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– No, no -dice Evelina pegándose contra mí-. Llévame así a lo de Marcel.

– ¿Te bajarás, si te llevo?

– Prometido.

– No acabarás nunca si le cedes a esa mocosita -dice Marcel.

Y agrega:

– Vive en casa desde la bomba. Cati es la que se ocupa de ella. Y créeme, a veces es muy penoso, dado que tiene asma. Las noches que nos hace pasar son algo…

Es entonces la huérfana de la que ha hablado Fulbert y de la que "nadie en La Roque consiente en ocuparse". Qué ser desagradable. Miente como respira, hasta cuando no le sirve para nada.

Marcel me lleva no a su negocio, donde podríamos ser vistos, sino a un minúsculo comedor cuya ventana da a un patio apenas más grande. En seguida me llaman la atención sus lilas. Protegidas entre cuatro paredes, se han chamuscado, pero sin quemarse.

– Has visto -dice Marcel con un destello de alegría en sus ojos negros-. ¡Tengo brotes! ¡No se jodieron, mis lilas van a volver a salir! Pero siéntate, Emanuel.

Obedezco y Evelina se pone en seguida entre mis piernas, con sus dos manos me agarra de los pulgares y dándome la espalda, los cruza sobre su pecho. Hecho esto, se queda quieta.

Al sentarme, miro por encima de la cómoda de nogal los anaqueles donde Marcel guarda sus libros. Nada más que de los de "bolsillo" y del Club del libro. Porque los de "bolsillo" se compran en cualquier parte, y los del Club, uno no se ve obligado a entrar en una librería para obtenerlos. El primer asombro que me brindó Marcel fue a los doce años. Antes de tomar un libro que quería mostrar a mi tío, lo vi jabonarse largamente las manos bajo la canilla de la cocina. Y cuando volvió, comprobé que no estaban más blancas que antes. Unas grandes manos curtidas como el cuero e incrustadas de negro en el espesor.

– Nada para ofrecerte, mi pobre Emanuel -dijo sentándose frente a mí.

Se pone a menear la cabeza con tristeza:

– ¿Has visto?

– He visto.

– Mira, hay que ser justo. Fulbert, al principio, fue útil. Fue él quien nos hizo enterrar a los muertos. En un sentido, hasta nos devolvió el coraje. Fue poco a poco que, con Armando, se puso a apretar las clavijas.

– ¿Y ustedes no reaccionaron?

– Cuando quisimos reaccionar, era demasiado tarde. Más bien fue porque al principio no desconfiamos lo suficiente. Es un pico de oro, Fulbert. Nos dijo: del almacén, hay que transportar todas las existencias al castillo, para evitar el pillaje, dado que los propietarios han muerto. Bueno, eso parecía razonable y lo hicimos. Mismo razonamiento para la tienda de embutidos. Después nos dijo: no tienen que quedarse con las escopetas. Van a terminar por matarse unos a otros. Hay que almacenarlas también en el castillo. Bueno, eso también, no era idiota. ¿Y qué sentido tenía conservar las escopetas, si no había más caza? Y un buen día, ves, nos dimos cuenta de que el castillo tenía de todo: el forraje, los granos, los caballos, los cerdos, los chacinados, el almacén y las escopetas. Ni siquiera hablo de la vaca que nos has traído. Y aquí estamos. Es el castillo el que, cada día, distribuye las raciones a la gente. Y las raciones varían de un tipo al otro, ¿me comprendes? Y también, de un día al otro, según el favor del patrón. Es así como nos tiene en mano, Fulbert. Por las raciones.

– ¿Y en todo esto qué tiene que ver Armando?

– ¿Armando? Es el brazo secular. Es el terror. Fabrelâtre es el servicio de informaciones. Fabrelâtre es más bien un estúpido que otra cosa, como te habrás podido dar cuenta.

– ¿Y Josefa?

– Josefa, es la empleada doméstica. En los cincuenta años. Ah, nada de muy lindo para ver. Pero de todos modos no hace solamente la limpieza, si te das cuenta de lo que quiero decir. Vive en el castillo con Fulbert, Armand y Gazel. Gazel -prosiguió- es el vicario que Fulbert te destina para cuando le haya dado el último toque.

– ¿Y qué tipo es ese Gazel?

– ¡Es una mujer! -dice Marcel poniéndose a reír, y me hace bien verlo reír, porque siempre lo he visto alegre en su trabajo, con los ojos negros chispeantes, la verruga trémula, sus hercúleas espaldas agitadas por una risa que debe contener a causa de todos los clavos que tiene en la boca y que toma uno a uno para clavarlos en sus suelas. ¡Ay, cómo me gusta su manera de plantarlos, bien derechos, bien a plomo, sin errarle jamás a uno, y a qué velocidad!

– Gazel es un viudo en la cincuentena. Pero entonces, si te quieres matar de risa, te vas a verlo a su casa a la mañana, a las diez, mientras hace la limpieza, con sus pelos envueltos en un turbante para que no se llenen de tierra, y te froto por aquí y te limpio por allá, y te lustro por ahí, y todo eso que no le sirve para nada, puesto que vive en el castillo! ¡Y muy contento! ¡Así por lo menos no ensucia su casa!

– ¿Y en otro aspecto?

– ¡Oh, no es un mal tipo, en el fondo, pero qué quieres, cree en eso! ¡Y venera a Fulbert! Sin embargo, si se va a vivir a Malevil, harás muy bien en desconfiarle.

Lo miro.

– No vivirá nunca en Malevil. Los compañeros me han elegido abate de Malevil el domingo a la noche.

Evelina suelta mis pulgares, se da vuelta y me mira de hito en hito con cara de susto, pero lo que lee en mi cara debe tranquilizarla porque vuelve de nuevo a su posición. En cuanto a Marcel, abre los ojos y la boca al máximo y al segundo se pone a reír a las carcajadas.

– ¡Eres igual a tu tío, vamos! -dice entre dos hipos-. ¡Y qué lástima que no vivas en La Roque! Nos hubieras desembarazado de esta chusma. Fíjate bien -dice retomando su aire serio- emprenderla con los procedimientos drásticos, ya lo he pensado, yo también. Pero aquí no puedo contar más que con Pimont. ¡Y para Pimont, tocar a un cura…!

Lo miro en silencio. Hace falta que la tiranía de Fulbert sea muy pesada como para que un hombre como Marcel tenga esa clase de pensamiento.

– Mira -dice-, ¿el último domingo no le diste pan a Fulbert, cuando partió de Malevil?

– Pan y manteca.

– Y bueno, se supo por Josefa. Esa, por suerte, es charlatana.

– Pero era para todos ustedes esa hogaza.

– ¡Ya me di cuenta, bah,!

Abre delante de él sus dos manos negras y curtidas.

– Ahí, ahí es donde estamos. Mañana, si Fulbert ha decidido que revientes, revientas. Un suponer que te niegues a asistir a la misa o a confesarte, y ya está. Tu ración disminuye. ¡Oh, no te la va a suprimir, eso no! Te la rebaja. Poco a poco. Y si protestas, lo tienes a Armand que te hace una pequeña visita a domicilio. ¡Oh, no a mi casa! -prosigue Marcel enderezándose-. Todavía tiene un poco de miedo de mí, Armand. A causa de esto.

Del bolsillo delantero de su delantal de cuero, saca el cuchillo afilado como una navaja con el que recorta sus suelas. No es más que un relámpago y lo repone en su lugar en seguida.

– Escucha, Marcel -digo al cabo de un momento-. Nos conocemos de larga data, tú y yo. Y conocías al tío, tenía estima por ti. Si quieres venir a instalarte en Malevil con la Cati y Evelina, te recibiremos con mucho gusto.

Evelina no se da vuelta, pero crispando sus dos manos sobre mis pulgares aprieta mis brazos contra su pecho con una fuerza increíble.

– Te agradezco -dice Marcel, las lágrimas apareciendo en sus ojos negros-. En verdad, te lo agradezco. Pero no puedo aceptar por dos razones: primero, están los decretos de Fulbert.

– ¿Los decretos?

– Y sí, figúrate: el señor promulga decretos, él solo, sin consultar a nadie. Y nos los lee desde el púlpito el domingo. Primer decreto (me lo sé de memoria): la propiedad privada es abolida en La Roque, y todos los bienes inmuebles, comercios, víveres y provisiones existentes en el perímetro de las murallas pertenecen a la parroquia de La Roque.

– ¡No es posible!

– ¡Espera! Eso no es todo. Segundo decreto: ningún larroqués tiene el derecho de ausentarse de La Roque sin autorización del consejo de la parroquia. Y ese consejo ¡que él ha nombrado!, está compuesto de Armand, de Gazel, de Fabrelâtre y de él mismo.

Me quedo estupefacto. La prudencia de que he dado muestras respecto de Fulbert me parece ahora muy superada. Además, demasiado he visto y bastante escuchado desde hace tres cuartos de hora como para estar convencido de que el régimen de Fulbert no encontraría más que unos pocos defensores si las cosas se estropearan con Malevil.

– Te imaginas -retoma Marcel- que el consejo de la parroquia no me dará nunca autorización para irme. Es demasiado útil, un zapatero. Sobre todo ahora.

Dije con violencia:

– Nos importa un cuerno Fulbert y sus decretos. ¡Vamos, Marcel, te mudamos y te embarcamos! Marcel sacudió la cabeza con tristeza.

– No. Y te voy a decir mi verdadera razón. No quiero plantar a la gente de aquí. Sí, ya sé; no son muy valientes. Pero de todos modos, si yo no estuviera aquí, sería aún peor. Yo y Pimont por lo menos con todo los frenamos un poco, a esos señores. Y no quiero abandonar a Pimont. Sería demasiado feo.

Y sigue:

– En cambio, si quieres llevar a Cati y Evelina, hazlo. Ya hace rato que Fulbert molesta a Cati para que vaya a cuidar de sus cosas en el castillo. ¡Me comprendes! Sin contar con Armand que le anda detrás.

Arranco mis pulgares de las manos de Evelina, la hago girar sobre sí misma y la tomo de los hombros.

– ¿Eres capaz de sujetar la lengua?