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– De todos modos hay que ver qué mal hechas están las cosas -dice por fin la Menou dejando su tejido sobre las rodillas y alisándolo con la mano porque tiene tendencia a enrollarse sobre sí mismo-. Los de La Roque son veinte y, entre esos veinte, no tienen más que un toro y cinco caballos, valiente negocio.

– Nadie te impide que les des tu vaca -dice Meyssonnier con irrisión.

No me gusta esto. Atención. Lo mío y lo tuyo me parecen nociones muy peligrosas. Intervengo.

– No estoy de acuerdo con esa manera de expresarse. Aquí no existe lo de la vaca de la Menou, ni la vaca del Estanque, ni los caballos de Emanuel. Existen los animales de Malevil, eso es todo. Y los animales de Malevil pertenecen a Malevil, es decir a todos nosotros. Si hay alguien que piense distinto, no tiene más que tomar su o sus animales e irse.

He hablado con mucho énfasis y un silencio un poco incómodo sucede a mi declaración.

– ¿Y con eso qué quieres decir? -pregunta el pequeño Colin al cabo de un rato.

– Quiero decir que si debemos separarnos de un animal, tenemos que decidirlo todos nosotros.

He dicho "separarnos", no he dicho "dar". El matiz no se le escapa a nadie.

– Tenemos que ponernos en su lugar -dice la Falvina, y todos la miramos extrañados, porque desde hace un mes que está aquí la Menou la ha acariciado tan fuerte con el pico que vacila en abrirlo. Animada por nuestra atención da un gran suspiro para liberar su aliento de los pliegues en que se pierde y agrega: -Si en Malevil tenemos tres vacas para diez y nada para los veinte de La Roque, por fuerza algún día habrá envidiosos.

– No dices nada más que lo que yo ya he dicho -dice la Menou con una voz hiriente para reponer a Falvina en su lugar.

Y yo ya estoy harto de ese terrorismo, y repongo a la Menou en el suyo.

– Bien dicho, Falvina.

Los mofletes refluyen, todo en ella se dilata, mira a la redonda, y sonríe de gusto.

– Bien que nos han robado un caballo -dice el Peyssou-, sin querer ofender a nadie -agrega al ver al pobre Jacquet encogerse en su silla-. ¿Y por qué no nos pueden robar una vaca en el pastoreo?

– ¿Una? -digo yo-. ¿Por qué no las tres? En La Roque tienen cinco caballos, bastaría con cinco hombres a caballo. ¡Se vienen para acá, matan a nuestros guardias, y adiós las vacas!

Estoy contento de haber introducido los caballos y sé muy bien por qué.

– Estamos armados -dice Colin.

Lo miro.

– Ellos también. Y mejor que nosotros. Nosotros tenemos cuatro escopetas. En La Roque tienen diez. Y, te cito a Fulbert, cartuchos en cantidad. No es nuestro caso.

Silencio. Pensamos con angustia en lo que sería una guerra entre La Roque y nosotros.

– ¡No puedo creer eso de las gentes de La Roque! -dice la Menou meneando la cabeza-. Son gentes de aquí. Son buena gente.

Señalo a los tres nuevos.

– ¿Buenos? ¿Y ellos, no son buenos? Y has visto, sin embargo…

Agrego en dialecto:

– Basta con una manzana mala para pudrirte todo el canasto.

Veo a Thomas que se inclina hacia Meyssonnier, se hace traducir el refrán en francés y lo aprueba. ¡Prestigio de los estereotipos milenarios! Mi proverbio ha recibido la unanimidad. Fulbertistas y antifulbertistas están de acuerdo. Solamente es en la identidad de la manzana mala en lo que diferimos. Para unos, es precisa, para los otros, indeterminada.

Después de mi éxito, no digo una palabra más. La conversación se generaliza. La discusión se estanca, y la dejo estancarse. En las voces, en las posturas, en la nerviosidad, siento ahora el cansancio. Mejor que se cansen: yo espero.

Y no espero mucho, porque al final de un largo silencio, Colin, dice:

– ¿Y bueno, tú, Emanuel, qué piensas de esto?

– Ah, yo me pondré de parte de la opinión general.

Me miran. Están desconcertados por mi modestia. Menos Thomas, que me mira con ironía. Pero Thomas no dirá nada. Ha progresado. Ganó en prudencia.

Me callo. Y como me lo esperaba, insisten.

– Con todo, Emanuel -dice el Peyssou- algo se te habrá ocurrido.

– Sí, algo se me habrá ocurrido. Y lo que se me ha ocurrido, por empezar, es que nos han hecho el chantaje con esos bebés. -Y el "nos", por supuesto, es la manzana mala, pero siempre indeterminada- ¿Porque en fin, te ves, Menou -aquí me deslizo hacia el dialecto- con el Momo aún bebé en los brazos, ni una gota de leche para alimentarlo y negarse a confiarlo a gentes que tienen? Y todavía el caradurismo de decirles: ¡No es la leche para Momo lo que quiero, es la vaca!

No he dicho otra cosa que lo que dijo Thomas hace unos instantes. Pero lo digo en concreto. Las mismas flores, pero no el mismo ramo. Di en la tecla, lo leo en las caras.

– Bueno -digo- cuando vayamos a La Roque aclararemos toda esta historia, y le preguntaremos a las madres qué pasa. Queda, como ustedes lo han dicho, que nosotros tenemos tres vacas y los de La Roque, ninguna. Y a partir de eso, se imaginan cómo les pueden calentar la cabeza contra nosotros (el "les" siempre sin precisar), y meterles ideas. Y esas ideas, estén seguros, no pueden ser más que malas, dado que ellos son más numerosos que nosotros y mejor armados.

Silencio.

– Entonces -dice el Peyssou- más desconcertado que nunca-. ¿Te parece, a ti, Emanuel, que hay que darles la vaca?

Exclamo de inmediato:

– ¡Darles! ¡Ah, no! ¡Jamás! De ningún modo darles. ¡No nos vamos a poner en el caso, como dice Meyssonnier, de pagarles un diezmo! ¡Como si les fuera debido! ¡Como si fuera un derecho de la ciudad hacerse alimentar de balde por el campo! ¡No faltaría más que eso! Pero si hasta no nos respetarían más, los de La Roque, si fuéramos tan estúpidos como para darles una vaca.

Las miradas brillan de indignación compartida. Unanimidad absoluta entre los fulbertistas y los antifulbertistas. Millares de generaciones de campesinos me sostienen, me acompañan y me empujan. Siento bajo mis pasos el terreno sólido y avanzo.

– En mi opinión, hay que hacerles pagar la vaca. ¡Y caro! Ya que nosotros no somos vendedores. Son ellos los que quieren comprar.

Hago una pausa y les guiño el ojo con descaro, como para decir, no soy sobrino de tratante de caballos y tratante de caballos yo mismo por nada. Digo recalcando las palabras:

– Por nuestra vaca les vamos a pedir dos caballos, tres escopetas y quinientos cartuchos.

Hago una segunda pausa para hacer resaltar mejor el carácter exorbitante de mis exigencias. Silencio. Activas consultas con las miradas. Mi logro -me lo esperaba- es bastante mitigado.

– Por las escopetas, comprendo -dice Colin-. Ellos tienen diez, les tomamos tres. Les quedan siete. Y nosotros, con nuestras cuatro escopetas y las tres que les tomamos, tenemos siete. Estaremos pues iguales. Y los cartuchos también, es una buena idea, ya que tenemos tan pocos.

Silencio. Los miro. Por más que nadie tenga voluntad para decirlo es la primera parte del trueque lo que no comprenden. Me siento bastante cansado, pero hago un esfuerzo y retomo la palabra:

– Evidentemente, ustedes se dicen: los caballos, tenemos bastantes ya: Malabar, Amaranta, Lindo Amor, sin contar a Malicia. Ustedes se dicen, no son los caballos los que dan leche. Bueno. Pero traten de ver la situación real en cuanto a los caballos en Malevil. Malicia, por el momento, inutilizable. Lindo Amor también, ya que alimenta a Malicia. Quedan dos caballos, para montar o para hacer trabajar: Malabar y Amaranta. Yo digo que dos caballos para montar para seis hombres válidos, no es bastante, porque entiendan bien una cosa (me inclino hacia adelante y acentúo con fuerza), es necesario que todos aquí un día u otro aprendan a montar. ¡Todos! Y les voy a decir por qué: antes del día del acontecimiento, en el campo, el muchacho o hasta la chica que no había aprendido a manejar, era el pobre tipo. Y el pobre tipo, ahora, va a ser el tipo que no sabe montar y que no tiene caballo. En tiempo de paz, como en tiempo de guerra. Porque si combatimos, para caer como el rayo sobre el adversario, o para huir si perdemos, no queda más que el caballo. El caballo, ahora, reemplaza todo: la moto, el auto, el tractor y la autoametralladora. Sin caballo, en la hora actual, no eres nada. Eres de la infantería, eso es todo.

A la Menou y a la Falvina no sé si las he conmovido, pero a los hombres, sí. No es el argumento guerrero, es el del estatus el que ha ganado. El pobre tipo definido como el hombre sin caballo. Exactamente como estaba definido antes del día del acontecimiento el cultivador sin tractor. ¡Ah, esa locura del tractor en nuestro rincón! ¡Un tractor para propiedades de diez hectáreas, y hasta dos! Uno compraba uno nuevo de 50 CV endeudándose y se quedaba con el viejo de 20 CV, para ayudar. ¡Como el vecino! ¡Uno no se podía arreglar con menos! ¡Para diez hectáreas cultivables y el resto de bosques!

Para algo sirve la locura, puesto que he podido operar la transferencia de prestigio del tractor al caballo.

Se vota. Incluso las mujeres están a favor. Doy un suspiro de alivio y de fatiga. Me levanto, todos me imitan y en la algazara que sigue me acerco a Meyssonnier y a Thomas y les digo en voz baja que quisiera hablar con los dos en mi habitación. Están conformes. Vuelvo a pedir silencio y digo:

– Mañana tengo la intención de asistir a la misa y comulgar, por lo menos si Fulbert me autoriza, porque no tengo intención de confesarme.

Esta declaración los deja pasmados. Siembra la cólera entre los unos (pero estos se contienen, puesto que en seguida van a verme en privado) y la alegría entre los otros. Y especialmente en la Menou, por una razón particular. Porque se había peleado a muerte con el cura de Malejac antes del día del acontecimiento, porque por falta de confesión, no le había querido dar la hostia a Momo. Y ahora espera a que si Fulbert me lo concede, su hijo podrá pasar por la brecha que yo habré practicado.