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Lo presiono un poco más:

– En ese caso, no tendríamos inconveniente en recibir a las madres en Malevil al mismo tiempo que a sus bebés.

Menea la cabeza.

– No es posible, vamos. Cada una tiene un marido, otros hijos. No se puede desmembrar así una familia.

Al mismo tiempo, dando un corte con la mano, rechaza con tuerca mi sugestión. Y ahora, se calla. Nos ha acorralado sin piedad ante un dilema: o damos una vaca o los bebés mueren. Y espera.

El silencio se prolonga.

– ¿Miette -digo yo-, quisieras hacer el favor de dar tu pieza a Fulbert por esta noche?

– Pero no -dice Fulbert bastante flojamente-, no quisiera molestar a nadie. Una gavilla de pasto en el establo me bastará.

Desdeño con cortesía su proyecto evangélico.

– Después de tu largo camino -digo a Fulbert levantándome- necesitas descanso. Y mientras duermas, discutiremos tu pedido. Te daremos la respuesta mañana por la mañana.

Se levanta también, se yergue con toda su estatura y nos mira con ojos serios y escrutadores. Sostengo su mirada con placidez y al cabo de un momento, sin apuro, doy vuelta la cabeza.

– Miette -digo-, dormirás por esta noche con Falvina.

Hace que sí con la cabeza. Fulbert ha renunciado a fascinarme. Envuelve a sus fieles con su mirada paternal y separa de su cuerpo sus dos manos bien abiertas.

– ¿A qué hora -dice-, desean ustedes que diga misa mañana por la mañana?

Consulta de miradas. La Menou propone las nueve y todos aceptan, menos Thomas y Meyssonnier, que se ausentan del debate.

– A las nueve -dice Fulbert majestuosamente-. Bueno, digamos a las nueve. Desde las siete hasta las nueve, estaré en mi habitación (tomo nota de ese "mi" al pasar) para confesar a los que quieran comulgar.

Ya está. Se ha apoderado de nosotros, cuerpos y almas. Puede ahora irse a acostar.

– Miette -digo-, conduce a Fulbert a tu pieza. Cámbiale las sábanas.

Fulbert da con mucha seriedad sus "buenas noches" llamándonos por nuestros nombres, uno después de otro, con su bella voz de barítono. Luego sigue a Miette, que lo precede con paso alerta hacia la puerta de la gran sala. Uno que está muy pesaroso de verla alejarse así, es el pequeño Colin, al que esta noche le tocaba el turno de ser el invitado de Miette y que no podrá serlo por falta de local. La sigue con un ojo, un poco celoso también de Fulbert. Y yo mismo, recordando ciertas miradas en la mesa, me pregunto si he hecho bien en dar a Miette como guía a nuestro huésped. Miro mi reloj: las diez y veinte. Tomo nota de que debo consultarlo nuevamente cuando Miette esté de vuelta.

Una vez la puerta cerrada, un alivio se lee en las caras. La presión ejercida sobre nosotros por Fulbert había llegado a tal punto que era apenas soportable. Y una vez que se hubo ido Fulbert, nos sentimos liberados. A medias liberados, porque Fulbert deja detrás de sí sus exigencias.

No leo únicamente alivio en los rostros, sino también mucha turbación y sentimientos confusos. Me felicito por haber impedido a Meyssonnier y a Thomas desencadenar en la mesa una disputa religiosa, porque seguramente hubiera dividido Malevil y agregado aún más a la confusión.

Miro a mis compañeros uno después de otro. Gorgona o Medusa, en el atrio, la Menou teje, impenetrable, con los ojos bajos, los labios cerrados. El Momo a quien nada le interesa desde que Miette ha abandonado la pieza, empuja con el pie un leño a medias consumido, y su madre le pregunta en voz baja y furiosa, pero sin levantar la vista, si quiere una patada en el culo si está empeñado en quemarse los tamangos. La Falvina sopla y suspira entre sus pliegues y repliegues, con su vientre sujeto por su rodilla derecha reposando sobre la izquierda, sus pechos encajados en su vientre y las papadas de su cuello cayendo sobre sus pechos. Nunca se ha visto ni oído cosa parecida, eso es lo que su gemido quiere expresar. El prisionero Jacquet, a quien Colin por embromar llama el "siervo" y que, en menos de un mes, ha conseguido pescarme en la trampa de unas relaciones casi filiales a fuerza de seguirme por todos lados, y de espiar todos mis movimientos con sus bonachones ojos marrón dorado tan parecidos a los de un perro, Jacquet, por supuesto, me mira y su pensamiento es simple y tranquilizador: si Emanuel da la vaca, tendrá su razón para darla. Si no la da, tampoco estará mal. A la buena cabezota redonda y en falsa escuadra de Peyssou, en la que la nariz está plantada como un cuchillo de campo en una papa, da lástima verla, de tal modo está torturada por la incertidumbre. Me doy cuenta que está tratando de conciliar su naciente veneración por Fulbert y el carácter escandaloso de sus demandas. Colin no se siente menos perdido, aunque lo demuestra menos. Sin cesar mira hacia la puerta, agitado y frustrado por las razones que ya he dicho.

En los ojos de Thomas, en cambio, ni la más mínima incertidumbre: Fulbert es un infame. Y piensa eso, estoy seguro, sin darse cuenta para nada del sacrilegio que acaba de cometer Fulbert ante los ojos de todos nuestros compañeros: la vaca. Ha osado tocar a la vaca. Después de Dios (y hasta quizás antes) nuestro valor, el más sagrado. No se trata de que una vaca coincida para nosotros con su valor comercial. De ninguna manera. Si exigimos dinero cuando ella cambia de manos, es para manifestar por medio de especie el respeto cuasi religioso que le profesamos.

Meyssonnier, sí, resiente con fuerza las dos infamias de Fulbert: su infamia por así decir teórica, en tanto que representante de "la religión, opio del pueblo" y su infamia en los hechos, en tanto que persona que ha exigido con un cinismo sin límite la cesión gratuita de una vaca. Lo miro. ¡Qué poco ha cambiado desde las municipales! Siempre la misma cara larga como hoja de cuchillo con la frente estrecha, los pelos como cepillo, los ojos grises muy juntos el uno del otro y que parpadean cuando está emocionado. Y como desde el día del acontecimiento no ha podido ir al peluquero de La Roque, sus cabellos, por la fuerza de la costumbre, crecen derecho, derecho hacia el cielo, y su largo rostro se ha alargado aun más.

La puerta de la sala grande se abre. Es Miette. Miro el reloj, 10 y 25. Cinco minutos. Ni el tiempo material, incluso sobreestimando (o subestimando) a Fulbert. Mientras que en la penumbra de la gran sala Miette avanza hacia nosotros ondulando sin balandronada, propaga una ola de calor que la precede y nos envuelve. Gracias, Miette. Veo en la cara de Colin y en su renacida sonrisa que le ha vuelto la tranquilidad. Que si nuestro gran arquero no puede gozar esta noche de la presencia de Miette, que al menos nadie se la sople.

Estamos todos y nunca hasta ahora hemos tenido una asamblea plenaria con las tres mujeres, con el Momo, con el "siervo". Nos estamos democratizando. Se lo diré a Thomas.

La Menou se agacha para reanimar el fuego, porque después de terminada la comida, por economía, se ha apagado la monumental lámpara de aceite y desde ese momento, el hogar es nuestra sola luz. Sin atizador ni pinzas, nada más que acomodando los leños con astucia, la Menou consigue hacer brotar una llama y como si no hubiera esperado más que una señal para arder él también, Meyssonnier estalla:

– Cuando he visto llegar al cura -dice mezclando francés y dialecto en su furia- me di muy bien cuenta que no venía aquí por nuestros lindos ojos. Pero de todos modos, no lo hubiera creído. Es algo -dice con indignación, como si ninguna otra expresión fuera capaz de reflejar la enormidad del acontecimiento. Repite varias veces seguidas: es algo, golpeándose la rodilla con la palma de la mano.

Y sigue, fuera de sí:

– ¡Estaba ahí, sentado muy tranquilamente sobre su culo, como Dios Padre en persona y te pide tu vaca, como si te hubiera pedido un fósforo para encender su pipa! La vaca que has criado, y atendido dos veces por día durante años, que en el invierno, cuando el grifo estaba helado, te has llevado a cuestas los baldes de agua de la cocina al establo para hacerla beber, y el veterinario que te ha costado, sin contar los remedios, y el cuidado de la paja y del heno que disminuyen en tu hórreo y te preguntas si vas a poder durar hasta la otra cosecha. Ni hablo de la mala sangre que te haces cuando pare. ¿Y entonces? -prosigue con fuerza-. ¡Te recitan unos padrenuestros y te birlan tu vaca! ¿Es el retorno a la Edad Media? ¿Estamos en eso? ¿Es el clero que viene a reclamar su diezmo? ¿Y por qué no la talla y la prestación personal, ya que estamos?

Ese discurso, aunque impío, causa impresión, hasta sobre los piadosos. En la región, todavía se rememoran los señores y hasta los que van a misa desconfían del poder del cura. Sin embargo, me callo. Espero. No quisiera estar en minoría una segunda vez.

– Con todo, están los bebés -dice Colin.

– Justamente -dice Thomas- ¿por qué no confiarlos a Malevil? Me cuesta creer que haya madres que no consientan en separarse de ellos para asegurar su supervivencia.

Nada mal, Thomas. Sobrio y lógico, aunque un poco demasiado abstracto, quizá, para convencer.

– Sin embargo eso es lo que Fulbert nos ha dicho -señala Peyssou con su enorme buena fe.

Meyssonnier se encoge de hombros y dice con violencia:

– ¡Fulbert, pero si ha dicho todo lo que se le ha antojado!

Aquí, me parece, va un poco demasiado lejos para su auditorio. Porque en términos indirectos acaba de tratar a Fulbert de mentiroso y aparte de Thomas y yo mismo, nadie aquí está dispuesto a aceptar todavía tal juicio. Después de esto, hay un largo silencio. Y yo no hago nada por romperlo.