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Cuando se entra por la puerta sur, se presenta ante uno un dédalo de estrechas callecitas, luego se desemboca sobre la calle mayor. Es apenas más ancha que las otras, pero la llaman así en razón de los negocios que la flanquean. Esta calle mayor tiene otro nombre: el atajo.

Sus negocios son muy lindos porque cuando sonó la hora de la modernización, Monumentos Públicos prohibió que se tocara a los medios puntos de las aberturas. El resto es de aparentes piedras doradas con unas junturas muy discretas, los techos de piedras chatas, y las partes reconstruidas lo han sido en tejas de pizarra nuevas, claras y cálidas, zigzagueando en medio de las manchas gris-negro de las tejas de pizarra antiguas. Las grandes baldosas desparejas tienen como las casas cuatrocientos años y están magníficamente pulidas por los hombres que han visto pasar.

Esta calle mayor sube de manera muy empinada hasta el portal del castillo, exornado, monumental, pero sin castillete de entrada, sin matacanes, sin troneras, porque esas "defensas" en la época tardía en que fue construido habían pasado de moda. Incluso la puerta fue pintada de verde oscuro por los Lormiaux, lo que a primera vista llama la atención porque todos los postigos en La Roque están pintados de rojo oscuro como lo exige la tradición. También el castillo es de muros corridos contra los cuales se apoyan en colgadizo casas que tienen su misma edad, y es enteramente del siglo XVI, habiendo sido reconstruido sobre el emplazamiento de una fortaleza que se incendió. Delante de él, se extiende una pequeña explanada de cincuenta metros por treinta de donde se goza de una extensa vista -con tiempo claro, se ve hasta Malevil- y donde los Lormiaux han hecho acarrear enormes cantidades de mantillo para dotarse de un cuadro de césped inglés. Y detrás del castillo, el acantilado que lo domina y lo protege.

Al salir de las callecitas macadamizadas, los cascos de Malabar y las ruedas de la carreta hacen un lindo estruendo sobre las baldosas gibadas del atajo. Las cabezas comienzan a aparecer en las ventanas. Le digo a Jacquet que se detenga delante de Lanouaille, el carnicero, para descargar la mitad del ternero. Y apenas nos detenemos, la gente ya está en el umbral de sus puertas.

Los encuentro enflaquecidos, y sobre todo bastante molestos. Me esperaba una recepción exuberante. Y aunque los ojos se ponen a brillar cuando Jacquet carga sobre su espalda la mitad de Príncipe y la suspende, ayudado por Lanouaille, en un gancho, este brillo se apaga pronto. El mismo fenómeno se repite cuando exhibo las dos hogazas y la manteca y se lo doy a Lanouaille que lo recibe, me doy cuenta, con una cierta vacilación y con aire un poco asustado, mientras que los larroqueses, en círculo alrededor de nosotros, miran el pan con miradas intensas, cargadas de tristeza.

– ¿Nos das todo esto para nosotros? -me dice Marcel Falvine con tono abrupto y casi violento, desprendiéndose del abrazo de su hermana y de su sobrina nieta y adelantándose hacia mí, con su delantal de cuero bamboleándose a cada paso.

Estoy asombrado por la agresividad de su tono, y lo miro. Lo conozco desde hace mucho, pero la mayoría de las veces lo he visto en su negocio, con la horma entre sus rodillas, en tren de remendar zapatos. Es un hombre de unos sesenta años, casi calvo, con ojos muy negros, una gran nariz que ostenta una verruga sobre la narina izquierda. Pero lo que más me choca, es el contraste entre sus piernas, cortas y torcidas, y sus hercúleas espaldas.

– Pero seguro -digo-. Es para todos ustedes.

– En ese caso -dice Marcel con voz fuerte dándose vuelta hacia Lanouaille- inútil esperar. Repartes en seguida. Empezando por las hogazas.

– No sé si el señor cura estaría de acuerdo -dice Fabrelâtre-. Sería mejor esperar.

Fabrelâtre es la ferretería-bazar de La Roque. Físicamente, un largo velón blancuzco de rasgos blandos, un bigotito gris como un cepillo de dientes bajo la nariz, ojos parpadeando detrás de unos anteojos de metal.

– Se le guardará su parte -dice Marcel sin mirarlo, con un violento gesto del brazo-. Y también la de Armand, de Gazel y de Josefa. No se le hará trampa a nadie, pierdan cuidado. ¡Carajo, Lanouaille, qué estás esperando, por Dios!

– Inútil blasfemar -dice Fabrelâtre con tono autoritario.

Un silencio. Lanouaille me mira como para buscar mi opinión. Es un muchacho de veinticinco años, tan sólido como el Jacquet, con unas mejillas redondas y ojos francos. Por lo que puedo ver está de acuerdo con Marcel, pero no se atreve a pasar por encima de la oposición de Fabrelâtre.

Estamos rodeados por unas veinte personas. Miro esas caras, unas conocidas, otras desconocidas, y en todas, leo el hambre, el miedo y la tristeza. Me doy cuenta que voy a intervenir y en qué sentido. Pero espero para captar mejor la situación.

Alguien se adelanta. Es Pimont. Atendía el kiosco de tabaco-papelería-diarios de La Roque. Lo conozco muy bien, y mejor todavía a su mujer, Inés. Treinta y cinco años los dos, Pimont ex centro-delantero del equipo que ganó a Malejac el día en que mi tío y mis padres se mataron en el auto. Pequeño, vivo, fornido, con los pelos en cepillo, sonriente. Pero su sonrisa, hoy, no existe.

– No hay razón para postergar la distribución -dice con tono tenso-. Aquí todos somos garantes de que será equitativa y que no nos olvidaremos de nadie.

– Sería de todos modos más cortés esperar -dice Fabrelâtre en tono seco, sus ojos parpadeando detrás de sus anteojos de metal.

Noto que ni Pimont, ni Marcel, ni Lanouaille miran a Fabrelâtre cuando habla. Y noto también que Marcel, vivo y efervescente como es, no se ha rebelado cuando Fabrelâtre, en público, lo retó por su improperio. Con ver los ojos ansiosos y famélicos que todos fijan sobre las dos hogazas, es claro que están de acuerdo con una distribución inmediata. Pero aparte de Marcel y Pimont, nadie se ha atrevido a hablar. ¡El blando, el opaco, el amorfo Fabrelâtre mantiene a raya a veinte personas!

– ¡Ah, vaï -dice de pronto el viejo Pougès dirigiéndose a Lanouaille en dialecto (y al punto, tengo la certeza que Fabrelâtre no comprende el dialecto)- distribuye, pequeño, que ya tengo la boca hecha agua, con esa hogaza!

Del viejo Pougès hablaré más tarde. Se ha expresado riendo en tono de broma, pero nadie hace eco a su risa. Cae un silencio. Lanouaille me mira y mira luego el gran portal verde del castillo, como si temiera verlo abrirse de golpe.

Como el silencio se prolonga, comprendo que ha llegado el momento de intervenir.

– ¡Vaya una discusión! -digo con una risita jovial-. ¡Pero miren que hacen historias, para nada! Me parece que si están en desacuerdo, no tienen más que decidir por mayoría de los presentes. Vamos -empalmé yo levantando la voz- ¿quién está a favor del reparto inmediato?

Hubo un momento de estupor. Luego Marcel y Pimont levantan la mano. Marcel con una violencia contenida, y Pimont más mesuradamente, pero de una manera por completo resuelta. Lanouaille baja los ojos, con aire molesto. Al cabo de un segundo, Pougès avanza un paso y levanta el índice derecho mirándome con cara de entendido, pero sin despegarlo de su pecho, de tal modo que Fabrelâtre delante de quien está colocado no puede verlo. Esa pequeña astucia me da vergüenza por él y no cuento su voto.

– Dos a favor -digo sin que él proteste-. ¿Y ahora quién está en contra?

Fabrelâtre, solo, levanta el dedo y Marcel se ríe con burla bien fuerte, pero siempre sin mirarlo. Pimont sonríe con sarcasmo.

– ¿Quién se abstiene?

Nadie se mueve. Paseo mi mirada sobre los larroqueses. Es increíble: ni siquiera se atreven a abstenerse.

– Por dos votos contra uno -digo con voz pareja- el reparto inmediato es votado. Se efectuará bajo el control de los donantes. Thomas y Jacquet serán los responsables.

Thomas, que prosigue una animada conversación con la Cati (acoto para detallarla más adelante con tiempo), se adelanta, seguido de Jacquet, y la muchedumbre se abre ante ellos con docilidad para dejarlo entrar en el puesto de Lanouaille. Echo una rápida ojeada a Fabrelâtre, amarillo y corrido. Tiene que ser muy estúpido, ése, por haberse prestado a mi elección y por haber votado él mismo, demostrando así su aislamiento. En sí mismo, me doy cuenta, ese gran papanatas no es nadie. Es la fuerza que está detrás del portal verde la que dirige el juego.

Lonousille se pone al trabajo con diligencia y mientras empieza a cortar las hogazas, veo que Inés con su bebé en los brazos se queda un poco aparte, dejando a su marido que haga la cola. Me parece un poco enflaquecida, pero siempre tan agradable, con sus cabellos rubios brillando al sol, sus ojos marrón claro que me dan siempre la impresión de ser azules. Me acerco. Al verla, siento despertar la antigua pequeña debilidad que tuve por ella. Y ella, de su lado, me mira con ojos afectuosos y tristes, como diciéndome: y bueno, ya ves, mi pobre Emanuel si te hubieras decidido hace diez años, hoy, sería en Malevil donde estaría. Lo sé muy bien. Esa es otra de las cosas que no hice en mi vida. Y lo pienso con frecuencia. Mientras intercambiamos así nuestros pensamientos, la conversación se anuda al nivel de las palabras. Acaricio a su bebé en la mejilla, el bebé que hubiera podido ser el mío. Me entero por Inés de que es una nena y que va a tener ocho meses.