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Es poco claro y sin embargo comprendemos. Fue la avalancha. Llegamos todos al mismo tiempo a la puerta y nos cuesta pasarla. Justo en el momento en que salimos la lluvia recomienza. Cae a baldes ¡pero qué nos importa! Menos Fulbert, que se cobija bajo la cimbra de la puertita de la torre, y la Falvina y la Menou que se ponen a su lado, todos nos ponemos a reír y a gritar bajo el aguacero. Es tibio, por otra parte, o así nos parece. Chorrea por nuestro cuerpo y hace brillar las negras baldosas centenarias bajo nuestros pies. De los matacanes del torreón, a lo largo de las viejas piedras, caen unas pequeñas cascadas muy particulares las que, más abajo, se unen al grueso del aguacero. El cielo está gris-blanco un poco rosado. Desde hace dos meses que no se lo ha visto tan claro. Miette se saca de un golpe la blusa y ofrece a la lluvia su torso joven que nunca ha conocido corpiño. Se ríe, patalea, y se contonea, con los dos brazos en alto y blandiendo con una mano su cabellera hacia el cielo. Nosotros también bailaríamos, estoy seguro, si la tradición de los primeros hombres no se hubiera perdido. En lugar de bailar, discutimos.

– ¡Ya vas a ver -grita Peyssou- como nuestro trigo va a crecer ahora!

– La lluvia no basta -dice Meyssonnier-. ¡No es por falta de haberlo regado que no ves salir ni un brote! Lo que le hace falta es el sol.

– ¡Pero el sol, vas a tenerlo más de lo que quisieras! -dice Peyssou, cuya confianza no admite más límites-. La lluvia va a hacerlo salir. ¿No es cierto Jacquet? -agrega dándole una palmada en la espalda.

Jacquet asegura que es la pura verdad, y que el sol va a salir, pero sin atreverse a contestar la palmada con una palmada igual.

– ¡Ya es tiempo! -dice el gran arquero-. Ya estamos en junio y hace tanto frío como en marzo.

La lluvia no mengua. Después de los primeros minutos de locura, todos nos hemos puesto al abrigo, menos Miette, que sigue bailando y cantando, aunque ningún sonido salga de su boca, y Momo, a pocos pasos de ella, inmóvil, él, pero con la cabeza echada hacia atrás, abriendo la boca para recibir la lluvia, y dejándola chorrear por la cara. Minuto tras minuto la Menou le grita que entre, que se va a pescar una buena (predicción siempre desmentida, porque tiene una salud de hierro), y que si no entra, le va a dar una patada en el culo. Pero él está a veinte metros de ella, el puente levadizo está bajo, y en un santiamén puede poner los pies en polvorosa, y seguro de la impunidad, ni siquiera contesta. Bebe la lluvia con delicia, con sus ojos fijos en los desnudos pechos de Miette.

– ¡Pero déjalo en paz! -interviene Peyssou-. ¡Siempre atrás! Sin contar con que le hace bien un poco de agua. No es para ofenderte, Menou, ¡pero tu hijo apesta como un puerco! ¡Y cómo me molestaba durante la misa, el pobre!

– Es que no lo puedo lavar sola -dice la Menou-. Es demasiado pesado para mí, ya lo sabes.

– ¡Dios mío! -dice Peyssou, que se calla confundido y echa una mirada a Fulbert con quien la Falvina está charlando de su hermano, el zapatero de La Roque, y de su nieta Cati-. ¡Ahora recuerdo! Es que no se ha bañado este cochino desde el día en que me va a decir "aporrearon" pero se ataja justo a tiempo. Por desgracia, todos hemos comprendido. Jacquet también, y da pena ver su cara de buenazo.

– ¡Entra, Momo! -grita la Menou con impotente furia.

– ¡No conseguirás que entre -dice Meyssonnier con sensatez- mientras Miette siga dándose una ducha! Se regodea, el Momo.

Todos nos reímos, menos la Menou. Tiene el horror sagrado de la campesina por la desnudez. Frunce los labios y dice:

– Que es mismo nada más que una pagana, esta chica, mostrando sus limones a todo el mundo.

– Ah, vamos -dice Colin-, pero si todo el mundo los conoce aquí, menos Momo.

Y diciendo eso, con descaro, mira a Fulbert. Pero Fulbert, abstraído por la Falvina, no oye nada, o finge no oír. Y como Peyssou me dirige una mirada interrogativa, arrecian mis temores y decido precipitar un poco las cosas y apurar la partida del santo hombre. Le grito a Miette que venga y ordeno a la Menou que nos haga un gran fuego. ¡Pero se imaginan que ni piensa en la economía, ahora que se trata de secar a su hijo! Miette viene con nosotros, con su blusa en la mano, y entregada a la inocencia de su juego (sin que Fulbert, lo noto, se atreva ni a retarla ni siquiera a mirarla). Momo la sigue al interior en seguida, demasiado contento con la idea de verla tender su blusa a las llamas del atrio. Lo que hace. Y ahí estamos todos, con nuestra ropa humeando, rodeándola, asándonos nosotros también en ese fuego de infierno, y con nuestros pensamientos no muy lejos del diablo, según observo.

Miette me mira e instala su blusa sobre una silla baja, porque necesita sus manos para hablarme. Tiene que hacerme reproches y me tira hacia un lado. La sigo. La mímica comienza. Me había guardado una silla a su lado en la misa y vio muy bien (un dedo sobre la ojera) que a último momento me había metido en la segunda fila (gesto de la mano figurando un pez que, en el último segundo, cambia de posición).

La tranquilizo. No es por culpa de ella que escapé, sino por culpa del Momo, y ella sabe muy bien por qué. Confirma que Momo, en efecto (pulgar e índice apretando la nariz). Se asombra de ello. Le describo las dificultades que tenemos que afrontar para lavarlo, la necesidad del ataque por sorpresa, el número elevado de participantes, la energía desplegada, la astucia y la fuerza con que Momo desbarata nuestras tentativas. Me escucha con atención, hasta se ríe. Y de golpe, plantándose delante de mí, las manos en las caderas, la mirada resuelta y sacudiendo su melena negra, me anuncia que desde ese momento será ella la que bañará a Momo.

Luego viene el turno de la Menou que me pregunta en voz baja si hace falta que sirva "al mundo" algo. (Es sobre todo en alimentar a su hijo en lo que piensa, la hipócrita, para inmunizarlo contra el "golpe de frío".) Le contesto en el mismo registro que prefiero esperar la partida del cura y que mientras tanto le haga a Fulbert un paquete con una hogaza y un kilo de manteca para los de La Roque.

Todo Malevil está ahí, en el castillete de entrada, cuando Fulbert se va, aprovechando una escampada, modestamente montado en su burro gris. Los adioses tienen muchos matices. Meyssonnier y Thomas fríos como hielo. Colin, en el límite de la impertinencia. Yo mismo, con bastante aceite, pero distante de familiaridad. Son verdaderamente cordiales sólo las dos meninas y por el momento al menos, Peyssou y Jacquet. Miette no se acerca, y Fulbert parece olvidarla. A veinte pasos de nosotros está discutiendo animadamente con Momo. Como está de espaldas a mí no puedo ver sus mímicas, pero lo que dice debe encontrar en Momo fuerte oposición, porque oigo las acostumbradas onomatopeyas de negativa. Sin embargo no rompe amarras como lo haría con su madre o conmigo. Se queda clavado en el suelo delante de ella, con la mirada fascinada, la cara como embotada, y me parece que sus negativas van perdiendo poco a poco fuerza y frecuencia.

Devuelvo a Fulbert, con una amable sonrisa, la culata de su escopeta. La desliza en su lugar, pone su arma en bandolera. No ha perdido nada de su calma y de su dignidad. Antes de montar en su burro, me significa con un suspiro que calibra con tristeza el grado de caridad de los hombres, que acepta las condiciones impuestas por mí al don de la vaca a la parroquia de La Roque aunque las encuentre un poco duras. Le contesto que esas condiciones no son las mías, pero recibe esta declaración con un escepticismo que, pensándolo bien, no me asombra para nada, puesto que él mismo acaba de aceptar mis condiciones sin consultar con sus feligreses. No me atrevo a decir sus conciudadanos, puesto que ha hablado de parroquia, no de comuna. Una cosa es segura: él lo decide todo solo en La Roque, y me atribuye aquí el mismo poder.

Fulbert nos endilga en seguida un pequeño discurso sobre el carácter evidentemente providencial de la lluvia que nos ha traído la salvación cuando todos estábamos esperando nuestra condena. Mientras habla, con los dos brazos extendidos delante de él y elevados varias veces de abajo a arriba, hace un gesto que ya no me gustaba mucho en Paulo VI, pero que, en Fulbert me parece completamente caricatural. Al mismo tiempo, nos observa a uno después del otro con sus bellos ojos estrábicos. Ha anotado cada cosa de nuestros comportamientos diferentes con respecto a él y no se olvidará de nada.

Habiendo terminado su discurso e invitándonos a rezar, nos recuerda que piensa enviarnos un vicario, nos bendice y se va. Colin, detrás de él, cierra en seguida el pesado batiente bardado de hierro de manera de hacerlo golpear con insolencia. Le hago "tt, tt" con la lengua, pero sin decir una palabra. Por lo demás, no tengo tiempo de hablar, la Menou pega un alarido de inquietud.

– ¿Y dónde está Momo?

– Vamos, no se ha perdido -dice Peyssou-. ¿Adónde quieres que esté?

– Lo vi hace un instante -digo yo-, discutiendo con Miette delante de La Maternidad.

Y ya está la Menou en La Maternidad llamando ¡Momo!

¡Momo! Pero La Maternidad está vacía.

– Ah, ahora me acuerdo -dice Colin-. Hace un instante tu Momo ha salido corriendo en dirección al puente levadizo. Con Miette. Se tenían por la mano. Dos chicos, se hubiera dicho.

– ¡Ay, Dios mío! -grita la Menou-. Se pone a correr también y nosotros la seguimos, a medias riéndonos, a medias intrigados. Y en vista de que con todo lo queremos mucho a Momo, nos dividimos en equipos para registrar el castillo, unos a la bodega, otros a la reserva de leña y otros a la planta baja de la casa. De golpe me acuerdo de los proyectos de Miette, y exclamo: