Me adelanté a su encuentro y exclamé: ¿Pero Miette, qué haces ahí? Se, sobresaltó, se incorporó, enrojeció y miró alrededor de ella con expresión de acorralada como si se preparara a huir, Pero de inmediato estuve junto a ella, la tomé por la muñeca, y le dije: ¡pero, vamos, Miette, no hay nada para escuchar, esta habitación está vacía! Me miró con una cara de incredulidad tal que saqué la llave de mi bolsillo, abrí la puerta y con la mano firmemente sujeta a su muñeca, la atraje con fuerza hacia el interior, no sin que me opusiera una tenaz resistencia. Pero cuando ya en la habitación se dio cuenta que, en efecto, estaba vacía, se quedó inmóvil, estupefacta. Después, sin hacer caso a mis preguntas, con el entrecejo fruncido, abrió el ropero y debió reconocer los trajes de Emanuel y los míos, porque ignorando estos, acarició los primeros con su palma. Después de eso, abrió uno a uno todos los cajones de la cómoda, mientras su rostro se iluminaba poco a poco. Cuando hubo terminado, me miró con aire de interrogatorio, después como yo no decía nada, bastante sorprendido con este registro, señaló con el índice de la mano derecha el canapé próximo a la ventana, luego en seguida mi pecho. Asentí con la cabeza. En ese momento, mirando a todos lados con sus ojos asombrados, vio la foto de Birgitta tirando al arco sobre el escritorio de Emanuel, la agarró con violencia y mirándome con los ojos desorbitados, la blandió en la mano derecha señalándomela con la mano izquierda. No sé cómo entonces, pero por su actitud, por la posición de su cuerpo, por la inclinación de su cabeza, por la expresión de sus rasgos, por los gestos de sus manos, alcanzó no a hacerme la pregunta, porque ni un sonido escapó de sus labios, sino a mimármela, a representármela y casi a danzármela. Y esta pregunta era tan clara que casi me pareció escucharla: ¿pero dónde está la alemana?
Todo se aclara. En El Estanque, recordemos, los Wahrwoorde creían que Birgitta estaba todavía con nosotros. Ese error no se había disipado en el ánimo de Miette. Al contrario, había interpretado la reserva de Emanuel a su respecto la noche de la vuelta a Malevil como la prueba de que su corazón estaba en otra parte. Como no veía por ninguna parte a Birgitta en el castillo, se le había ocurrido que Emanuel la secuestraba para sustraerla a nuestra codicia. El hecho de que la pieza de Emanuel, donde ella no sabía que también dormía yo, fuera la única que estaba cerrada con llave la había afianzado en esa idea. No se había detenido ni por un segundo en todas las imposibilidades materiales con las cuales chocaba su tesis. Y entonces, era seguramente para respetar en Emanuel esa celosa pasión que ella no lo había elegido.
Sea como fuere, Miette, esa misma noche después de la velada reparó su error, y además del alivio que sentimos todos, sentí yo un maligno y suplementario placer viendo a Emanuel abandonar la gran sala, con su gruesa Biblia en una mano y Miette, si así puedo decirlo, en la otra.
IX
Fulbert nos trajo dos buenas noticias. Marcel Falvine, hermano de nuestra Falvina, estaba vivo, también Cati, la hermana mayor de Miette. Por otro lado, el negocio de plomería y de cerrajería de Colin en el atajo estaba intacto.
Menos por honrarlo que por observar a gusto su asombroso rostro, coloqué a nuestro huésped frente a mí en la mesa, corriendo a Miette un puesto y separándola de Peyssou, con gran disgusto de este último.
Tenía, este recién llegado, abundantes y dóciles cabellos negros, sin el menor rostro de tonsura en la coronilla. Blanqueaban con formalidad sobre las sienes, recaían en amplios y nobles bucles sobre la parte anterior de la cabeza, formando una especie de casco o de melena que hacía realzar su vasta frente, y unos ojos magníficos, brillando de vida y de astucia. Por desgracia, las pupilas un poco descentradas infligían a su mirada una bizquera inquietante. Lástima también que la parte baja del rostro terminara en hocico, acentuando aún más ese aire de falsedad que su estrabismo daba ya a sus ojos.
Pero no era este en Fulbert el único contraste. Sus manos, por ejemplo. Grandes y fuertes con dedos como espátulas. Manos de obrero, que no parecían pertenecer a la misma persona que su bella voz untuosa y su estudiada dicción.
Y su delgadez, también, tan asombrosamente distribuida. Debajo de los ojos, ese abultamiento gemelo, deliciosos de ver en un niño, a los que llamamos cachetes, pero que los médicos designan con menos poesía, como las bolas grasosas de Bicbat; esos cachetes o esas bolas, como se quiera, se habían fundido totalmente, dejando de cada lado de la nariz un dramático hueco que evocaba la idea de una tuberculosis en su último grado y le prestaba un rostro engañador de enfermo o de asceta. Y digo engañador por esto: en el momento de dejar Malevil, Fulbert, como hombre acostumbrado a vivir con los recursos de la región, me rogó "fraternalmente" (en nombre, supongo, de nuestro padre común) que le cediera (fue esa su palabra) una de mis camisas, porque la suya estaba gastada. De todos modos un poco asombrado de tener que soportar solo los gastos de esa fraternidad, lo hice. Y Fulbert, al punto, hizo el cambio revelando en esta ocasión un torso desarrollado, musculoso, bien en carnes y hasta regordete, que no parecía pertenecer al mismo cuerpo que su cabeza descarnada.
Asceta y enfermo, en el transcurso de su primera comida, Fulbert pretendió ser los dos a la vez. Nos confió al empezar que "siempre había vivido con poco", que no tenía "necesidades", y que se había "acostumbrado a la pobreza". Instantes después, llegó más allá en la confidencia. Estaba "minado por un mal sin esperanzas" pero felizmente no contagioso (esto supongo para tranquilizarnos). Ya tenía, dijo, con simplicidad, "un pie en la tumba". Sin embargo, comía como cuatro, y discurría sin parar con su bella voz de barítono, vibrante de vitalidad. También de vez en cuando, entre dos bocados, deslizaba miraditas a su vecina de la izquierda. Y su interés pareció redoblar cuando se enteró que era muda. Y yo, yo comencé a hacerme a propósito de Fulbert unas cuantas preguntas. De acuerdo a lo que contaba de su vida antes del día del acontecimiento -y en apariencia al menos nos confiaba mucho, aunque siempre con cierta vaguedad- había recorrido todo el centro y todo el sudoeste de Francia, viviendo tan pronto en lo del Padre Fulano, tan pronto en lo de la señora Fulana de Tal, tan pronto en lo de los buenos Padres en Z, y siempre como invitado. Cuando el día J lo había sorprendido, vivía desde hacía ocho días en lo del buen padre de La Roque, que ante sus ojos había entregado su alma a Dios.
¿No tenía pues presbiterio, nuestro amigo Fulbert, ni casa propia? ¿Y de qué vivía? No se trataba más, de acuerdo a sus dichos, que de damas caritativas, que subvenían a sus "necesidades" (esas necesidades que él no tenía) y que le hacían mil regalos, disputándose su compañía. En eso, me pareció, que el bello Fulbert no hablaba sin coquetería y parecía consciente de sus encantos.
Estaba vestido con un traje color antracita bastante gastado, pero cuando le hubo cepillado el polvo, muy limpio, una camisa cuyo cuello, de ningún modo eclesiástico, mostraba en efecto la trama, y con una corbata de lana gris oscura. Y sobre todo, colgando sobre su pecho al extremo de un cordón negro, lucía una soberbia cruz pectoral de plata que en mi opinión ningún sacerdote, al menos de ser obispo, se hubiera permitido usar.
– Si eres originario de Cahors -dije (había tomado partido, a pesar de su majestad, de seguir tuteándolo)- debes haber hecho tus estudios en el seminario mayor.
– Pero sí -dijo Fulbert, con sus pesados párpados velando sus ojos estrábicos.
– ¿Y en qué año entraste?
– ¡Me preguntas cada cosa! -dijo Fulbert, con los ojos siempre bajos, ron una risita bonachona-. ¡Hace tanto tiempo de eso! Porque ya no soy un muchacho -agregó con coquetería.
– Vamos, haz un esfuerzo para recordar. Con todo, el año en que se entra al seminario mayor, para un sacerdote, debe importar.
– En efecto -dice Fulbert con su bella voz grave-. Es una fecha.
Y como yo me callaba, forzado en sus reductos por mi silencio, siguió:
– A ver… Debe ser en el 56… Sí -confirmó después de un nuevo esfuerzo mental-, en el 56…
– Justo lo que yo pensaba -dije al punto con aire feliz-. Entraste en el seminario mayor de Cahors al mismo tiempo que mi amigo Serrurier.
– Es que… éramos muchos en el seminario mayor -dijo Fulbert con una sonrisita-. No conocía a todo el mundo.
– Pero no en primer año -proseguí yo-. Y además, un tipo como Serrurier no pasa inadvertido. Un metro noventa y cuatro y pelirrojo como el fuego.
– Ah, claro, seguro, ahora que lo describes -dijo Fulbert.
Había hablado con reticencia y pareció muy aliviado cuando le pedí que nos hablara de La Roque.
– Después de la bomba -dijo con tristeza-, tuvimos que hacer frente a una situación muy dolorosa.
Anoté, al pasar, esa palabra "dolorosa". No lo he oído más que en boca de sacerdotes o de los que los imitan. Entre ellos, es casi un término de oficio. Y a pesar de su desagradable connotación, parece darles una suerte de contentamiento. He oído decir que los sacerdotes jóvenes no lo usaban más. En ese caso, tanto mejor. Es una palabra que me repugna por su complacencia. El dolor -sobre todo el de los demás- no es con todo algo que se paladea o que puede servir de ornamento a las almas bellas.