– ¡Ven, la Menou! ¡Te voy a decir adónde está tu hijo!
La arrastro hacia el torreón. Todos nos pisan los talones y en el primero, cruzando el vasto rellano, me detengo delante de la puerta del cuarto de baño, trato de abrirla, está cerrada. Golpeo con el puño contra el pesado panel de roble.
– ¿Momo? ¿Estás ahí?
– Mé bouémalabé oneieu! -grita la voz de Momo.
– Está con Miette -digo yo-. No va a salir en seguida.
– ¿Pero qué le está haciendo? ¿Qué le está haciendo? -grita la Menou con angustia.
– No le hace ningún mal en todo caso -dice Peyssou.
Y se pone a reír a las carcajadas, dándole fuertes palmadas a Jacquet en la espalda y sobre sus propios muslos. Y todos lo imitan. Es curioso. De Momo, no son para nada celosos. Momo es uno de Malevil, hace falta de todos modos no confundir.
Forma parte de él. Aun cuando sea un poco retardado, es uno de nosotros. No se puede comparar.
– Lo está bañando -digo-. Miette me había dicho que lo iba a hacer.
– Hubieras debido prevenirme -comentó la Menou con reproche-. Lo hubiera vigilado mejor.
Todos protestan. ¿Por lo menos no va a impedir que Miette lo lave? ¡Hiede como un macho cabrío, Momo! ¡Que todo el mundo va a salir ganando si Miette lo deja limpio! ¡Sin contar con los riesgos de enfermedad! ¡Y los piojos!
– Nunca tuvo piojos, Momo -dice la Menou dolorida. Con lo que miente sin convencer a nadie. Ahí está, delante de esa puerta, flaca y pálida, yendo y viniendo como una gallina que ha perdido su pollito. Delante de nosotros, no se atreve a llamar a Momo ni golpear a la puerta. Además, sabe muy bien lo que él le contestaría.
– Esos extranjeros -vuelve a empezar con rabia-. Que muy bien me lo dije el primer día que no había nada bueno que esperar de ellos. Los salvajes, no son de todos modos gente como para meter bajo el mismo techo que a los cristianos.
Falvina ya se carga de hombros, resignada. Va a recaer sobre ella. Está segura. Jacquet es un muchacho, y la Menou no le dice nada. Miette, muy apoyada. Pero la pobre Falvina…
– Extranjeros -digo con severidad-. ¿Y de dónde sacas eso? ¡Si Falvina es tu prima!
– ¡Linda prima! -dice la Menou con los labios apretados.
– Y que tú no eres muy linda tampoco, si sigues con esas -digo en dialecto-. Vamos, mejor vete a buscar ropa limpia para tu Momo. Y podrías también darle el pantalón número tres, que éste se está cayendo en pedazos.
Cuando por fin la puerta del cuarto de baño se abre, Colin viene a buscarme a mi pieza, adonde cargaba de nuevo las armas y las ordenaba en la panoplia, para gozar del espectáculo.
Momo está sentado en el banquito de caña, envuelto en la salida de baño a ramazones azules y amarillos que me había comprado un poco antes del día del acontecimiento. El ojo en flor, la sonrisa de oreja a oreja, el Momo resplandece, mientras que Miette, de pie detrás de él, contempla su obra. Está irreconocible, el Momo. Su tinte se ha aclarado en varios tonos, está afeitado, con el pelo cortado y peinado y se pavonea en su trono, perfumado como una cortesana, porque Miette le ha derramado sobre el cuerpo el contenido de un frasco de Chanel, olvidado en el armario por Birgitta.
Un poco más tarde, en mi pieza, tengo una conversación bastante importante con Peyssou y Colin, luego me dejan para ir a dar una vuelta por los Rhunes. Peyssou debe alimentar la irracional esperanza de que el trigo va a salir acto seguido. O también, es el reflejo del cultivador que va a ver sus campos después de la tormenta, sin una bien definida intención. En cuanto a mí, me dirijo a la gran sala. La inocencia de la lluvia y la partida del menos inocente Fulbert me han puesto de buen humor, y voy silbando mientras camino hacia la Menou. Está sola, no veo más que su espalda, tiene la nariz metida en una cacerola.
– ¿Entonces, qué nos darás de rico, Menou?
Dice sin mirarme:
– Ya lo verás.
Luego se da vuelta, pega un gritito y sus ojos se llenan de lágrimas.
– ¡Te tomé por tu tío!
– La misma manera -dice- de entrar en la pieza silbando y de decir, ¿entonces, Menou, qué nos darás de rico? La misma voz también. Que me hizo algo…
Sigue:
– Y qué alegre era tu tío, Emanuel. El hombre que le gustaba la vida. Como tú. Un poco demasiado quizás -agrega recordando que con la vejez se ha vuelto virtuosa y misógina.
– Bah, bah -digo yo siguiendo su pensamiento mucho más allá de las palabras-. No vas a enojarte con Miette porque te ha bañado a tu hijo. No te lo ha tomado. Te lo ha fregado.
– Lo sé -dice-, lo sé.
De pronto me siento muy contento que me haya hablado de mi tío y que me haya comparado a él. Y como desde hace un mes con motivo de sus picotazos a la Falvina, que con todo me parecen excesivos, me sucede que con bastante frecuencia la reprendo ásperamente, le sonrío. Está embargada totalmente por mi sonrisa y me da vuelta la espalda. A esa vieja coriácea no le falta corazón, aun si hace falta encontrarlo bajo varios espesores de corteza.
– Y tú, Emanuel -dice al cabo de un momento- ¿puedo preguntarte por qué no quisiste confesarte? De todos modos hace bien confesarse. Limpia.
No hubiera creído que esa noche iba a tener una discusión teológica con la Menou. Me planto delante del fuego con las manos en los bolsillos. No es un día como cualquier otro. Todavía estoy metido en mi completo de entierros. Me siento casi tan digno como Fulbert.
– A propósito de confesión, ¿te puedo hacer una pregunta, Menou?
– Pero dale -me dice- sabes muy bien que entre nosotros no hay problemas.
Con su pequeña calavera erguida sobre su cuerpo flaco, me mira de abajo a arriba, con aire atento, y un cucharón en la mano. Es verdaderamente muy chiquita, la Menou. Y reducida al mínimo. ¡Pero qué ojo! ¡Fino, sagaz, indomable!
– ¿Cuando te has confesado, Menou, has dicho a Fulbert que a veces te pasaba que eras un poco perra con la Falvina?
– ¡Yo! -dice con indignación-. ¿Yo, perra con la Falvina? ¡Hay que ver! ¡Qué será lo que no habrá que oír! ¡Es el colmo, esto! Yo que me gano el paraíso todos los días con soportar semejante montón.
Me mira y prosigue, como presa de un súbito escrúpulo:
– Perra, sí, puedo serlo, pero no con la Falvina. ¡Con el Momo, ves, soy una perra! Que todo el tiempo le estoy atrás, gritándole, haciéndole la vida imposible. ¡Y hasta a darle unas cachetadas, a su edad, pobre chico! Que eso me da muchos remordimientos, después, como se lo dije a Fulbert.
Agrega con aire austero.
– Pero eso no es una excusa.
Me pongo a reír.
– ¿Por qué te ríes? -me dice, más bien mortificada.
Pero el gran Peyssou entra en ese momento en la sala, con Colin, y su llegada suspende mi respuesta. Es una lástima. Sin embargo, cuando llegue la ocasión, ya se lo diré a la Menou, que su confesión la ha limpiado pero al lado de la mancha.
Esa noche, después de la comida tomada en común y muy aliviado por la partida de nuestro huésped, se celebra una asamblea plenaria alrededor de la chimenea.
Como primera medida se decide no aceptar en ningún caso al vicario que Fulbert nos destina. Como segunda medida, bajo la proposición de Peyssou y de Colin, y por unanimidad de votos, resulto elegido abate de Malevil.
NOTA DE THOMAS
Vengo de leer este capítulo e incluso, para mayor tranquilidad de conciencia, el capítulo siguiente: Emanuel no dirá nada más sobre la asamblea plenaria que, por la proposición de Peyssou y Colin, y por unanimidad de votos, lo ha elegido abate de Malevil.
Supongo que el lector estará un poco asombrado. Yo también. Y hay de qué, cuando se lee, resumido en tres líneas, el resultado de una asamblea que ha durado tres horas.
También uno se puede preguntar cómo se les ocurrió la idea, a Peyssou y Colin, de emitir semejante proposición y, sobre todo, cómo es posible que Meyssonnier y yo mismo hayamos votado a favor.
Veamos primero el testimonio de Colin a quien, al día siguiente del voto, fui a entrevistar en el depósito, mientras Emanuel trabajaba a Malabar en el primer recinto. Transcribo el informe de Colin palabra por palabra:
– Por supuesto, que fue Emanuel quien nos pidió, a Peyssou y a mí, proponerlo como abate de Malevil. ¡Te imaginas que esa no es una idea como para que se nos hubiera ocurrido a nosotros solos! ¡Nos lo pidió en su pieza, después del baño de Momo! Y los argumentos, ya los conoces. Bastante se machacaron ayer a la noche. Primero: no había que dejarse imponer el espía que Fulbert trataba de endilgarnos. Segundo: tampoco había que frustrar a los de Malevil que desean oír misa. Si no, la mitad de Malevil va a ir a La Roque el domingo, y la mitad se quedará en el castillo. No habrá más unidad, eso creará una situación muy malsana.
– Pero en fin -digo- sabes muy bien que Emanuel no es creyente.
– ¡Ah, eso -dice Colin- no estoy tan seguro como tú! Casi te diría que según mi opinión, Emanuel ha tenido una inclinación bastante fuerte por la religión. Lo que pasa, es que hubiera querido ser su propio cura.
Dicho esto, me mira con su famosa sonrisa y agrega: