Pero él, Fulbert, se deleitaba con ello, con su "situación muy dolorosa". Había consistido, para los sobrevivientes, en enterrar lo que quedaba de los muertos. Nosotros también habíamos conocido eso, y no hablábamos jamás de ello.
Como no nos ahorraba ningún detalle, le pregunté, para cambiar de tema, cómo vivía la gente en La Roque.
– Bien y mal -dijo meneando la cabeza y paseando sus bellos ojos melancólicos alrededor de la mesa-. Bien desde el punto de vista espiritual, bastante mal desde el punto de vista material. Desde el punto de vista espiritual -prosiguió cerrando a medias los ojos y poniéndose en la boca un buen pedazo de jamón- debo decir que tengo grandes satisfacciones. La asiduidad a los oficios llama la atención.
Notando en Meyssonnier y yo un cierto asombro (porque en La Roque tenían una alcaldía socialista-comunista), siguió: -Quizá voy a sorprenderlos, pero en La Roque, todo el mundo asiste a la misa y todo el mundo comulga.
– ¿Y a qué atribuyes eso? -dijo Meyssonnier con voz contrariada y frunciendo el ceño.
Como estaba sentado a mi izquierda, di vuelta la cabeza para mirarlo. Me impresionó la severidad de su largo perfil. Sin duda alguna, estaba desquiciado por lo que acababa de escuchar. Aunque el día del acontecimiento hubo reducido a la nada sus esperanzas, Meyssonnier seguía aún pensando al mundo como en términos de alcaldías a conquistar por la unión de las fuerzas de izquierda. Le di una patadita por debajo de la mesa. Hay un momento para ser franco y un momento para serlo menos. Mi desconfianza con respecto a Fulbert crecía minuto a minuto. No dudaba de su ascendiente sobre los sobrevivientes de La Roque y me parecía inquietante.
– Después de la bomba -dijo Fulbert con su bella voz que parecía gozar de sí misma-, las gentes han vuelto a entrar en ellos mismos y han hecho su examen de conciencia. Sus sufrimientos físicos y sobre todo sus sufrimientos morales han sido tales que se han preguntado si no pesaría una maldición sobre ellos en razón de sus errores, de sus pecados, de su indiferencia hacia Dios, del olvido de sus deberes y, en particular, de sus deberes religiosos. Y además, huelga decirlo que nuestra existencia, la de todos, se ha convertido en tan precaria que nuestro instinto es el de dirigirnos hacia el Señor para pedirle su protección.
Al escuchar estas palabras, sospeché que Fulbert había hecho todo lo posible para intensificar el sentimiento de culpabilidad de sus parroquianos a fin de canalizarlos después hacia las ruedas de su molino. Sentí que Thomas se agitaba a mi derecha. Temí una explosión y a él también, por debajo de la mesa, le hice llegar una advertencia. Sobre un punto era categórico: nada de lío con Fulbert sobre la cuestión religiosa. Tanto menos cuanto que con sus ojos aterciopelados, aunque un poco bizcos, su bella cabeza de asceta y la voz profunda de un hombre con "un pie ya en la tumba" (pero el otro, por cierto, bien prendido a la tierra con todos sus dedos), Fulbert, en menos de dos horas, había seducido a las tres mujeres y producido una profunda impresión sobre Jacquet, Peyssou y hasta Colin.
Después de la comida, con los comensales sentados alrededor del fuego, Fulbert insistió sobre las dificultades materiales de La Roque.
Al principio, los larroquenses habían encarado el futuro con optimismo porque la gran tienda de comestibles y la de embutidos, pegadas al pequeño negocio de Colin, habían escapado al incendio que el día del acontecimiento había devastado la ciudad baja. Pero se habían dado cuenta que esas reservas se agotarían un día y que La Roque no podría renovarlas porque todas las granjas de alrededor del burgo habían sido destruidas con sus bienes semovientes. En el castillo, cuyos propietarios vivían en París y podían ser considerados como muertos, quedaban algunos cerdos, un toro y cinco caballos de silla, además del forraje para alimentarlos. En Courcejac, pequeño caserío entre La Roque y Malevil, que también se había salvado y que constaba de seis personas, todas las vacas, salvo una que alimentaba a una ternera, habían muerto. Esta pérdida era tanto más desgraciada por cuanto había en La Roque dos bebés y una huérfana de doce años, pero cuya salud necesitaba cuidados. Hasta ahora, para alimentarlos se habían abastecido con la leche condensada del almacén, pero esa reserva tocaba ahora a su fin.
Fulbert dejó este discurso sin conclusión. Nos miramos. Y como nadie largaba prenda, le hice algunas preguntas a nuestro huésped. Me enteré así que los larroquenses desde el principio sospechaban que había sobrevivientes en Malevil, que, como La Roque y Courcejac, estaba protegido por su acantilado. Esa idea se había afianzado en ellos cuando, hacía alrededor de un mes, les había parecido escuchar nuestra campana. También me enteré que disponían para defenderse de una decena de escopetas, "cartuchos en cantidad" y carabinas.
Paré la oreja cuando Fulbert habló de nuevo de los caballos de silla, pero no le pregunté por ellos. Los conocía muy bien. Fui yo quien se los vendió a los Lormiaux. Los Lormiaux eran unos industriales parisienses que habían comprado muy caro un castillo histórico deteriorado, gastado sumas locas para restaurarlo, y venían a él una vez por año. Durante ese mes, se les había metido en la cabeza jugar a los castellanos y andar a caballo. Los tres montaban mal, pero tuvieron necesidad, ellos tres, nada menos que de tres anglo-árabes, pese a mis esfuerzos, en suma muy meritorios, por venderles cabalgaduras un poco menos brillantes. Por otro lado, antes del día J, no podía impedir de todos modos que los esnobs me hicieran ganar dinero. Aparte de los tres anglo-árabes castrados, los Lormiaux me habían comprado también dos yeguas blancas, pero de estas hablaré más adelante.
Observé que Fulbert, elocuente de buena gana, contestaba brevemente mis preguntas. Deduje que su descripción de las condiciones materiales de La Roque comportaba una conclusión, pero que pese a su considerable aplomo, no se había atrevido o conseguido todavía formularla. Me callé, con los ojos fijos en el fuego.
Al cabo de un momento Fulbert tuvo una tosecita que traicionaba no su incomodidad, sino el hecho de que teniendo ya un pie en el más allá, le costaba bastante retornar a este mundo para ocuparse de los asuntos de los hombres.
– Debo decir -repitió- que estoy muy preocupado por la suerte de esos dos bebés y de nuestra pobre huerfanita. Existe ahí una situación muy dolorosa y a la que no le veo salida. Sin leche, no veo cómo vamos a conseguir criarlos.
De nuevo, dejó pesar un silencio. Todas las miradas estaban fijas en él, y nadie tenía ganas de hablar.
– Sé muy bien -siguió Fulbert con su voz profunda- que lo que les voy a pedir va a parecerles enorme, pero en fin, las circunstancias son excepcionales, los dones de Dios desigualmente repartidos, y para vivir, para sobrevivir incluso, deberemos tener que recordar que somos hermanos y que debemos ayudarnos entre nosotros.
Lo escuchaba. Considerado en sí, todo lo que decía era verdad. Pero dicho por él, todo sonaba falso. Tenía la impresión de que este hombre, que se ocupaba de los sentimientos humanos, no los experimentaba.
– Es en nombre -prosiguió- de nuestros pobres bebés de La Roque que les hago este pedido. He observado que tenéis varias vacas. Les estaríamos profundamente agradecidos si pudieran cedernos una.
Silencio de muerte.
– ¿Ceder? -dije yo-. ¿Has dicho "ceder"? Entonces estás encarando un intercambio.
– Para decir verdad, no -dijo Fulbert con aire altanero-. No había encarado el asunto como una transacción comercial. La había concebido más bien como un deber de caridad, o también como un deber de asistencia a personas en peligro.
Henos aquí prevenidos. Si nos negamos, seremos a los ojos de Fulbert unos hombres sin entrañas y sin moral.
– Entonces -digo yo- no se trata de ceder, sino de dar.
Fulbert inclina la cabeza y fuera de Thomas, todos nos miramos estupefactos. ¡Pedir a unos campesinos que den una vaca! ¡Esas sí que son gentes de ciudad!
– ¿No sería más sencillo -digo yo con voz suave (pero no tan suave, de todos modos, como la de Fulbert)- que criáramos en Malevil a los dos bebés y a la huérfana?
Miette está sentada entre Fulbert y yo, y como me doy vuelta hacia Fulbert para hacerle la pregunta, veo su dulce rostro y veo que el proyecto de una guardería infantil en Malevil la trasporta de felicidad. Al margen de la discusión le dirijo una sonrisa, me mira durante un buen segundo con sus lindos ojos de niña, trasparentes e insondables, luego, bruscamente, me devuelve la sonrisa. Me la devuelve, si me atrevo a decir, al céntuplo, como si recogiera en la misma todo su afecto para dármelo de una sola vez.
– Sería muy posible para la huérfana -dice Fulbert- porque nos plantea un gran problema. Tiene trece años, es tan delgada y pequeña que parece de diez, tiene crisis de asma y además, tiene un carácter muy especial. Da pena decirlo, pero me parece que difícilmente haya alguien en La Roque capaz de ocuparse de ella.
Su bello rostro de asceta está sumido por un breve instante en la melancolía. Medita sobre el egoísmo de los hombres, y siento que nosotros formamos parte de su meditación. Sin embargo, no pierde de vista su propósito y sigue con un suspiro:
– En cuanto a los bebés, es desgraciadamente imposible confiárselos. Las mamás no quieren separarse de ellos.
Como no pudo saber de antemano si teníamos vacas, ni que le íbamos a hacer esa proposición de tomar con nosotros a los bebés para su crianza, no ha podido preguntárselo a sus madres. Sospecho por consiguiente, que está mintiendo, y que no son sólo los bebés de La Roque los que estarían felices de tener leche.