Выбрать главу

– ¿Vienes de Cahors?

Sonrió y noté que tenía una sonrisa bastante seductora.

– Pero no, vengo de La Roque. Me encontraba ahí en el momento de la bomba.

Lo miré, boquiabierto.

– ¿Entonces hay sobrevivientes en La Roque?

– Pero sí -dijo- hay.

Prosiguió, siempre tan calmo:

– Una veintena.

NOTA DE THOMAS

El capítulo que se acaba de leer está signado por una omisión tan flagrante que voy a interrumpir la narración de Emanuel para repararla. Antes de ello he leído el capítulo siguiente para estar seguro de que Emanuel, como lo hace a veces, no ha vuelto hacia atrás para explicarse tardíamente sobre la circunstancia en cuestión. Pero no. Ni una palabra. Se diría que la ha olvidado.

Pero primero, puesto que de ella se trata, quisiera decir una palabra sobre Miette. Después de todas las efusiones líricas de Emanuel, no quisiera aparentar despoetizarla. Pero Miette es una muchacha de campo como hay tantas. Cierto, es sana y sólida y tiene en abundancia, y son firmes todas las curvas que le gustan tanto a Emanuel. Pero dar a entender que Miette es linda me parece muy exagerado. No es más linda, a mis ojos, que la mujer lavándose de Renoir de la que Emanuel tiene una reproducción en la cabecera de su cama o la foto de Birgitta tirando al arco, que se alza en su escritorio en nuestra pieza (bastante asombroso, en el fondo, que Emanuel haya conservado su foto después de la odiosa carta que le escribió anunciándole su casamiento).

Sobre la "inteligencia" de Miette, tampoco comparto la opinión de Emanuel. Miette es una prematura, muda de nacimiento, lo que quiere decir que hay en su cerebro una lesión que ha impedido el ejercicio de la palabra y por contragolpe, empobrecido su representación del mundo. No pretendo decir que Miette sea idiota, ni incluso débil, porque a Emanuel le sería fácil enumerar todos los ejemplos en los que Miette ha dado prueba de fineza en las relaciones humanas. Pero de ahí a pretender que Miette es "muy inteligente" como Emanuel me lo ha afirmado repetidas veces (otro ejemplo de sobreestimación sexual) hay un paso que, por mi parte, no daré. Miette, aun siendo fina, es de todos modos muy simple. Como los chicos, no aprehende la realidad más que a medias. El resto es ensueño y romance, sin ninguna referencia a los hechos.

Van a pensar que no quiero a Miette. La aprecio mucho, por el contrario. Es generosa, está llena de bondad y no hay en ella la más mínima parcela de egoísmo. Si creyera en esas peligrosas pamplinas, diría que tiene pasta de santa, salvo que su bondad se ejerce sobre un plano que no es por lo común el de una santa.

Al día siguiente de la deliberación en la que Emanuel resultó minoritario en su proyecto poliándrico, hubo un cierto suspenso en Malevil, porque nos preguntábamos qué "marido" (Meyssonnier) o qué "pareja" (Emanuel) Miette iba a elegir. A tal punto que ninguno de nosotros se atrevía a mirarla, como tan bien lo observó Emanuel, de miedo de parecer querer ganársela a los demás. ¡Qué contraste con las miradas con que la traspasábamos con todo descaro la noche anterior!

No puedo decir lo que pensó Miette de nuestra brusca reserva. Porque tiene ojos de niña "trasparentes e insondables" (cito a Emanuel, pero es en el capítulo siguiente cuando dice eso). Debo señalar, sin embargo, que en el trascurso de la segunda de las mudanzas del Estanque, el gran Peyssou, más franco que ninguno de nosotros, dijo con resignación que, evidentemente, "ella" iba a elegir a Emanuel. Eso fue dicho delante de Colin, Meyssonnier y yo, ya que los nuevos estaban ocupados en embalar sus cosas en la casa de los trogloditas. No sin tristeza, opinamos los tres que era, en efecto, evidente.

Llegó la noche. La lectura de la Biblia después de la comida se prosiguió con tres fervientes oyentes más, pero sin mucha atención, me temo, por parte de los compañeros. Emanuel estaba respaldado en una u otra de las jambas de la chimenea, y Miette sentada en el medio del semicírculo, con la cara y el cuerpo iluminados y coloreados por las danzantes llamas del hogar. Recuerdo esa noche, mi espera, nuestra espera, debería decir, y de qué modo la voz de Emanuel, cálida sin embargo y bien timbrada, me exasperaba por su lentitud. No sé si fue el cansancio de la jornada, el nerviosismo de la incertidumbre, o la complicidad de la penumbra, pero la reserva que nos habíamos impuesto durante el día había desaparecido. Todos teníamos puestos los ojos en Miette sentada con todas sus curvas, completamente distendida, atenta a la lectura. Sin embargo, no aparentaba ignorar nuestras miradas. Dejaba, de vez en cuando, que sus ojos se cruzaran con los nuestros, y entonces nos sonreía. Así sonrió a cada uno de nosotros, equitativamente. Emanuel ya ha hablado de su sonrisa y es cierto que es muy atractiva, aunque fuera la misma para todos.

Al final de la velada, Miette, con toda naturalidad, se levantó, tomó a Peyssou de la mano y se fue con él.

Creo que Peyssou estuvo muy contento de que hubiera entonces muy poca luz en la gran sala, dado que el fuego estaba cubierto de cenizas. Más contento todavía de darnos la espalda y de ocultarnos su cara. Y nosotros nos quedamos delante del fuego, consternados y silenciosos, mientras la Menou encendía nuestros candeleros murmurando comentarios injuriosos hacia los dejados-de-lado.

No estábamos al cabo de nuestras sorpresas. A la noche siguiente, Miette eligió a Colin. Al otro día, a mí. El cuarto día, Meyssonnier. El quinto, Jacquet. El sexto eligió de nuevo a Peyssou. Y así continuó, en el orden que ya he dicho, sin elegir nunca a Emanuel.

Nadie tenía ganas de reírse, y sin embargo la situación estaba al borde de la comedia. El ridículo nos alcanzaba a todos. El campeón de la poliandria se veía excluido de su práctica. Y los rígidos partidarios de la monogamia aceptaban sin vergüenza el reparto.

Existe un punto en el que no hay ningún misterio: Miette actúa espontáneamente, sin saber nada de nuestras discusiones y sin consultar a nadie. Si se entregó a todos, fue porque todos la deseábamos mucho y porque era buena. Porque el amor no le daba ni frío ni calor. Lo que no tiene nada de asombroso, dada la manera en que había sido iniciada.

En cuanto al orden en que Miette elegía sus compañeros, al cabo de algún tiempo nos dimos cuenta que seguía sencillamente el de los lugares en la mesa. Seguía en pie sin embargo este colosal enigma: ¿Por qué Emanuel -a quien adoraba- era excluido de su elección?

Porque lo adoraba, y como un niño, sin tener vergüenza de demostrarlo. Desde el momento en que entraba a la gran sala, no tenía ojos más que para él. Cuando tomaba la palabra, estaba suspendida de sus labios. Cuando se iba, lo seguía con la mirada. No costaba nada imaginar a Miette derramando costosos perfumes a los pies de Emanuel y enjugándolos enseguida con sus largos cabellos. Esta comparación no quiere significar que me dejo envolver en el ambiente religioso de las veladas. Se la copio al pequeño Colin.

Cuando me volvió a tocar el turno por tercera vez, resolví saber a qué atenerme y preguntárselo a Miette en la intimidad de su pieza. A pesar de que Miette dispone de un arsenal de gestos y de mímicas por las que se hace entender muy bien (y además, sabe escribir), no es siempre fácil dialogar con ella por la sencilla razón de que no se podría sin faltar a la decencia reprocharle como a cualquier otra mujer su mutismo cuando se lo supone voluntario. Desde el momento en que pregunté a Miette por qué hasta ese día no había elegido a Emanuel, su rostro se volvió de madera y se limitó a sacudir su cabeza de derecha a izquierda. La misma pregunta, planteada bajo diferentes formas, consiguió la misma respuesta.

Varié entonces mi ángulo de ataque. ¿No lo quería a Emanuel? Cabeceos vigorosos y repetidos, batir de párpados sobre unos ojos tiernos, labios entreabiertos, rostro en ofrenda. Vuelvo a insistir con la pregunta: ¿Entonces, por qué? Sus ojos se cierran, su boca también, y de nuevo sacude la cabeza de derecha y de izquierda. No salimos de ahí. Me levanto, tomo del bolsillo de mi chaqueta una libretita en la que apunto las salidas y entradas de los útiles en el depósito, y en una hoja, a la débil luz del candelero, escribo en grandes letras de imprenta, ¿Por qué no Emanuel? Tiendo a Miette el lápiz y con mucha aplicación, escribe: "porque no". Después de reflexionar, hasta agrega un punto después de "porque no", supongo que para demostrarme que su respuesta es definitiva.

Tres días después, por pura casualidad, comprendo al fin sus razones o mejor dicho su razón, porque no hay más que una.

Emanuel, siempre obsesionado por la seguridad, había decidido guardar las tres escopetas, la carabina, las municiones, los dos arcos y sus flechas en nuestra pieza, poner siempre cerrojo a la puerta y esconder la llave en el fondo de un cajón del depósito, escondite conocido por nosotros dos y Meyssonnier.

Una tarde, queriendo cambiarme -Emanuel acababa de darme mi primera lección de equitación y estaba empapado en sudor- fui a retirar la llave de su escondite. La escalera de caracol del torreón no es fácil y, sintiéndome cansado, la subía muy despacio, con la mano izquierda siguiendo la columna de piedra sobre la cual dan vuelta los escalones. Así llegué hasta el segundo piso y deteniéndome a respirar en el rellano, vi con estupor, en el otro extremo de la gran sala vacía que precedía a las dos piezas, a Miette, con la oreja pegada a la cerradura de nuestra puerta y pareciendo escuchar con todas sus fuerzas. Ahora bien, yo sabía perfectamente que la pieza estaba vacía, primero porque acababa de dejar a Emanuel en La Maternidad y después porque yo mismo le había puesto el cerrojo una hora y media antes, cuando me vine a poner las botas para andar a caballo.