Esa torrecilla cuadrada tiene su elegancia, pero, según mi opinión, los constructores ingleses no lo hicieron a propósito. No tuvieron más remedio que hacer un local para alojar la maquinaria del puente levadizo. Tuvieron suerte: las proporciones resultaron buenas.
Cuando se baja el puente levadizo (lo he hecho restaurar), uno se siente aplastado, a la izquierda, por la masa de un formidable torreón de cuarenta metros de alto, flanqueado de una torre también cuadrada. Esta torre no es solamente defensiva, sirve también de tanque de agua, porque capta una fuente que brota del acantilado y cuyo excedente -nada se pierde- a su vez llena los fosos.
A la derecha, se ven unos escalones que conducen a esa inmensa bodega que había seducido a mi tío y al frente, en el medio, en escuadra con el torreón, después de tanta austeridad, qué sorpresa da el descubrir una linda casa de un piso, flanqueada de una encantadora torre redonda donde encuentra su lugar una escalera. Esa casa no existía en los tiempos del Príncipe Negro. Fue construida mucho más tarde, durante el Renacimiento, en tiempos más tranquilos, por un señor francés. Pero tuve que restaurar su armazón de madera y su pesado techo de piedras chatas, porque habían resistido peor al tiempo que la bóveda de piedra del torreón.
Así es Malevil, inglés y angular. Lo amo así. Para mi tío y para mí, desde la época del Círculo, tuvo el encanto suplementario de haber servido de asilo, durante las guerras de religión, a un capitán protestante que, en vida, mantuvo a raya con sus compañeros a los poderosos ejércitos de la Liga. Ese capitán que defendió con tanta ferocidad sus principios y su independencia contra el poder fue el primer héroe con quien me identifiqué.
Ya dije que del burgo del primer recinto no quedaban más que piedras. Pero esas piedras -de las que todavía tengo montones- me fueron muy útiles. Gracias a ellas pude construir en voladizo contra la muralla sur -defendiendo un abismo que ya solo se defendía muy bien- y contra el acantilado del lado norte, unos boxes para mis caballos.
Casi en el centro del primer recinto, en el acantilado, se abre una amplia y profunda cavidad. Se encuentran en ella huellas de ocupación prehistóricas, no lo suficientes como para clasificar la gruta, pero lo bastante como para probar que muchos milenios antes de que el castillo fuera edificado, Malevil servía ya de refugio a los hombres.
Arreglé la gruta; a media altura la separé con un piso y sobre ese piso apilé lo más importante de mis reservas de heno. Debajo, construí boxes para los animales que deseaba aislar: un caballo que padece tiro, un torito indócil, una cerda, vaca o yegua a punto de parir. Como las futuras madres eran muchas en esos boxes de la gruta -frescos, aireados, y sin moscas -Birgitta, de la que hablaré luego y que yo no hubiera creído capaz de tener ese humor, llamó al conjunto "La Maternidad".
El Torreón, obra maestra de solidez inglesa, no me costó más que poner unos pisos y, para cerrar las aberturas a bastidor tardíamente horadadas por los franceses, unas ventanas a cuadritos engastadas en plomo. El plano de los tres niveles es idéntico -planta baja, primero y segundo-: un gran rellano de diez por diez que abre sobre dos salas de cinco metros por cinco. En la planta baja, instalé una calefacción y unas "piecitas" para guardar de todo. En el primero, un cuarto de baño y una habitación. En el segundo dos habitaciones.
Mi dormitorio-escritorio lo instalé en el segundo por la razón de que al este tenía una preciosa vista sobre el valle de los Rhunes y, pese a su incomodidad, puse el cuarto de baño en el primero, en el antiguo local del Círculo. Colin me aseguró que el agua recogida en la torre cuadrada no podría subir hasta el segundo por simple gravitación, y quería evitarle a Malevil el desagradable ruido de una motobomba.
Fue en la habitación del segundo piso del torreón, al lado de la mía, donde alojé a Birgitta durante el verano de 1976. Se trata de mi penúltimo hito, y en mis noches de insomnio a menudo vuelvo a él.
Birgitta había trabajado para mi tío en las Siete Hayas algunos años antes y, en la Pascua del 76, recibí de ella una carta urgente ofreciéndome sus servicios para julio y agosto.
Quiero decir aquí, como explicación preliminar, que mi verdadera tendencia, creo, hubiera sido formar con una afectuosa compañera una pareja estable. Pero fracasé por este camino. Es posible, por supuesto, que los dos matrimonios que tuve cerca cuando niño -el de mi padre y el de mi tío- hayan contribuido a este fracaso. En todo caso, por lo menos tres veces, las cosas llegaron suficientemente lejos camino al matrimonio, luego se rompieron. Las dos primeras veces por mi culpa, la tercera, en 1974, por culpa de la elegida.
1974: ese también fue un hito, pero lo he arrancado. Durante un tiempo esa monstruosa muchacha hasta me hizo tomar asco a las muchachas y no quiero ni recordarlo.
Total, desde hacía dos años estaba atravesando un desierto cuando Birgitta apareció en Malevil. No es que me enamoré de ella. ¡Oh, no! ¡Muy lejos de eso! Yo tenía cuarenta y dos años, era demasiado experimentado y al mismo tiempo afectivamente demasiado frágil para albergar esa clase de sentimiento. Pero fue justamente porque ese tal asunto con Birgitta se situó en un nivel humilde, que me hizo bien. No sé quién dijo que se puede curar el alma por medio de los sentidos. Pero lo creo, por haberlo comprobado.
No tenía para nada en mente ese tipo de curación cuando acepté el ofrecimiento de Birgitta. En ocasión de su primera estada en las Siete Hayas, le hice ciertos avances que ella desdeñó. Por otra parte no hice llegar más lejos esas escaramuzas cuando me di cuenta que estaba cazando en el coto de mi tío. Sin embargo, cuando en la Pascua del 76 me escribió, le contesté que se la esperaba. Probablemente me sería de gran ayuda. Era una amazona dotada de una cierta sensibilidad para el caballo, y que aportaba a la doma paciencia y método.
Me asombró, debo reconocerlo: desde la primera comida me envolvió en sus coqueterías. Eran tan evidentes que al mismo Momo le llamaron la atención. Hasta se olvidó de abrir la ventana para llamar a su yegua preferida Lindo Amor con su afectuoso relincho y cuando la Menou, llevándose la sopera, murmuró en dialecto: "Después del tío, el sobrino", Momo exclamó muerto de risa: Memima, Emamonel! (¡desconfía, Emanuel!).
Birgitta era una bávara coronada de cabellos de oro recogidos en casco alrededor de su cabeza, los ojos chiquitos y lavados, la cara bastante poco agraciada y la barbilla demasiado prominente. Pero el cuerpo era lindo, resplandeciente de salud. Sentada frente a mí y para nada cansada después del largo viaje, rosa y fresca como al salir de la cama, devoraba una después de otra unas lonjas de jamón crudo devorándome con los ojos. Todo era provocación: sus miradas, sus sonrisas, sus suspiros, la manera en que hacía bolitas con la miga de pan y en que estiraba su torso.
Recordando sus antiguas negativas, no sabía qué pensar, o más bien tenía miedo de pensar en cosas demasiado simples. Pero la Menou no tenía esos escrúpulos, y al fin de la comida, sin que un solo músculo de su cara flaca se moviera, dijo en dialecto mientras deslizaba en,el plato de Birgitta una buena tajada de torta, "la jaula no le basta, ahora quiere el pájaro".
Al día siguiente me encontré con Birgitta en La Maternidad. Estaba ocupada en hacer pasar por una trampa unos fardos de heno. Me dirigí hacia ella sin una palabra, la tomé en mis brazos (era tan alta como yo) y me puse de inmediato a palpar ese monumento de salud aria. Respondía a mis caricias con un entusiasmo que me sorprendió, porque la creía interesada.
Lo era de verdad, pero en dos frentes. Proseguí en mi empeño, pero fui interrumpido por Momo quien, viendo que no llegaban abajo los fardos de heno, subió la escalerilla, pasó su hirsuta cabeza por la trampa y se puso a reír mientras gritaba Memima, Emamouel! Luego desapareció y lo oí correr hacia el castillete de entrada, probablemente para prevenir a su madre del giro de los acontecimientos.
Del fardo de heno en el que había caído, Birgitta se incorporó, con su casco de oro apenas deshecho, me miró con sus ojitos fríos y dijo en su laborioso y gramatical francés:
– Nunca me daré a un hombre que tiene las ideas que usted tiene sobre el matrimonio.
– Mi tío tenía las mismas -le dije cuando me repuse de la sorpresa.
– No es la misma cosa -dijo Birgitta dando vuelta la cara con pudor-. Su tío era viejo.
Yo estaba pues en edad de casarme con ella. Miré a Birgitta y me reí en silencio de su simplicidad.
– No tengo la intención de casarme -dije con firmeza.
– Ni yo -dijo ella- la intención de entregarme a usted.
No recogí el guante. Pero para demostrarle el poco caso que hacía de esas especulaciones abstractas, seguí acariciándola. Enseguida sus rasgos se ablandaron y se dejó hacer.
Durante los días que siguieron tampoco traté de persuadirla. Pero la acariciaba cada vez que conseguía poner la mano sobre ella, y me daba cuenta que se prestaba a eso porque tales ocasiones tenían tendencia a multiplicarse. A pesar de todo, hicieron falta tres largas semanas para que abandonara su proyecto número uno y se concentrara en su proyecto número dos. Y aun así, no fue una derrota vivida en la anarquía sino una retirada metódicamente ejecutada, según un horario, conforme a un plan.
Una noche que fui a encontrarme con ella en su habitación (en eso estábamos), me dijo:
– Mañana, Emanuel, me entregaré a ti.