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– Los que se confesarán, harán muy bien en ser muy prudentes si se le hacen sobre Malevil -siempre el "se"- preguntas indiscretas.

Silencio. -¿Preguntas cómo? -dice de pronto Jacquet que ya tiene miedo, sabiéndose débil e influenciable, de decir demasiado.

– Bueno, preguntas sobre las armas que tenemos, y también sobre nuestras reservas de vino, de grano y de chacinados.

– ¿Y qué tengo que decir si hace preguntas como esas? -dice Jacquet, lleno de buena voluntad.

– Dices: eso, no lo sé. Habrá que preguntarle a Emanuel.

– Vamos a ver -dice el gran Peyssou, con la carota partida por una sonrisa y poniendo su grueso brazo sobre la musculosa espalda de Jacquet. (Se entienden muy bien, esos dos, desde cuando el segundo aporreó al primero.)-. Vamos a ver, para estar seguro de no equivocarte respondes así a todo. Ejemplo: el Fulbert te pregunta: ¿Hijo mío, has cometido el pecado de la carne? Y tú contestas: ah, eso, no lo sé. Hay que preguntárselo a Emanuel.

Nos reímos. Nos reímos con Peyssou, porque está tan contento con su broma, y nos reímos de Jacquet quien recibe algunas palmadas. Está encantado. Con todo, en Malevil hay otra atmósfera que en El Estanque.

En mi habitación, unos minutos después, la charla es bastante tensa con Thomas y Meyssonnier. Me reprochan vivamente que entre en el juego de Fulbert (y hasta, horror, el comulgar) en lugar de poner de patitas en la calle a ese sacerdote abusador. Les explico mi posición. Tengo miedo de un conflicto armado con La Roque, ese es el fondo del asunto. Y no quiero dar a Fulbert el más mínimo pretexto -material o religioso- para fomentarlo. Por eso le he cedido la vaca arreglándomelas para debilitar su poder combativo. Y por eso también abrazo la religión de la mayoría. Es un compromiso. Y un compromiso, por lo menos deberías comprender lo que es eso, Meyssonnier. Tu partido bastante los ha usado, antaño. (Meyssonnier pestañea.) En cuanto a Fulbert estoy casi seguro que no es un sacerdote. ¡Al seminarista pelirrojo lo inventé de cabo a rabo y Fulbert se acordó de él! Total, un impostor, un aventurero, un hombre totalmente sin escrúpulos. E incluso muy peligroso. Si ustedes fueran sensatos, tú y Thomas, también asistirían a la misa. No es una verdadera misa puesto que Fulbert no es sacerdote, y no será una verdadera comunión, puesto que no habrá consagración.

No puedo llegar más lejos, creo, con mis esfuerzos de persuasión y gozo en secreto ese colmo de la ironía: convencerlos de asistir a la misa asegurándoles que es "falsa".

En ese momento rascan en la puerta de la pieza. No golpean, rascan. Me quedo quieto, miro a mis dos huéspedes, luego mi reloj. Una de la mañana. En el silencio, vuelven a rascar. Tomo mi carabina de la repisa que Meyssonnier me ha instalado contra la pared frente a mi cama, hago una señal a Meyssonnier y a Thomas de armarse, levanto el cerrojo y apenas entreabro la puerta. Es Miette.

El tiempo de sonreír a Thomas, a quien esperaba encontrar ahí, y a Meyssonnier cuya presencia le extraña, y luego con sus manos, sus labios, sus ojos, sus pestañas, su torso, sus piernas y hasta sus cabellos, me habla. Es un método espontáneo que no tiene nada que ver con el lenguaje manual de los sordomudos que nunca aprendió, y que por otra parte yo no comprendería. Me cuenta cosas sorprendentes. Cuando acompañó a Fulbert, después de la comida, a su pieza, él le pidió que volviera con él cuando todo el mundo se hubiera dormido (un dedo girando circularmente para decir "todo el mundo" y las dos manos planas sobre su mejilla recostada para decir "dormir"). Tiene la sospecha que es para hacer el amor (aquí un gesto de una crudeza indescriptible). Habiendo visto luz en mi cuarto (el dedito de la mano derecha levantado y con la otra mano dibujando una aureola en la extremidad del dedito para significar la llama), subió para preguntarme si yo estaba de acuerdo.

– No me opongo -dije al fin-. Haces lo que quieres, Miette. Nadie te fuerza, ni en un sentido ni en otro.

Bueno, voy, dice su mímica, por cortesía y por gentileza. Pero sin ningún entusiasmo.

– ¿Entonces no te gusta, Miette?

Bizquera y manos juntas (Fulbert), luego la mano derecha sobre su corazón y por fin el índice de la misma mano es sacudido de derecha a izquierda con vigor delante de su nariz. Hecho esto sale y cierra la puerta detrás de ella. Los tres estamos clavados delante de la puerta cerrada.

– Hay que ver, ese -dice Thomas.

– Hubieras podido oponerte -dice Meyssonnier, con la mirada dura y el entrecejo fruncido.

Me encojo de hombros. -¿En nombre de qué? Sabes muy bien que el principio es dejarla hacer lo que quiere.

Los miro. Están furiosos y ultrajados como maridos engañados. Es un sentimiento paradójico y hasta un poco cómico, porque al fin y al cabo no estamos celosos los unos de los otros. Probablemente porque todo sucede en el interior del grupo, a la vista y paciencia de todo el mundo. No hay engaño ni desvergüenza. Nuestro arreglo comporta incluso un aspecto institucional completamente tranquilizador. Mientras que Fulbert, no sólo no pertenece a nuestro grupo, sino que ha actuado con la mayor hipocresía. Thomas y Meyssonnier me hacen ver que si Miette no hubiera sido tan leal, ni se hubieran enterado de su "adulterio". No pronuncian la palabra, porque de todos modos tienen el sentido del ridículo, pero la cosa no está muy lejos de su mente. No hay más que verlos hervir de rabia.

– ¡Qué puerco! -dice Meyssonnier, y como el francés no le basta, lo dice también en dialecto.

Thomas asiente, saliendo por una vez de su impasibilidad.

– En todo caso -dice Meyssonnier con tono amenazador- vas a ver cómo les voy a decir mañana a Colin y a Peyssou de qué modo el Fulbert ha pasado la noche.

Exclamo, asustado:

– ¡No se lo vas a decir!

– ¿Por qué? -dice Meyssonnier-. Tienen derecho a saberlo ¿no te parece?

Es verdad, tienen derecho a saber cómo también ellos han sido engañados. Sobre todo Colin, que lo fue doblemente.

– Y hasta se lo diré a Jacquet -agrega Meyssonnier con los puños cerrados-. El siervo tiene los mismos derechos que nosotros.

Intervengo otra vez, cediendo algo para no perderlo todo.

– Díselo a Colin, pero no a Peyssou. O mejor espera para decírselo cuando Fulbert se haya ido. Conoces a Peyssou ¡sería capaz de romperle la jeta!

– Y haría muy bien -dice Thomas, con los labios apretados.

En cuanto a Miette, ni una palabra, y hasta estoy seguro, ni un pensamiento de reprobación, sino al contrario, la certidumbre que el furbo de Fulbert ha abusado del sentimiento del deber y de la hospitalidad de la pobre chica. Estoy seguro también que si propusiera ir a despertar en seguida a Colin, Peyssou y Jacquet, y entre todos derribar la puerta de Fulbert y tirarlo afuera con su burro, la proposición sería aclamada. No deseando de ninguna manera vivir esta escena, me contento con soñarla. Y cuando imagino a los seis maridos engañados precipitándose a la habitación y dándole una paliza al amante de su mujer, me pongo a reír.

– No hay de qué reírse -dice Meyssonnier con severidad.

– Vamos, vete a acostar. Lo que está hecho está hecho.

Ese truismo tranquilizador no surte efecto en él, en ellos debería decir, porque Thomas, aunque hable menos, rabia igual.

– Lo que me asquea -dice Meyssonnier- es pensar que ha tratado de aprovecharse del impedimento de la chica. Se dijo: es muda, no lo va a contar.

– ¡Como para asistir mañana a su misa -agregó levantando la voz- nada más que para verlo soltar todas esas idioteces sobre el pecado sabiendo lo que yo sé! Vamos, me voy a acostar -agrega al darse cuenta de mi impaciencia.

Se va, cabizbajo. Mientras tanto, mi cara es de piedra para que Thomas se calle. No hago un drama del asunto. Primero, Fulbert no es sacerdote. Y por otra parte, que un sacerdote haga el amor, después de todo ¿por qué no? Y que lo haga ocultándose, pobre diablo, es su estigma.

No le culpo a Fulbert el habernos soplado a Miette a lo largo de una noche. Mañana utilizaré sin vergüenza este incidente contra él, pero por otras razones. Porque es, estoy seguro, un hombre sin bondad y sin justicia, que no quiere bien a Malevil, y contra quien reharé la unidad de Malevil. Esa unidad en la que la cuestión religiosa casi consiguió, esta noche, abrir una brecha.

El candelero apagado, me acuesto, pero como me lo esperaba, sin lograr dormirme. Thomas tampoco lo logra. Lo oigo dar vueltas y vueltas en su canapé. Hace una tentativa de hablarme, pero lo rechazo con violencia. A falta de sueño, quiero tener silencio al menos.

X

Después del desayuno, mientras Fulbert en "su" habitación recibe a los penitentes, me dirijo hacia La Maternidad para montar a Malabar y continuar su instrucción. Todavía falta para que a pesar de mis cuidados, el pesado caballo de tiro se convierta en un caballo de silla aceptable. Su boca tiene poca sensibilidad, comprende cuando se le antoja el lenguaje de las ayudas, y detenerlo no es fácil. Me incomoda también el ancho de su lomo que me obliga a separar las piernas más de lo que estoy acostumbrado y hace que mi pinza sea menos eficaz. Es tan pesado este Malabar que me hace el efecto, cuando lo monto, de ser un caballero de la Edad Media. No me falta más que la armadura: no le molestaría para nada, por otra parte. El enorme padrillo es capaz, estoy completamente seguro, de llevar dos o tres veces mi peso. Dispone de una reserva de fuerza increíble y cuando galopa, me da siempre la impresión de cargar. Pero, si me asombro del ancho de su lomo, no critico su comodidad. Uno se siente francamente bien, y,si fuera cuestión de hacer un largo paseo en el que la velocidad tuviera poca importancia, recomendaría a Malabar a las nalgas sensibles.