarla, la Menou la ha visto y tan rápido que no la puedo atajar, estalla en dialecto, convencida de que la "extranjera" no lo entiende.

– ¡Pero por Dios! ¡Pero qué es eso, Emanuel! ¿Pero qué me traes ahí? ¿Cómo quieres que cargue con eso? Una menina que tiene sus buenos setenta años -ella, si mal no recuerdo, tiene setenta y cinco- ¡Pasa todavía con la joven, que veo muy bien los pequeños servicios que te va a ofrecer! ¡Pero esta vieja marrana, tan gorda que ni siquiera puede mover el culo, que no servirá para nada más que para ocupar sitio en mi cocina, que no servirá más que para atracarse con más que su parte! ¡Y vieja -agregó con asco- que me enferma de sólo mirarla! ¡Con esas arrugas! ¡Y toda esa grasa que parece un pote de manteca de cerdo vaciado en un plato!

La Falvina está escarlata, le cuesta respirar y gruesas lágrimas redondas, que ya conozco bien, ruedan sobre su cascada de mofletes y de papadas. Triste espectáculo, pero que escapa a la Menou, porque afecta no mirar a la extranjera y no dirigirse más que a mí.

– ¡Y que ni siquiera es de aquí, para más, esta vieja menina, que es una extranjera, una salvaje como su hijo! ¡Un hombre que se lo metió a su propia hija! ¿Y hasta quién sabe si no se lo metió a su madre?

Esta acusación gratuita sobrepasa a tal punto los límites que da a la Falvina la fuerza para protestar.

– ¡Pero el Wahrwoorde no es mi hijo! ¡Es mi yerno! -exclama en dialecto.

Silencio. La Menou, estupefacta, se da vuelta hacia ella y la considera por primera vez como un ser humano.

– Pero hablas dialecto -dice, de todos modos incómoda.

Intercambio de miradas y risas contenidas entre los antiguos.

– ¿Y entonces? -dice la Falvina- ¡que si he nacido en La Roque! Que quizá conozcas al Falvino, que tiene su negocio al lado del castillo. Yo soy su hermana.

– ¿No el Falvino que es zapatero?

– ¡Pero sí!

– ¡Que es primo segundo mío! -dice la Menou.

¡Asombro! Lo que va a ser necesario explicar, es por qué la Menou no conocía a la Falvina y ni siquiera la había visto nunca. Pero ya vamos a llegar a eso, poco a poco. Les tengo confianza.

– Espero -dijo la Menou- que lo que he dicho no lo tomaste como ofensa, dado que no se dirigía a ti.

– No hubo ofensa -dice la Falvina.

– Sobre todo por la gordura -agrega la Menou-. Por empezar, no es culpa tuya. Y tampoco quiere decir que comes más que otro -lo que puede pasar, a elección, por una cortesía o una puesta en guardia.

– No hubo ofensa -repite la Falvina, suave como un cordero.

Vamos, nuestras dos meninas van a entenderse. Sobre la base de una sana jerarquía. No tengo ni qué preguntarme quién va a imponer la ley en el gallinero, ni cuál de las dos viejas gallinas va a picotear a la otra. Grito alegremente:

– ¡A la mesa! ¡A la mesa!

Me siento al medio y hago un signo a Miette para que se siente frente a mí. Ligera vacilación. Después de un momento de titubeo, Thomas se sienta como de costumbre a mi derecha y Meyssonnier a mi izquierda. Momo intenta sentarse a la izquierda de Miette, pero su tentativa se ve abortada por la Menou, que lo llama secamente a su lado y lo coloca a su derecha. Peyssou me mira. Digo: entonces, ¿qué estás esperando, viejo espingarda? Se decide, emocionado y confuso, a sentarse a la derecha de Miette. Colin, aparentemente más a gusto, se instala a su izquierda. Como Jacquet está todavía de pie, le señalo el lugar al lado de Meyssonnier, seguro de darle el gusto porque así podrá ver a Miette sin tener que asomarse. No queda más que un cubierto, al lado de Peyssou, y se lo señalo a la Falvina. Aunque no haya sido premeditado, está muy bien así. Peyssou, siempre cortés, le dará un poco de conversación de cuando en cuando.

Como como un ogro, pero bebo, como de costumbre, con sobriedad y tanto más cuanto que mi jornada no ha terminado y que va a ser necesario tener una reunión después de comer, puesto que hay decisiones a tomar. Compruebo con satisfacción que a las mejillas de Peyssou le han vuelto los colores. Me abstengo de preguntarle delante de Jacquet, paralizado de vergüenza, cómo está de la nuca. Seguramente me ha esperado para que le saque el vendaje, pero aún se lo voy a dejar hasta mañana, de miedo de que no se ponga a sangrar de nuevo sobre la almohada durante la noche. La Falvina, con la nariz en el plato, no abre la boca, lo que le cuesta mucho, me imagino, y hace como que picotea el jamón para hacerle buena impresión a la Menou. Pero en vano, porque ésta no levanta la cabeza del plato.

La única que parece completamente natural es Miette. Es cierto que es el centro donde permanentemente convergen todo el calor y la atención de la mesa. No se siente incómoda y juraría que tampoco se envanece de ello. Mira a todos, muy a su gusto, con la gravedad de un chico. A veces, sonríe. Nos ha sonreído a todos, por turno, sin omitir a Momo, del que me llama la atención encontrarlo tan limpio, olvidando que fue esa misma mañana cuando lo pusimos a remojar en la bañera.

La comida, aunque alegre, transcurre al mismo tiempo un poco forzada, porque no quiero contar lo que sucedió en El Estanque delante de los nuevos, y estos, por más modestos y callados que sean, nos molestan un poco: se tiene la impresión de que lo que uno dice de ordinario sin pensar, dicho delante de ellos, sonaría a falso. Y además, se ha sentido en ellos una tradición diferente. Así, al sentarse a la mesa, los tres han hecho la señal de la cruz. No sé de dónde les viene ese rito. ¡No del Wahrwoorde, por cierto! Por otra parte, le hace buen efecto a la Menou, siempre lista a ver a los "extranjeros" como salvajes de la era precristiana.

Meyssonnier, a mi izquierda, me ha dado un codazo, y Thomas me mira con aire contrariado.

Se sienten más que nunca minoritarios, siendo aquí los únicos ateos convencidos, los únicos en quienes el ateísmo es una segunda religión. Colin y Peyssou, aunque muy rara vez acompañaran a sus esposas a la misa antes del día del acontecimiento -práctica que les hubiera parecido poco viril- comulgaban para Pascua. En cuanto a mí, ni católico, ni protestante, he sido criado entre dos iglesias, producto híbrido de dos educaciones. Se han hecho mal la una a la otra. Enormes paneles de creencia se han derrumbado dentro de mí, y me digo que un día deberé hacer un inventario para determinar lo que queda. No creo que llegue a hacerlo jamás. En todo caso, en ese campo, soy muy desconfiado, y no sólo con respecto a los sacerdotes. Tengo, por ejemplo, la más viva antipatía por las gentes que se jactan de haber suprimido a Dios Padre, tratan a la religión de "antigualla" y la reemplazan de inmediato por tris-tris filosóficos igualmente arbitrarios. A falta del inventario del que hablé antes, diré que siento una atracción sentimental por las costumbres religiosas de mis ascendientes. Resumiendo, todas las fibras no están rotas. Por otro lado, me doy muy bien cuenta de que adherencia no quiere decir adhesión.

No contesto al codazo de Meyssonnier e ignoro el vistazo de Thomas. ¿Iremos a tener en Malevil, además de una lucha por la posesión de Miette, una guerra de religión? Porque no ha escapado a nuestros dos ateos que los tres recién llegados van a fortificar en Malevil al clan clerical. Y eso los inquieta porque en ese campo no están ni siquiera seguros de mí.

Finalizada la comida, mando al Jacquet a encender el fuego en el primer piso de la casa y cuando está de vuelta, me levanto y digo a los nuevos:

– Por esta noche, los tres se van a acostar en el primer piso, sobre los colchones. Mañana trataremos de organizamos.

La Falvina se levanta, bastante incómoda porque no sabe cómo hacer para despedirse de nosotros y la Menou no la ayuda y ni la mira. La Miette, más a gusto, quizá porque no tiene que hablar, pero bastante asombrada también y sé muy bien por qué.

– Vamos, vamos -digo extendiendo los dos brazos-. Los acompaño.

Para terminar, los empujo de lejos hacia la puerta, y al pasar el umbral, nadie, ni entre los nuevos, ni entre los antiguos, murmura un buenas noches. En el primero, para justificar mi presencia, hago como que verifico que las ventanas cierren bien y que los colchones no estén demasiado cerca del fuego. Bueno, duerman bien, digo con el mismo movimiento de los dos brazos, muy triste por dejar a Miette de este modo neutro y distante, hasta evitando su mirada que, me parece, se fija en mí con expresión interrogativa.

Me voy. Pero no por ello me abandona. La llevo en el pensamiento mientras bajo la escalera de la torre y vuelvo a la gran sala donde la Menou ya ha levantado la mesa, y los compañeros han colocado las sillas alrededor del fuego, con la mía en el medio, esperándome. Me siento, y al punto me doy cuenta, sólo con mirarlos, que la presencia de Miette llena hasta el borde la pieza y que no pueden pensar en nada más. El primero en evocarla, lo hubiera apostado, es Peyssou.