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Como me quedo silencioso, estupefacto por la audacia de Fulbert, recomienza su última mímica.

– Pero sí, Miette, has hecho muy bien -le digo, la mano izquierda sobre sus pesados y lindos cabellos acariciando su nuca, mientras que con la mano derecha vuelvo a poner en marcha a Malabar que se impacienta. Luego, al vuelo, mientras caminamos, varias veces me da besitos en la mejilla, un poco en cualquier lado, y en un momento hasta creo que va a besarme en la boca, como a Malabar. Pero no, en una de esas se va para ayudar en La Maternidad, de donde veo salir a la Falvina rodando como una bola, con sus anchas caderas bamboleándose como un navío, en dirección al torreón.

Me parece que a Fulbert se le ha ido la mano y que el asunto está tomando para él un giro peligroso. Me desprendo sin embargo de esos pensamientos y me concentro en mi tarea. Monto y trabajo a Malabar alrededor del patio en los tres pasos, no usando más que la brida de abertura para las vueltas, e insistiendo sobre todo en el trote. Tengo espuelas sin roseta, pero las empleo con mucha mesura, y aun cuando se hace el testarudo, no uso casi nunca la fusta que, estoy seguro, no le duele nada, pero que parece considerar como un ultraje. Al cabo de una media hora, estoy bañado en sudor, tanta es la fuerza que tengo que desplegar para dominar al enorme animal.

Con el rabo del ojo, mientras doy vueltas alrededor del patio, he visto a Jacquet salir para el torreón, con los brazos caídos, las manos a medio abrir, sus pesados hombros hacia adelante. Estoy cansado, Malabar también. Desmonto y llevo al padrillo a La Maternidad. Colin surge con los labios apretados, entra conmigo en el box, y cuando le saco filete y silla y los pongo en el tabique, sin una palabra hace una bola de paja y frota con rabia los flancos lustrosos de sudor del padrillo. Yo hago otro tanto, pero sin rabia, del otro lado, lanzándole al gran arquero algunas miradas por encima de la cruz, esperando que estalle. Y bueno, ya está, se largó. Ha visto a Meyssonnier y a Thomas. Estaban arreglando en el depósito el botín del Estanque, y Meyssonnier le contó cómo había pasado la noche Miette. Lo escucho. Mi función principal, en Malevil, es la de escuchar. Una vez terminada la explosión, le doy consejos de moderación. Comienzo a estar inquieto. La cosa anda demasiado mal para Fulbert. Me pregunto si no voy a tener que mitigar su derrota para que nos separemos sin escándalo.

– ¿Has visto a Peyssou?

– No.

– Bueno, si lo ves, no se lo digas. Me oyes, no se lo digas.

Asiente de mala gana y cuando voy a suspender filete y silla en el guardarnés, el gran burro gris de Fulbert se pone a rebuznar como para romper el tímpano. El pequeño Colin se alza sobre la punta de los pies y echa una ojeada en su box.

– ¿Y bien -dice con desdén-, pretendes ser un padrillo, pequeño pretencioso, como para darte el lujo de que se te pare? ¿Te figuras que nuestras yeguas son para ti, especie de asno? ¿Y si te largáramos, a ti y a tu patrón, a los fosos? ¡En el agua bien helada! ¡Eso sí que les iba a refrescar el culo!

Me río a causa de la mezcolanza y prolongo mi risa con prudencia para quitarle toda seriedad a la proposición.

– En todo caso -dice Colin un poco calmado por su propia broma- puedes estar seguro que no iré a confesarme. -Le doy una palmadita en el omóplato y me dirijo hacia el torreón para cambiarme.

En el puente levadizo me cruzo con la Menou, que me parece preocupada. Me detengo, alza hacia mí su calaverita donde brillan unos ojos vivos

– Justamente, quisiera decirte, Emanuel, que el Fulbert, después, de la confesión, me ha dicho que le preocupaban nuestros deberes religiosos, que seguramente no se podría ir todos los domingos a La Roque, era demasiado lejos y que en esas condiciones se preguntaba si no iría a formar un vicario y enviarlo a vivir definitivamente en Malevil.

La miro, boquiabierto. Ya me parecía, me dice la Menou, que eso no te haría muy feliz.

¡No muy feliz! ¡Es un eufemismo! Veo demasiado bien lo que se oculta detrás de esa solicitud. Como Colin hace un rato y por una razón distinta, me rechinan los dientes mientras trepo por la escalera caracol del torreón. Cuando desemboco en el primer piso, una de las dos puertas se abre y aparece Fulbert, acompañando a Peyssou. Jacquet está parado en el rellano, esperando su turno.

– Buen día, Emanuel -dice Fulbert con una cierta frialdad. (Ya sabe que no tengo la intención de confesarme.)- ¿Podría verte unos minutos en mi pieza antes de la misa?

– Te esperaré en la mía -digo-. Es en el segundo, la de la derecha.

– Entendido -dice Fulbert.

Mi desaire no lo ha hecho perder nada de su majestad y es con un gracioso gesto que hace seña a Jacquet de entrar.

– Peyssou -digo en seguida-. ¿Quieres hacerme un favor?

– Pero con mucho gusto.

– Voy a instalarte en la pieza al lado de la mía y pedirte que limpies las escopetas. ¡Y como un sol, carajo!, ¡como choto de padrillo!

Ese lenguaje militar le gusta, asiente, y yo estoy contento, no de tener las escopetas limpias, pero sí de retirar a Peyssou de la circulación hasta la misa. Las cosas son ya demasiado complicadas como para cargar, además, con el problema de Peyssou.

En mi habitación me saco el pulóver y la camiseta y con el torso desnudo, me acicalo. No puedo estar más nervioso y preocupado. Pienso constantemente en la entrevista que se aproxima y me dirijo a mí mismo consejos de moderación. Abro mis cajones y para cambiarme las ideas, me doy el pequeño gusto de elegir una camisa. Mis camisas son mi lujo. Tengo dos buenas docenas, de lana, de algodón y de popelina. La Menou las cuida. Ni se les ocurra que ella va a dejar "a algún otro" chapucerarlas con el lavado o quemarlas con la plancha.

Apenas me he abotonado cuando golpean. Es Fulbert. Ha debido despachar a Jacquet. Entra, su mirada recae sobre mis cajones abiertos y es aquí donde se ubica el episodio de la "petición fraternal" que ya he contado.

Lo hago, de bastante mala gana con todo. Cada uno tiene sus debilidades: a mí me importan mis camisas. Es verdad sin embargo que la suya, si no tiene más que esa, muestra su trama y que parece muy contento de cambiarla, al instante, por una de las mías. Me quedo estupefacto, ya lo he dicho, cuando veo a Fulbert sin ropa. Porque en contraste con su rostro descarnado, su torso es corpulento. No es que le falten músculos a Fulbert, pero sus músculos están disimulados como los de los boxeadores negros. Todo es pues engañoso en él, incluso la apariencia.

Le cedo con cortesía el sillón de mi escritorio, pero es una cortesía interesada, porque sentado en el canapé le doy la espalda a la luz y le oculto mi cara.

– Gracias por la camisa, Emanuel -dice con dignidad.

Termina de abotonar su cuello y de anudar su corbata de tejido gris y mientras, me mira con cara seria corrigiendo su seriedad con una sonrisa dulce. Es muy inteligente, Fulbert. Hasta sutil. Debe darse cuenta que hay algo que no anda, que sus planes están amenazados, que yo represento un peligro para éclass="underline" su mirada es como una larga antena que se pasea con circunspección por todo el contorno de mi persona.

– ¿Me permites que te haga algunas preguntas? -dice por fin.

– Habla.

– Me dijeron en La Roque que tú eras bastante tibio con respecto a la religión.

– Es verdad. Era bastante tibio.

– Y que llevabas una vida poco edificante.

Atempera su frase con una sonrisita, pero yo no contesto a esa sonrisa.

– ¿Qué entienden en La Roque por una vida poco edificante?

– Poco edificante del lado mujeres.

Reflexiono. No voy a dejar pasar esto. Tampoco quiero ni escándalo ni ruptura. Busco la réplica mínima.

– No ignoras, Fulbert, qué difícil es para un hombre vigoroso, como tú y como yo, pasarse sin mujer.

Diciendo esto, levanto la vista y lo miro. No rechista. Se queda completamente impasible. Demasiado, quizá. Porque en nombre de la "enfermedad que no perdona" y del "pie en la tumba", debería protestar contra el vigor que le atribuyo. Prueba que no es este el aspecto de mi frase el que lo ha afectado.

De golpe, sonríe.

– ¿No te molesta contestar a mis preguntas, Emanuel? No quisiera parecer como queriéndote confesar a pesar tuyo.

De nuevo no contesto a su sonrisa. Digo con una seriedad un poco fría:

– No me molesta.

Prosigue:

– ¿Cuándo te acercaste por última vez a la santa mesa?

– Tenía quince años.

– Se dice que estabas muy influenciado por tu tío protestante.

¡No me va a agarrar sin perro! Rechazo con fuerza la sospecha de herejía.

– Mi tío era protestante. Yo soy católico.

– Sin embargo, te habías vuelto muy tibio.

– Sí, así era.

– ¿No lo eres más?

– Tú debes saberlo.

Lo digo sin amenidad y los bellos ojos bizcos parpadean un poco.

– Emanuel -dice con su voz más profunda- si con eso quieres hacer alusión a tus lecturas, durante la velada, del Antiguo Testamento, tengo que decirte que aun reconociendo la pureza de tus intenciones, no creo que esas lecturas sean muy buenas para tus compañeros.

– Fueron ellos quienes me lo pidieron.

– No lo ignoro -dijo con mal talante.