Al artista no se le había ocurrido ni por un instante embellecer los personajes sagrados. Por el contrario, les había conservado su aspecto áspero y salvaje de jefes de tribu. Se los veía huesudos, flacos, de rasgos toscos, descalzos; olían a churre de oveja, a bosta de camello, a arena del desierto. Alrededor de ellos palpitaba una vida intensa y ruda. El mismo Dios, como lo había visto el artista, no era distinto de esos bastos nómadas que contaban sus riquezas en términos de hijos y rebaños. Más grande y más salvaje todavía, nada más que con verlo, uno se daba cuenta que había hecho esos hombres "a su imagen". A menos, por supuesto, que no fuera a la inversa.
En la última página de la Biblia vi, escrita a lápiz de mano de mi tío, una larga lista de palabras que me intrigó. Cito las diez primeras: aeródromo, alberchiguero, aleocara, alpargata, anastomosis, bactridio, balanobio, baobab, barbacou, barbasyela.
El carácter calculado y artificial de esta lista saltaba a la vista. Tomé el primer tomo del Larousse y lo abrí en la palabra "Actodromo". Y ahí, entre las dos hojas, fijado con dos pedacitos de scotch en el centro de la página, vi un Bono del Tesoro por un valor de diez mil francos. Otros bonos de diversos valores estaban diseminados en los diez tomos, frente a las extrañas palabras que formaban la lista hecha por mi tío.
El total -315.000 francos- me asombró sin deslumbrarme. Aclaro que ese don póstumo en ningún momento me dio una sensación de propiedad. Tenía más bien la impresión de ser el depositario de ese capital, como lo era ya de las Siete Hayas, con el deber de rendir cuentas a mi tío del uso que haría de él.
Mi decisión fue tan rápida que me pregunté si, en realidad, no estaba en mí desde antes de mi descubrimiento. En seguida pasé a su ejecución. Recuerdo que miré mi reloj pulsera. Eran las nueve y media, lo que me produjo una alegría infantil el descubrir que no era demasiado tarde para telefonear. Busqué el número de Grimaud en la libreta de direcciones de tío y lo llamé.
– ¿Señor Grimaud? -El mismo.
– Emanuel Comte, ex director del colegio de Malejac.
– ¿En qué puedo servirlo, señor director?
Su voz era cordial y bonachona, pero para nada el tipo de voz que yo esperaba.
– ¿Le puedo hacer una pregunta, señor Grimaud? ¿El castillo de Malevil sigue en venta?
Un silencio, luego la misma voz, pero ahora medida, circunspecta, una nada más seca.
– Que yo sepa, sí.
A mi vez, dejé pesar un silencio y Grimaud prosiguió:
– ¿Le puedo preguntar, señor director, si usted está emparentado con Samuel Comte de las Siete Hayas?
Esperaba la pregunta y estaba preparado.
– Soy su sobrino, pero no sabía que mi tío lo conocía a usted.
– Sí, me conoce -dijo Grimaud con la misma voz dura y prudente-. ¿Fue él quien le dio el número de mi teléfono?
– Ha muerto.
– ¡Ah! no lo sabía -dijo Grimaud con otro tono.
Me callé para dejarlo hablar, pero no agregó nada más, ni condolencias, ni pésame. Yo seguí:
– Señor Grimaud ¿sería posible encontrarnos?
– Pero cuando usted quiera, señor director -y volvió a retomar su voz clara y cordial del principio.
– ¿Mañana, a última hora?
Ni siquiera fingió estar muy ocupado.
– Pero sí, venga cuando quiera. Siempre estoy aquí.
– ¿A las once?
– Pero cuando quiera, señor director. Estoy a su entera disposición. Venga a las once, si usted quiere.
Y de golpe se puso tan amable y educado, que necesité más de cinco minutos para terminar una conversación de la cual todo lo esencial había sido dicho en dos palabras.
Colgué y miré los cortinados rojos que cerraban la ventana en el escritorio de tío. Me embargaban dos violentos sentimientos contradictorios: estaba contento con mi decisión y estupefacto por lo enorme de la empresa.
Un propietario absentista, un hombre de confianza venal, un comprador decidido: ocho días más tarde, Malevil cambiaba de manos. Los seis años que siguieron fueron plenos hasta el borde de múltiples actividades.
Empecé todo al mismo tiempo: la cría en las Siete Hayas, el desmonte de la propiedad de Malevil, la restauración del castillo. Yo tenía treinta y cinco años cuando me lancé a estas dos últimas empresas; cuarenta y uno cuando llegué a su término.
Me levantaba temprano y me acostaba tarde, y de lo único que me quejaba era de no tener varias vidas para entregarlas todas a mi labor. Y Malevil, entre todos esos trabajos, era mi recompensa, mi delicia, mi locura. Durante el Segundo Imperio, los financistas tenían sus bailarinas. Yo tenía Malevil. También yo tenía mi propia bailarina, pero eso lo contaré más adelante.
Por otra parte, comprar Malevil no era una locura sino una necesidad si pretendía ampliar el negocio de mi tío, porque las desavenencias familiares me habían obligado a vender el Gran Hórreo para darle a mis hermanas su parte de la herencia. Además, en las Siete Hayas no tenía suficiente espacio para el número sin cesar en aumento de mis caballos: los que yo criaba, los que compraba para revender y los que tenía en pensión. Al comprar Malevil mi intención fue la de dividir en dos mi caballería, una parte alojarla en el castillo junto con la Menou, Momo y yo, y la otra parte, bajo el cuidado de mi ayudante Germain, que quedara en las Siete Hayas.
Así pues, la restauración de Malevil no fue del todo el salvamento desinteresado de una obra maestra de la arquitectura feudal.
Por otra parte no tengo ninguna dificultad en reconocer que, por más impresionante que sea, y por más que me sea terriblemente querido, Malevil no llama la atención por su belleza. Precisamente es por eso que se distingue de los castillos de la región, todos de agradables proporciones, de contornos redondeados y que se integran infinitamente mejor que él al paisaje.
Porque aquí, el paisaje es risueño, con frescos arroyos, prados en pendiente, verdes colinas coronadas de castaños. En medio de esas suaves redondeces surge Malevil, salvaje y vertical.
A la orilla de los Rhunes, que en la Edad Media debió ser un ancho río, se yergue a media altura de un abrupto acantilado que lo domina por el norte con su masa a pique. Este acantilado es inaccesible de todos lados y estoy seguro de que el único camino de acceso por el oeste fue construido en terraplén para poder llegar a la plataforma rocosa donde se había proyectado construir el castillo y su burgo.
Del otro lado de los Rhunes, frente a Malevil, se levanta el castillo de Rouzies, también feudal, pero feudal con elegancia, con medida, defendido pero también embellecido por torres redondas, bien distribuidas, de poca elevación, agradables a la vista y en donde hasta los matacanes parecen un ornamento.
Al mirar a Rouzies se ve al primer golpe de vista que su opuesto, Malevil, no es de aquí. Es verdad que las piedras con que fue construido son de las canteras de la región, pero su estilo arquitectónico es importado. Malevil es inglés. Fue construido por nuestros invasores durante la guerra de Cien Años, y sirvió de guarida al Príncipe Negro.
Los ingleses, lejos de sus brumas, debían de estar a gusto en este país, con su alegre sol, su vino, sus muchachas morenas. Trataron de afincarse en él. Aquí, esta intención es manifiesta en todos lados. Malevil fue concebida como una plaza fuerte inexpugnable donde un puñado de hombres armados podía tener a raya a un gran país.
Nada curvo ni elegante. Todo es útil. El castillete de entrada, por ejemplo. En Rouzies es una entrada abovedada que flanquea dos torrecitas redondas: obra elegante en su línea y mesurada en sus proporciones. En Malevil, los ingleses no hicieron más que abrir una puerta en medio punto en las murallas almenadas, y al lado levantaron un edificio rectangular de dos pisos, cuyo alto muro, liso y desnudo, está horadado por largas troneras. Es grande, es cuadrado, y es, estoy seguro, militarmente muy eficaz. AI pie de las murallas y del castillete, cavaron en la roca unos fosos dos veces más anchos que los de Rouzies.
Cuando uno franquea la puerta del castillete de entrada, se encuentra no en el castillo, sino en un primer recinto de cincuenta metros por treinta donde se levantaba el burgo. Era una astuta medida: es cierto que el castillo protegía al burgo, pero también se hacía proteger por él. Un enemigo que hubiera conseguido superar el castillete de entrada y el primer recinto, debería afrontar un combate incierto en sus estrechas callecitas.
Si el enemigo ganaba ese combate, no había terminado con sus penurias. Iba a romperse la nariz contra un segundo recinto, incrustado, como el primero, entre el acantilado y el abismo, y que defendía -defiende todavía- al castillo propiamente dicho.
Esa muralla almenada es mucho más alta que la primera, los fosos son más profundos y no ofrecen al agresor, como los del primer recinto, la comodidad de un puente, sino el obstáculo de un puente levadizo coronado de una torrecilla cuadrada.