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Rápidamente le dije:

– ¿Por qué no ahora?

No había previsto este pedido y pareció sorprendida e incluso tentada. Pero su fidelidad al plan ganó.

– Mañana -dijo con firmeza.

– ¿A qué hora? -dije con ironía.

Pero Birgitta no percibió la ironía, y respondió con seriedad:

– A la hora de la siesta.

Fue a partir de esa siesta (era en julio de 1976 y hacía mucho calor) cuando instalé a Birgitta en la pieza del torreón al lado de la mía.

Birgitta estaba encantada con esta cohabitación. Venía a meterse en mi cama a la madrugada, a las dos durante la siesta y a la noche hasta muy tarde. Yo estaba contento de recibirla, pero bastante contento también cuando ella se indispuso: pude al fin dormir a pata suelta.

Era esa simplicidad lo que yo encontraba de calmante en Birgitta. Reclamaba la voluptuosidad como un chico pide una masita. Y cuando la había obtenido, cortésmente me decía gracias. Sobre todo insistía en el placer que le daban mis caricias (¡Ach! ¡Tus manos, Emanuel!) Me llamaba la atención esa gratitud,, porque no le hacía nada de extraordinario, y tampoco veía que tuviera tanto mérito en palparla.

Lo que sobre todo me parecía refrescante era que aparte de mis manos, mi sexo y mi billetera, yo no existía para ella. Y digo mi billetera, porque cuando íbamos a la ciudad, ella se detenía frente a las vidrieras de "fantasías", como decía mi tío, y con sus ojitos un poco porcinos, agrandados por la codicia me señalaba sus elegidas.

Hasta las gentes simples tienen su complejidad. Birgitta no era inteligente, pero comprendía muy bien mi carácter y, sin ser fina, tenía gusto. Así pues, sabía el preciso momento en que debía abandonar sus exigencias y lo que compraba nunca era feo.

Al principio, había tenido mis dudas sobre su ser moral. Pero muy rápidamente me di cuenta que mis investigaciones no tenían objeto. Birgitta no era ni buena ni mala. Era. Después de todo, eso era suficiente. Me gustaba por partida doble: cuando la apretaba entre mis brazos y, también, cuando la dejaba porque me olvidaba de ella en seguida.

Cuando llegó el fin de agosto y le pedí a Birgitta que se quedara una semana más, a mi gran sorpresa, se negó.

– Están mis padres -me dijo.

– De tus padres te importa un cuerno.

– ¡Oh! – dijo Birgitta chocada.

– No les escribes nunca.

– Es porque soy perezosa para escribir.

No lo era de ninguna manera como se demostrará más adelante. Pero una fecha, es una fecha. Y un plan, es un plan. Su partida quedó pues fijada para el 31 de agosto.

En los últimos días Birgitta se tornó melancólica. Era querida en Malevil. El otro muchachito que ayudaba en los servicios domésticos la festejaba. Mis dos ayudantes, sobre todo Germain, admiraban su tamaño. Momo, con sus dos manos en los bolsillos, se babeaba cuando la miraba. Y hasta la Menou, si dejamos de lado su profunda hostilidad, por principio, al desenfreno sexual, le tenía estima. Es una muchacha fuerte y tiene "buen rismo" en el trabajo.

En cuanto a Birgitta le gustaba estar con nosotros. Le gustaba nuestro sol, nuestra cocina, nuestros vinos, nuestras fantasías y mis caricias. Me pongo en último término, pero no sé el lugar que ocupaba yo dentro de la jerarquía de las cosas buenas. Pero estas, de todos modos, no le hacían perder el sentido de los valores. No confundir: de un lado, el paraíso francés y del otro, su porvenir alemán. Y por algún lado, un Doktor de algo que le pediría su mano.

El 23 de agosto fue domingo y Birgitta, que no era mujer de hacer sus valijas al último minuto, empezó a ordenar sus cosas. Pero conoció un momento de locura: acababa de darse cuenta de que no tendría suficiente sitio en sus valijas para llevarse todos mis regalos. Domingo, lunes, los negocios estaban cerrados. Habría que esperar hasta el martes, es decir “el último minuto” -cosa horrible- para comprar una valija.

La saqué de sus angustias dándole una de las mías. Y gracias a su insistente pedido, sobre un papel amarillo cualquiera, el que me cayó en las manos, escribí de mi puño y letra la descripción que yo le había hecho, la noche anterior, en el restaurante, de las caricias que iba a prodigarle cuando volviera a Malevil. Terminada mi narración, se la llevé. Aunque su valor literario fuera muy relativo, leyó el texto con los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Me prometió, que cuando estuviera en Alemania, lo releería una vez por semana, en su cama. Yo no había exigido de ella tal promesa. Me la hizo por su cuenta derramando una lágrima y entrojando con prolijidad mi hoja amarilla entre sus otros regalos en el botín que se llevaba.

Birgitta no pudo volver para Navidad y me sentí mucho más decepcionado de lo que hubiera creído. De todas maneras, Navidad nunca fue un buen momento para mí. Peyssou, Colin y Meyssonnier la festejaban con su familia. Yo me quedaba solo con mis caballos. Y Malevil, durante el invierno, pese a todas las comodidades con que lo había dotado, no era muy confortable. Salvo, quizá, para una joven pareja que hubiera sentido calor entre sus grandes murallas y las hubiera encontrado románticas.

No dije una palabra de mi mal humor, pero la Menou lo presintió mientras comíamos durante una fría mañana de nieve, y entonces mi celibato fue el tema de uno de sus largos monólogos murmurados de los que yo, después de mi tío, había resultado beneficiario.

¡Todas las oportunidades que había perdido! Y en particular, a la Inés. Que se había encontrado con ella, con la Inés, esa mañana, en lo de Adelaida, dado que había venido a pasar las fiestas con sus padres en Malejac, y que por supuesto había preguntado por mí, la Inés, por más casada que estuviera con su librero de La Roque. La Inés era una muchacha sólida, me hubiera sido muy útil. En fin. No había que perder las esperanzas. Ya aparecerían otras oportunidades. En el mismo Malejac, vamos, todas esas jóvenes. Que podía elegir cuando se me ocurriera, a pesar de mi edad, en vista de que ahora era rico y todavía buen mozo, y si había que hacerlo mejor era casarse con una muchacha de su país y no con una alemana. Es verdad que Birgitta tenía "buen rismo" en el trabajo, pero no se puede decir de los alemanes que sea gente que se sepa quedar en su lugar. Y la prueba, tres veces nos han invadido. Y aunque mi francesa no fuera tan bien como la alemana, después de todo el matrimonio no era tanto por el gusto que daba como por los hijos, y de qué me servía trabajar tanto, si a Malevil no se lo iba a dejar a nadie.

Durante los meses que siguieron no tuve mujer, pero por lo menos encontré un amigo. Tenía veinticinco años, se llamaba Thomas le Coultre. Me encontré con él en uno de los bosques de las Siete Hayas, en blue-jean con una enorme moto Honda a su lado, y las rodillas sucias de tierra. Estaba dando unos suaves martillazos a una piedra. Me enteré que estaba preparando una tesis del tercer curso sobre piedras. Lo invité a Malevil, le presté dos o tres veces el contador Geiger del tío, y cuando me dijo que estaba muy a disgusto en una pensión familiar en La Roque, le propuse una pieza en el castillo. Aceptó. Desde entonces no me dejó nunca más.

Thomas me gusta por el rigor de sus ideas, y aunque su pasión por las piedras me resulta opaca, me gusta la transparencia de su carácter. Me gusta también su físico: Thomas es lindo, y lo que es mejor, no lo sabe. Tiene no sólo los rasgos, sino también la fisonomía serena y seria de una estatua griega y casi su inmovilidad.

Abril de 1977: el último hito.

Cuando pienso hoy en esas pocas semanas de vida feliz que entonces nos quedaban, experimento un sentimiento angustioso de ironía al recordar que para los del ex Círculo y yo mismo, el asunto crucial del momento, la idea suprema, la empresa que nos apasionaba, el vasto e importante designio que habíamos concebido, consistía en derrocar a la municipalidad de Malejac (412 habitantes) e instalarnos en su lugar en la alcaldía. ¡Oh, éramos tan desinteresados! ¡No teníamos en vista más que el bien común! En abril, con la proximidad de las elecciones municipales, vivimos en el delirio. El 15 o 16, en todo caso un domingo por la mañana, convoqué a la oposición en casa en la gran sala estilo Renacimiento, ya que Paulat, el maestro, tenía escrúpulos -según decía- de que nos reuniéramos en los locales de la escuela.

Había acabado de amueblar esa sala, y estaba orgulloso de ella; caminando de un lado a otro, la contemplaba con alegría mientras esperaba a mis amigos. Rodeada de doce sillas de alto respaldo tapizado en tela de Hungría, una mesa conventual de ocho metros de largo ocupaba el centro. Entre los dos ajimeces, la pared estaba erizada de antiguas armas blancas. En la pared de enfrente la vitrina de los documentos había encontrado su lugar y flanqueándola, dos de las cómodas Luis XV rústico del Gran Hórreo, de las que Meyssonnier había reemplazado las patas y ajustado las puertas. Mathilde Meyssonnier las había lustrado con amor y su nogal cálido y oscuro me parecía muy lindo contra las piedras doradas de la pared. También brillaban las grandes baldosas de piedra, recién lavadas por la Menou. Y a pesar del sol que entraba en rayos oblicuos por los cristales coloreados, la Menou, que parecía pensar que "el fondo del aire está frío", pero juzgando, en realidad, que el fuego aumentaba la dignidad del decorado, había encendido dos grandes fogatas en las monumentales chimeneas que se enfrentaban.

Le había pedido a la Menou que tocara la campana del castillete de entrada cuando oyera que los del Círculo detenían sus autos en la playa de estacionamiento delante del primer recinto, y Momo, que estaba apostado como centinela en la maquinaria del segundo recinto, tenía orden de bajar la plataforma del puente levadizo sobre los fosos en el momento en que mis amigos aparecieran.