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En el interior del temascal, la atmósfera era extraordinaria. A pesar de la penumbra, podían adivinarse con precisión los rostros de Cortés y Malinalli, dibujados por la tenue luz que penetraba por el único orificio que tenía ese vientre de piedra, ese pequeño espacio totalmente invadido de un cálido vapor.

Los buenos propósitos de Malinalli de poner a Cortés en contacto con la naturaleza responsable de entretejer la inteligencia de lo invisible, aquella que intercambia a la semilla con el árbol, al fruto con el paladar, a la cáscara con el lodo, a la piedra con el fuego, al esperma con el pensamiento, al pensamiento con las estrellas, a las estrellas con los poros de la piel y a los poros de la piel con la saliva que pronuncia palabras que expanden al universo, estuvo a punto de fracasar debido a que la oscuridad y la desnudez despertaron en ellos una excitación inesperada y nunca antes conocida.

A Malinalli, la cercanía de un hombre que no pertenecía ni a su mundo ni a su raza, pero que ya era parte de su pasado, la inquietó. Su memoria se agudizó y los recuerdos penetraron su pensamiento como alfileres recordándole el dolor que sintió el día anterior al ser poseída con fuerza por Cortés; su cuerpo aún le dolía, sin embargo, sentía una comezón, un ardor, una necesidad de nuevamente ser abrazada, tocada, besada.

Por su lado, Cortés recordó en sus labios la agradable sensación que sintió al lamer y succionar los pezones de esa mujer, y le dio un antojo irrefrenable de beber el sudor que en ese momento escurría por sus pezones, pero ninguno de los dos hizo ni lo uno ni lo otro. Se quedaron inmóviles y en silencio total.

El ambiente se cargó de electricidad. No se atrevían a mirarse a los ojos. Cortés había elegido sentarse frente al orificio de entrada del temascal, con las espaldas cubiertas por el adobe. De esta manera controlaba por completo la posible entrada de un enemigo al íntimo recinto. Malinalli, sentada frente a él, a su manera también buscó protección. Envolvió con los brazos sus piernas y, de esta manera, cerró la entrada a su cuerpo, a su parte más sensible, a la mirada y el alcance de Cortés.

A Cortés, el estar dentro de ese pequeño espacio lo ubicaba en otro tiempo, lo hacía olvidar su insaciable sed de conquista, su irrefrenable deseo de poder. En ese instante lo único que deseaba era hundirse en el centro de las frondosas piernas

de Malinalli para ahogarse en el océano de su vientre, para acallar su mente por un momento. Ese inmenso deseo, esa enorme necesidad de fundirse en Malinalli lo atemorizaba, pues sintió entonces que era capaz de perder el control y entregarse por primera vez a alguien. Le dio temor perderse en ella y olvidar el propósito de su vida. Así que en vez de poseerla rompió el molesto silencio:

– ¿Por qué hay tantas esculturas de serpientes? ¿Todas ellas representan a tu dios Quetzalcóatl?

Cortés había visto muchas serpientes de piedra en Cholula, que aterrorizaban y fascinaban la atención de su mirada.

– Sí-respondió Malinalli.

No quería hablar. Deseaba estar en silencio y quería que Cortés hiciera lo propio. Le gustaba verlo callado. Con la boca cerrada. Cuando no se expresaba verbalmente, Malinalli podía imaginar que la flor y el canto invadían sus pensamientos; en cambio, cuando hablaba, lo que él decía contradecía en todo lo que ella pensaba, lo que ella anhelaba, lo que ella soñaba. Definitivamente, callado se veía más atractivo.

Pero Cortés se sentía incómodo con el silencio, no sabía qué hacer en ese ambiente de calma, lo único que se le ocurría era lanzarse sobre Malinalli y poseerla, aunque el calor era tan intenso que no daban ganas de moverse. Así que insistió:

– Y ese Quetzalcóatl, como le dices, ¿qué clase de dios es? Porque has de saber que nosotros fuimos expulsados del Paraíso a causa de una serpiente.

– No sé de qué clase de serpiente hablas. La nuestra es la representación de Quetzaclass="underline" ave, vuelo, pluma y Coatí: serpiente. Serpiente emplumada significa Quetzalcóatl. La unión de agua de lluvia con agua terrestre también es Quetzalcóatl. La serpiente representa los ríos, el ave, las nubes. Pájaro serpiente, ave reptante es Quetzalcóatl. El cielo abajo, la tierra arriba también lo es.

De pronto, sin saber por qué, ni cuándo, ni a qué hora la oscuridad del temascal, del vientre de piedra, se había vuelto luminosa, como si la palabra Quetzalcóatl hubiera hecho la luz.

A Cortés, que no entendía nada de las creencias religiosas de los habitantes de esas tierras, por primera vez al escuchar la explicación de la representación del dios le pareció que correspondía a una elegante y majestuosa imagen y su mente pudo concebir una certeza irreconciliable: unir lo que vuela con lo que repta.

Malinalli y Cortés se miraron a los ojos. De nuevo reinaba el silencio. La mirada de uno penetró en el otro e, inmersos en ese íntimo espacio, ambos experimentaron un recuerdo de algo ya vivido en otra parte del tiempo. El escalofrío que Cortés sintió en el centro de la pupila lo obligó a apartar sus ojos de los infinitos ojos negros de Malinalli que, a la vez, reflejaban tristeza, amor y un cierto anhelo de venganza.

Cortés demandó:

– ¿Y qué de bueno es lo que ha hecho esa serpiente emplumada para ser un dios tan importante? Porque, de la manera tan fea en que lo pintan, más parece un demonio que un dios.

Malinalli, sabedora que la única manera que había de hacer que Cortés guardase silencio era no dándole oportunidad de hablar, lo interrumpió y, llena de pasión, le respondió:

– Al principio -dijo- los hombres estábamos dispersos en el universo, éramos polvo que flotaba donde el viento es nada, donde el agua es nada, donde el fuego es nada, donde nada es tierra, donde el hombre disperso es nada, donde nada es nada. Quetzalcóatl nos reunió, nos formó, él nos hizo. De las estrellas creó nuestros ojos, del silencio de su ser sacó nuestro entendimiento y lo sopló en nuestro oído; del sol arrancó una idea y creó el alimento para nuestro sustento, al cual nosotros llamamos maíz, y es espejo del sol y tiene el color que da vida a la sangre y a nuestras mejillas. Quetzalcóatl es dios y nuestras mentes están unidas en él.

Malinalli pasó un recipiente con agua y pétalos de diversas flores y hierbas para que Cortés refrescara su carne y aliviara el calor de su cuerpo y continuó:

– Quetzalcóatl también fue hombre sabio, sacerdote, gobernante supremo de Tollan.

Malinalli hizo una pausa para verter agua sobre las piedras ardientes. Esta acción produjo un vapor aún más caliente y penetrante y un sonido que deleitaba a los oídos. Pero Cortés quería saber más sobre Quetzalcóatl. Pensaba utilizar toda la información que obtuviera de esa conversación para sus fines personales y de conquista, así que, con gran curiosidad, preguntó:

– ¿Y cómo fue su gobierno?

– Durante el mandato de Quetzalcóatl, Tollan siempre estuvo henchida de grandeza: jades, corales y turquesas adornaban el mundo; metales amarillos y blancos, metales preciosos; caracoles hermanos del oído, espirales del ruido, recipientes del canto; plumas de quetzal, plumas rojas y amarillas coloreaban esa grandeza. Existía toda suerte de cacao, toda suerte de algodón de todos colores, muy grande artista era Quetzalcóatl en todas sus creaciones y provocador de la abundancia. Quetzalcóatl, el tolteca, es el que se busca a sí mismo.

– ¿Y qué sucedió con ese hombre? -preguntó Cortés.

– En cierto momento de su vida abandonó la búsqueda de sí mismo en todo lo que existe y sucumbió a las tentaciones, o, como tú dirías, pecó y luego huyó.

– ¿Robó? ¿Mató? -preguntó Cortés, cada vez más interesado.

– No, fue engañado por un hechicero que cambió su destino. Fue Tezcatlipoca, un hechicero hermano suyo y sombra de su luz, quien le puso ante sus ojos un espejo negro, engañoso y, cuando Quetzalcóatl se vio en él, vio su rostro deformado, con grandes ojeras y los ojos sumidos, vio la máscara de su identidad falsa, vio su parte oscura, se espantó de su imagen y tuvo miedo de su rostro. Inmediatamente después fue invitado a beber pulque, bebida que lo embriagó y lo desquició. Estando borracho, pidió que le trajeran a su hermana Quetzalpetatl y junto a ella bebió aún más. Completamente embriagados, los hermanos fueron dominados por el deseo y fue entonces que yacieron juntos, se desquiciaron en caricias, hicieron que sus cuerpos chocaran enloquecidamente, tocándose y besándose hasta quedar dormidos. Al amanecer, cuando Quetzalcóatl recuperó la conciencia, lloró y emprendió la marcha hacia el oriente -por ahí, por donde ustedes llegaron- y se embarcó en una balsa hecha de serpientes. Se fue a la tierra negra y roja del Tollan, para reencontrarse y luego incinerarse.