– Sí.
– Entonces, escucha, vas a hacer todo lo que te diga Cati, y ni una palabra. ¿Entendido?
– Sí -dice con la seriedad de una esposa dando su palabra.
Sus grandes ojos azules agrandados por las ojeras fijos en mí con solemnidad, me divierten y me conmueven, y tomando la precaución de inmovilizar sus dos brazos para que no se me prenda de nuevo, me agacho y la beso sobre las dos mejillas.
En ese momento; viniendo de la calle se oyen gritos, luego un ruido de corrida sobre el empedrado y aparece Cati, jadeante, en la piecita y me grita desde la puerta: -¡Venga rápido! ¡Armand va a pelearse con Colin!
Y desaparece en seguida. Salgo de la pieza a paso rápido, pero en el umbral, viendo que Marcel me sigue, me doy vuelta.
– Puesto que estás decidido a quedarte aquí -le digo en dialecto- harías mejor en no mezclarte en esto y cuidar de que la chiquita no se meta entre nuestras piernas.
Cuando llego a la carreta, Armand está en muy mala postura y vocifera. Jacquet y Thomas le han inmovilizado los dos brazos. (Thomas con una llave.) Y Colin delante de él, rojo como un gallito, blande sobre su cabeza un pedazo de caño de plomo.
– ¡Eh, basta, qué es lo que está pasando aquí! -digo en el tono más pacífico.
Dando la espalda a Colin, me pongo entre él y Armand.
– ¡Vamos, ustedes dos, suelten a Armand! Déjenlo explicarse.
Thomas y Jacquet lo liberan, en el fondo bastante contentos por mi intervención, porque hace un buen rato que han inmovilizado a Armand, y como Colin no se decide a aporrearlo, se encuentran en una posición delicada.
– Fue él -dice Armand muy aliviado él también, señalando a Colin-. Fue tu amigo el que me ha insultado.
Lo miro. Ha engordado, Armand, desde la última vez que nos vimos. Es el único en La Roque. Es alto, más alto todavía que Peyssou. Sus anchas espaldas y su cuello poderoso anuncian mucha fuerza. Y con la reputación que tenía, bastaba, antes de la bomba, con que llegara a un baile para que el baile se vaciara.
Por otra parte, a fuerza de vaciar los bailes, no encontró muchacha con quien casarse, por más que en el castillo le paguen por mes, casa, calefacción y luz gratis. Y he aquí que, a falta de esposa, ha tenido que contentarse en el burgo con las viejas cacerolas y con sopas demasiado cocinadas, lo que ha acabado de amargarlo. Es cierto que con sus ojos pálidos, sus cejas y pestañas del todo blancas, su nariz aplastada, su mentón prognato y sus granos, no es muy atractivo. Pero en fin, esa no es la cuestión. El hombre más feo encuentra siempre con quien casarse. Lo que desagrada en Armand, además de su brutalidad, es que no le gusta trabajar. Le gusta únicamente infundir miedo. Y fastidia que se dé aires de administrador y de guardamonte, no siendo ni lo uno ni lo otro. Por lo demás se ha compuesto un uniforme paramilitar que acaba por alienarle todas las simpatías: un viejo quepis, una chaqueta de terciopelo negro con botones dorados, una bombacha de montar, negra también, y botas. Y la escopeta. No nos olvidemos de la escopeta. Aunque la caza esté vedada.
– ¿Te ha insultado? -digo yo-. ¿Qué te dijo?
– Dijo: me jodes -dice Armand con resentimiento-. Me jodes, tú y tu decreto.
– ¿Has dicho eso? -digo girando sobre mí mismo y aprovechando que le doy la espalda a Armand para guiñar el ojo a Colin.
– Sí -dice Colin todavía rojo-. Lo he dicho y lo…
Lo interrumpo.
– ¡Especie de mal educado, no tienes vergüenza! -digo bien fuerte en dialecto-. Vas a retirar eso en seguida, que no hemos venido aquí para ser groseros con la gente.
– Bueno, está bien, lo retiro -dice Colin entrando por fin en el juego-. Por otro lado -sigue-, me ha llamado "pequeño boludo".
– ¿Has dicho eso? -digo dándome vuelta hacia Armand y mirándolo a la cara con severidad.
– Me puso furioso -dijo Armand.
– Bueno, vamos, vamos, exageras. Porque pequeño boludo es mucho peor que "me jodes". Y después de todo, acá nosotros somos los invitados del cura de La Roque. Con todo, Armand, no hay que exagerar. Les traemos una vaca, la mitad de un ternero, dos hogazas y un kilo de manteca, y nos tratas de pequeños boludos.
– Fue a él al que traté de pequeño boludo -dice Armand.
– Nosotros o él, es igual. Vamos, Armand, haces como él, lo retiras.
– Si eso te da un gusto -dice Armand de muy mala gana.
– ¡Bravo! -digo, sintiendo que quizá sería imprudente llevar más lejos mis exigencias-. ¡Y bueno, ya está! Ahora que ya se han arreglado, y que se puede hablar con calma, ¿de qué se trata? ¿Qué es eso, ese decreto?
Armand me lo explica, lo que me da tiempo para preparar mi respuesta.
– Y tú, con seguridad -digo a Armand cuando ha terminado-, has querido aplicar el decreto de tu cura, impidiendo a Colin mudar su negocio. Dado que su negocio, según el decreto, pertenece ahora a la parroquia.
– Así es -dice Armand.
– Y bien, muchacho, no te culpo. No has hecho más que tu deber.
Armand me mira con sorpresa y no sin desconfianza, con sus pestañas blancas parpadeando sobre sus ojos pálidos. Sigo:
– Solamente, ves, Armand, hay una dificultad. Es que en Malevil hemos promulgado también un decreto. Y de acuerdo con ese decreto, todos los bienes que eran propiedad de los habitantes de Malevil, pertenecen ahora al castillo de Malevil, sea donde sea que esos bienes se encuentren. El negocio de Colin en La Roque pertenece ahora a Malevil. Me imagino que no irás a decir lo contrario -digo a Colin con severidad.
– No digo lo contrario -dice Colin.
– A mi entender -prosigo-, es un caso especial. El decreto de tu cura no es aplicable, puesto que Colin no es larroqués, sino malevilés.
– Es posible -dice Armand con tono arrogante-, pero es el señor cura el que debe decidir esto, no yo.
– Y bueno -digo tomándolo por el brazo, lo que tiene como finalidad facilitarle una graciosa salida-, vas a ir a explicarle esto de mi parte, a Fulbert, y al mismo tiempo decirle que estamos acá y que se está haciendo tarde. Ustedes -digo por encima del hombro- continúen cargando hasta nueva orden. Sin darme corte -le digo en tono confidente cuando nos hemos alejado unos cuantos pasos-, se puede decir que te he sacado de un mal paso, Armand, son unos duros esos tipos, y el pequeño Colin es el más duro de todos, es un milagro que no te haya partido el cráneo en dos, no tanto porque lo hayas llamado "boludo", comprendes, es que lo has llamado "pequeño boludo", eso no lo perdona. Con todo, Armand -le digo apretándole el brazo con fuerza-, ¡La Roque y Malevil no se van a hacer la guerra por un montón de chatarra que ya no le puede servir a nadie! Un suponer que Fulbert no quiera reconocer el derecho de Malevil sobre el negocio de Colin, y que las cosas se envenenen, y que se llegue a intercambiar unos tiros, sería bastante estúpido hacerse matar por eso, ¿no es cierto? Y del lado de ustedes, si distribuyen las escopetas del castillo a la gente de aquí, no es del todo seguro que las usarían contra nosotros.
– No veo qué te autoriza decir eso -dice Armand deteniéndose y mirándome, blanco de miedo y de rabia.
– Y bueno, mira a tu alrededor, muchacho. Sin embargo, ha hecho bastante ruido la pelea de ustedes. ¡Y bueno, mira!, ¡mira! ¡Nadie en la calle! -Me sonrío-: No se puede decir que los larroqueses han volado en tu auxilio cuando tenías mis tres muchachos encima.
Me callo para dejarlo tragar ese bol de hiel, y lo traga, en silencio, al mismo tiempo que mi velado ultimátum.
– Bueno, te dejo. Cuento contigo para que le expliques la situación a Fulbert.
– Voy a ver lo que puedo hacer -dice Armand, tratando de volver a juntar alrededor de él, lo mejor posible, los jirones de su amor propio.
XII
La partida de Armand fue como una señal. De nuevo aparecieron las cabezas en la ventana. Un instante más tarde, todos los larroqueses invadieron la calle principal. En parte porque el pedazo de hogaza y de manteca que acababan de engullir les había devuelto un cierto vigor, y en parte también porque la derrota de Armand, observada desde detrás de los vidrios, había fortificado la moral, su actitud había cambiado. El miedo no había desaparecido del todo, lo comprobaba en las miradas furtivas lanzadas a Fabrelâtre y también por el hecho de que nadie comentaba la pelea ni se animaba a ir a dar una mano a Colin, ni siquiera acercarse a la carreta. Pero todos hablaban más alto, tenían el gesto más animado. Y se sentía en las miradas una excitación contenida. Subí los dos escalones del puesto de Lanouaille, golpeé las manos y dije bien fuerte:
– Tengo la intención, antes de llevarme las dos yeguas, de hacerles hacer algunos ejercicios de equitación en la explanada del castillo, para ablandarlas. En realidad, como hace mucho tiempo que no han sido montadas, me parece que va a haber jaleo. Si les interesa ¿quieren que le pida a Fulbert que les permita estar presentes?
Todas las manos se levantan a la vez y hay una explosión de alegría que me sorprende. Aunque tenga el tiempo limitado me entretengo en observar este alborozo, a tal punto, en el fondo, lo encuentro lastimoso. La vida de los larroqueses es pues tan vacía y tan triste que la perspectiva de ver a alguien sobre un caballo los pone en tal estado… Siento en mi mano izquierda una manita tibia. Es Evelina. Me agacho.
– Ve a buscar a Cati a la carreta y dile que la espero en lo de su tío.
Espero que Fabrelâtre me dé la espalda y me voy a la casa del zapatero. Marcel llega unos minutos después. Él también está más alegre.