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¿Qué iba a fecundar? Ésa era la gran incógnita. Malinalli estaba convencida de que sólo había dos posibilidades: unión o separación, creación o destrucción, amor u odio, y que el resultado estaba determinado por «la lengua», o sea, por ella misma. Ella tenía el poder de lograr que sus palabras incluyeran a los otros dentro de un mismo propósito, que los arroparan, que los cobijaran o los excluyeran, los convirtieran en oponentes, en seres separados por ideas irreconciliables, en seres solitarios, aislados, desamparados, tal como ella, quien, en su calidad de esclava, por años había sentido lo que significaba vivir sin voz, sin ser tomada en cuenta e impedida para cualquier toma de decisiones.

Pero ese tiempo pasado parecía estar muy lejos. Ella, la esclava que en silencio recibía órdenes, ella, que no podía ni mirar directo a los ojos de los hombres, ahora tenía voz, y los hombres, mirándola a los ojos, esperaban atentos lo que su boca pronunciara. Ella, a quien varias veces habían regalado, ella, de la que tantas veces se habían deshecho, ahora era necesitada, valorada, igual o más que una cuenta de cacao.

Desgraciadamente, esa posición de privilegio era muy inestable. En un segundo podía cambiar. Incluso su vida corría peligro. Sólo el triunfo de los españoles le garantizaba su libertad, por lo que no había tenido empacho en afirmar varias veces con palabras veladas que en verdad los españoles eran enviados del señor Quetzalcóatl y no sólo eso, sino que Cortés mismo era la encarnación del venerado dios.

Ahora ella podía decidir qué se decía y qué se callaba. Qué se afirmaba y qué se negaba. Qué se daba a conocer y qué se mantenía en secreto, y en ese momento ése era su principal problema. No sólo se trataba de decir o no decir o de sustituir un nombre por otro, sino que al hacerlo se corría el riesgo de cambiar el significado de las cosas. Al traducir, Malinalli podía cambiar los significados e imponer su propia visión de los hechos y, al hacerlo, entraba en franca competencia con los dioses, lo cual la aterrorizaba. Como consecuencia de su atrevimiento, los dioses podían molestarse con ella y castigarla, y eso definitivamente le daba miedo. Podía evitar este sentimiento traduciendo lo más apegada posible al significado de las palabras, pero si los mexicas en determinado momento llegaban a dudar -tal como ella- que los españoles eran enviados de Quetzalcóatl, ella sería aniquilada junto con éstos en un abrir y cerrar de ojos.

Así que se encontraba en una situación de lo más delicada: o trataba de servir a los dioses y ser fiel al significado que ellos le habían dado al mundo o seguía sus propios instintos, los más terrenales y primarios, y se aseguraba de que cada palabra y cada acto adquiriera el significado que a ella le convenía.

Lo segundo obviamente era un golpe de estado a los dioses y el temor a su reacción la llenaba de miedos y culpas, pero no veía otra alternativa por ningún lado.

Los miedos y las culpas de Malinalli eran iguales o más poderosos que los de Moctezuma, quien, lleno de temor, llorando y temblando, esperaba el castigo de los dioses porque los mexicas, tiempo atrás, habían destruido Tula y en ese sitio sagrado, dedicado a Quetzalcóatl, habían practicado sacrificios humanos. Antes, en la Tula tolteca, no había necesidad de ellos. Bastaba que Quetzalcóatl encendiera el Fuego Nuevo y acompañara al sol en su trayecto por la bóveda celeste para mantener un equilibrio en el cosmos. Antes de los mexicas, el sol no se alimentaba de sangre humana, no la pedía, no la exigía.

La enorme culpa que Moctezuma cargaba sobre sus espaldas lo hacía no sólo creer que había llegado la hora de pagar sus deudas sino que la llegada de los españoles marcaba el fin de su imperio. Malinalli podía impedir que esto sucediera, podía proclamar que los españoles no eran enviados de Quetzalcóatl y en un segundo serían destruidos…, pero ella sería asesinada junto a ellos, y no quería morir como esclava. Tenía muchos deseos de vivir en libertad, de dejar de pasar de mano *n mano, de llevar una vida errante.

No había vuelta atrás, no había manera de salir ilesa. Conocía perfectamente la crueldad de Moctezuma y sabía que si los españoles resultaban perdedores en su empresa, ella estaba condenada a la muerte. Ante esta alternativa, ¡por supuesto que prefería que los españoles triunfaran! Y si para asegurar su triunfo tenía que mantener viva la idea de que eran dioses venidos del mar, así lo iba a hacer, aunque ya no estuviera tan convencida de tal cosa. La ilusión de algún día poder hacer lo que se le viniera en gana, casarse con quien ella quisiera y tener hijos sin el temor de que fuesen tomados como esclavos o destinados al sacrificio era lo suficientemente atractiva como para no dar un paso atrás. Lo que más deseaba era tener un trozo de tierra que le perteneciera y en donde pudiera sembrar sus granos de maíz, los que siempre cargaba con ella y que habían sido parte de la milpa de la abuela. Si los españoles podían lograr que sus sueños se cristalizaran valía la pena ayudarlos.

Claro que eso no le quitaba la culpa ni le aclaraba lo que debía decir o lo que debía callar. ¿Qué tan válido era defender la vida a base de mentiras? ¿Y quién le aseguraba que eran mentiras? Quizá estaba siendo injusta en sus juicios. Tal vez los españoles sí eran enviados de Quetzalcóatl y era su obligación colaborar con ellos hasta la muerte, compartiendo la información privilegiada que había obtenido de boca de una mujer de Cholula. A dicha mujer le había encantado el carácter desenvuelto de Malinalli, su belleza y su fortaleza física, para que fuera la esposa de su hijo. Con la intención de salvarle la vida, le había confiado que en Cholula se estaba preparando una emboscada en contra de los españoles. El plan era apresarlos, envolviéndolos en hamacas, y luego llevarlos vivos a Tenochtitlan. La mujer le recomendó a Malinalli que saliera de la ciudad antes de que esto sucediera y que posteriormente podría casarse con su hijo.

Malinalli, ahora, tenía la responsabilidad de decidir si compartía esta información con los españoles o no. Cholula era un lugar sagrado. Era el lugar en donde se encontraba uno de los templos de Quetzalcóatl. La defensa o el ataque de Cholula significaban la defensa o el ataque de Quetzalcóatl. Y Malinalli se sentía más confundida que nunca. De lo único que estaba segura era de que necesitaba silencio para aclarar la mente.

¡Imploró silencio a todos sus dioses! Lo que más la atormentaba, aparte del ruido exterior, era el ruido interno, las voces en su cerebro que le decían que callara, que no hablara, que no le confiara a los españoles ninguna información valiosa que pudiera salvarles la vida, que algo andaba mal, que tal vez los extranjeros no eran quienes ella pensaba, que no eran los enviados de Quetzalcóatl. El comportamiento que empezaban a mostrar no se ajustaba para nada al modelo ideal que ella había elaborado en su cabeza. Se sentía desilusionada.

Para empezar, había una total incongruencia entre el significado del nombre de Cortés, Ser cortés era ser delicado, respetuoso, y ella no consideraba que Hernán fuese de esa manera y mucho menos los hombres que lo acompañaban. No podía aceptar que los enviados de los dioses se expresaran de la manera en que lo hacían, que fuesen tan bruscos, tan directos, tan mal hablados, que inclusive vociferaran insultos en contra de su dios cuando se enojaban. Ante la dulzura y la poesía del náhuatl, el español le resultaba un tanto agresivo.

Aunque había algo más desagradable que la falta de delicadeza que los españoles tenían para dar órdenes, y era el olor que despedían. Nunca esperó que los enviados de Quetzalcóatl fuesen a oler tan mal. La limpieza era una práctica común entre los indígenas, y los españoles, por el contrario, no se bañaban, sus ropas estaban apestosas, ni el sol ni el agua podían quitarles la peste. Por más que tallaba y tallaba la ropa en el río, no era capaz de sacarle el mal olor a hierro podrido, a sudor metálico, a armadura oxidada.