Él era un hombre de fe. La fe lo elevaba, le proporcionaba altura, lo transportaba fuera del tiempo. Y precisamente en el momento en que con más fervor pedía ayuda, sus ojos se cruzaron con los de Malinalli y una chispa materna los conectó con un mismo deseo. Malinalli sintió que ese hombre la podía proteger; Cortés, que esa mujer podía ayudarlo como sólo una madre podía hacerlo: incondicionalmente.
Ninguno de los dos supo de dónde surgió ese sentimiento pero así lo sintieron y así lo aceptaron. Tal vez fue el ambiente del momento, el incienso, las velas, los cantos, los ruegos, pero el caso es que los dos se transportaron al momento en el que más inocencia habían tenido: a su infancia.
Malinalli sintió que su corazón se inflamaba con el calor que despedían la gran cantidad de velas que los españoles habían colocado en el lugar que antes fuera un templo dedicado a sus antiguos dioses. Ella nunca había visto velas. Muchas veces había encendido antorchas e incensarios, pero velas no. Le parecía completamente mágico ver tantos fuegos pequeños, tanta luz reflejada, tanta iluminación proveniente de tan pequeña lumbre. Dejó que el fuego le hablara con todas esas minúsculas voces y quedó deslumbrada al ver la luz de las velas reflejada en los ojos de Cortés.
Cortés desvió la mirada. La fe lo elevaba, pero los ojos de Malinalli lo devolvían a la realidad, a la carnalidad, al deseo, y no quiso que el brillo de los ojos de Malinalli lo distrajera de sus planes. Estaba en medio de la misa e iniciando una empresa que tenía que respetar y hacer respetar, la cual ordenaba que ninguno de ellos podía tomar para sí una mujer indígena.
Sin embargo, su atracción por las mujeres era irrefrenable y le significaba un enorme esfuerzo controlar su instinto, así que para evitar tentaciones, decidió destinar a esa india al servicio de Alonso Hernández Portocarrero, noble que lo había acompañado desde Cuba y con quien quería quedar bien. Darle una india a su servicio era una forma de halago. A todas luces Malinalli sobresalía entre las demás esclavas, caminaba con seguridad, era desenvuelta e irradiaba señorío.
Al conocer la decisión de Cortés, el corazón de Malinalli dio un vuelco. Ése era el signo que ella esperaba. Si Cortés, quien sabía era el capitán principal de los extranjeros, le ordenaba servir a ese señor que parecía un respetable tlatoani, era porque había visto en ella algo bueno. Claro que a Malinalli le hubiera encantado quedar bajo el servicio directo de Cortés, el señor principal, pero no se quejaba, había causado una buena impresión y en su experiencia de esclava sabía que eso era primordial para llevar una vida lo más digna posible.
A Portocarrero, por su parte, también le agradó la decisión de Cortés. Malinalli, esa mujer-niña, era inteligente y bella. Presta a obedecer y a servir. Su primera tarea fue encender el fuego para darle de comer. Malinalli se dispuso a hacerlo de inmediato. Buscó trozos de ocote, madera impregnada de resina ideal para encender el fuego. Luego formó con ellos una cruz de Quetzalcóatl, paso indispensable en el ritual del fuego. Enseguida tomó una vara seca, de buen tamaño, y la comenzó a frotar sobre el ocote.
Malinalli sabía allegarse al fuego como nadie. No tenía problemas para encenderlo, sin embargo, en esa ocasión el fuego parecía estar enojado con ella. La cruz de Quetzalcóatl se negaba a encender. Malinalli se preguntó el motivo. ¿Estaría enojado el señor Quetzalcóatl con ella? ¿Por qué? Ella no lo había traicionado, todo lo contrario. Había participado en la ceremonia del bautizo con la mente impregnada de su recuerdo. Es más, ¡desde antes de la ceremonia! Pues recordó que al entrar al templo donde se ofreció la misa, su corazón brincó de emoción al ver en el centro del altar una cruz, que para ella era la del señor Quetzalcóatl, pero que los españoles consideraban como propia, y no pudo evitar conmoverse. En ningún momento había traicionado sus creencias. Sin embargo, el ocote se negaba a obedecer y ése era un mal augurio.
Malinalli, angustiada, comenzó a sudar. Para solucionar el inconveniente, decidió ir a buscar hierba seca. Para llegar al lugar en donde se encontraba, tenía que cruzar por donde pastaban los caballos. Al llegar frente a ellos se detuvo. Entre todos ellos, descubrió al que había estado con ella en el río en el momento de su bautizo. Su amigo silencioso, el caballo, se acercó a ella y por unos momentos se observaron el uno al otro. Fue un momento mágico, de mutua admiración y reconocimiento.
Los caballos eran una de las cosas que más le habían llamado la atención a Malinalli de entre todas las pertenencias de los extranjeros. Nunca había visto animales como aquéllos y de inmediato cayó presa de la seducción. Tanto que la segunda palabra que Malinalli aprendió a pronunciar, después de dios, fue caballo.
Le gustaban los caballos, eran como perros grandotes con la diferencia de que en ellos uno alcanzaba a verse totalmente reflejado en sus ojos. En cambio, en los ojos de los perros no encontraba esa nitidez. Mucho menos en los perros que los españoles habían traído con ellos; éstos no eran como los itz-cuintlis, los perros de los indígenas, sino perros agresivos, violentos, de mirada cruel. Los ojos de los caballos eran bondadosos. Malinalli sentía que los ojos de los caballos eran un espejo donde se reflejaba todo aquello que uno sentía, en otras palabras, eran un espejo del alma.
El primer día que llegó al campamento fue el día en que tuvo su primer acercamiento con ellos. El resultado fue inenarrable, no podía expresar en palabras la sensación que tuvo al poner su mano sobre la crin del caballo. Los itzcuintlis no tenían pelo ni el tamaño de un animal de esos. Aprendió a querer a los caballos desde antes de tocarlos. Los había observado a lo lejos, durante la batalla de Cintla, y había quedado prendada de ellos. Ese día se les había ordenado a mujeres y niños abandonar el poblado antes de la batalla y permanecer a prudente distancia, pero la curiosidad de Malinalli era más poderosa que la obediencia. Algunas gentes que habían visto a los españoles montando a sus caballos le habían dicho que los extranjeros eran mitad animales; otros, que los animales eran mitad hombres y mitad dioses; y otros, que eran un solo ser. Malinalli se decidió a salir de dudas por sí misma y se colocó en un lugar que le permitiera observar la batalla sin arriesgar la vida. En determinado momento uno de los españoles rodó por el piso y ella pudo presenciar cómo el caballo evitaba a toda costa pisarlo, a pesar de ir en plena huida. Ese mismo caballo se vio forzado a moverse de su sitio pues la estampida de los otros caballos así lo obligaron, y, con ello, inevitablemente su amo quedó entre sus patas. No tuvo más remedio que pisar a su amo pero el caballo lo hizo delicadamente, sin dejar caer todo su peso en las patas para no dañar al jinete. A partir de ese instante, Malinalli sintió admiración por los caballos, sabía que esos animales no lastimaban, su lealtad era a toda prueba, podía confiar en ellos, lo cual no podía decirse de todas las personas.
Por ejemplo, los ojos de Cortés la desconcertaban: por un lado la atraían y por el otro le daban desconfianza. A veces, su mirada era más parecida a la de los perros que a la de los caballos. Su mismo físico era como el de un animal salvaje, rudo y fuerte. La cantidad de vello que le cubría los brazos, el pecho, la barba así lo indicaba. Los indígenas eran más bien lampiños, nunca en su vida había visto un hombre con tanto pelo.
Se moría de curiosidad por ver lo que se sentía al acariciarlo. Pasar su mano por su pecho, por sus brazos, por sus piernas, por sus entrepiernas, pero en su calidad de esclava tenía que mantener la distancia. Y lo prefería, ya había sentido las miradas de Cortés en sus caderas y en sus pechos y no le gustaban. Los ojos de Cortés eran como los ojos que les ponían a los cuchillos de pedernal con los que sacaban los corazones de los sacrificados. Eran ojos en los que no podía confiar pues al igual que los cuchillos con ojos se podían enterrar en el pecho y sacar el corazón. Prefería los ojos de su nuevo amo, el señor Portocarrero; eran unos ojos de mirar indiferente, pero como para ella la indiferencia era lo familiar, lo conocido, lo que siempre había vivido, se sentía a gusto a su lado. Y para complacerlo era necesario cumplir con la primera tarea que le había encomendado. Presurosa tomó un manojo de hierbas secas, y con su ayuda no tuvo ningún problema para encender el fuego y hacer tortillas para su nuevo amo.