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Al cuarto día llegaron al santuario de las mariposas amarillas. Había una multitud. Todos habían venido de diferentes regiones, hablaban diferentes dialectos, tenían diferentes hábitos y costumbres, pero una cosa los unía: el rito sagrado de la presencia de las mariposas que en sus vuelos y en la unión de sus formas escribían en el aire códices sagrados, mensajes de los dioses y cantos que solamente el alma escuchaba. Era tan maravilloso ver a miles y miles de mariposas reunidas en un árbol gigantesco, volando alrededor de todo este sitio, desprendiendo luz del aire, que Malinalli, emocionada, preguntó:

– ¿Por qué todas las mariposas están juntas?

– Están juntas para unir las distancias; están juntas para unir el frío con el calor; están juntas para que leamos lo que ellas en sus formas nos proyectan. Apréndete sus formas, sus movimientos, sus sonidos, concéntrate en ellas -le explicó la abuela.

La pequeña niña de cuatro años entró en una especie de trance, dejó de mirar las mariposas y en su lugar comenzó a mirar códices, manifestaciones de arte sagrado, como si fuera una enviada de los dioses y una niña profeta; su mente comprendió al leer los códices, sin que nadie se los hubiera explicado, sin que estuvieran ahí; los vio todos y comprendió su significado.

– ¿Qué ves? -preguntó la abuela.

– Códices -respondió la niña.

– Y, si cierras los ojos, ¿los sigues viendo?

– Sí.

– Bueno, ahora abre los ojos. ¿Siguen ahí los códices?

– No -aseguró Malinalli.

– Eso te muestra que debes estar despierta, para no vivir en las ilusiones. Tú verás lo que quieras ver.

Ahora deseaba olvidar.

No quería que las imágenes de la destrucción de Tula formaran un códice en su mente. Quería olvidar también el día en el temascal, en el que confió que Quetzalcóatl hubiera humedecido en Cortés el recuerdo de dios. Ya no quería hablar, ya no quería ver, ya no quería salvar su libertad. No a ese precio. No a través de la muerte de tantos inocentes, de tantos niños, de tantas mujeres. Antes que ello prefería que de su vientre salieran serpientes que se enrollaran por todo su cuerpo, que le ahogaran el cuello, que la dejaran sin respiración, que la volvieran nada, palabra en la humedad de la lengua, símbolo, glifo, piedra.

Seis

El frío era insoportable. Llevaban días caminando. Cortés se había empeñado en llegar a Tenochtitlan a como diera lugar.

Después de haber errado el camino varias veces, descubrió que le estaban dando indicaciones falsas para llegar a la gran ciudad de los mexicas, así que en contra de todo consejo, decidió cruzar entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, los dos volcanes que vigilaban el valle del Anáhuac.

Malinalli estaba convencida de que a ella pronto le llegaría la hora. Se sentía muy cansada. Sus pies le eran ajenos, ya no los sentía. Estaban completamente helados, engarrotados. Tanto, que ni siquiera sentía las heridas que unas grandes ampollas le habían producido en los dedos de los pies. Le habían salido por usar unos zapatos cerrados que le había quitado a uno de los esclavos cubanos que quedaron muertos sobre el camino. No le importó usar los zapatos del muerto. Era capaz de cualquier cosa con tal de aliviar un poco el frío que tenía en

los pies. El problema era que nunca había calzado sus pies y, a los pocos metros, ya tenía ampollas y un dolor insoportable, pero no le fue permitido detenerse. Siguió caminando a pesar de que las ampollas le sangraban, hasta que sus pies entumecidos dejaron de causarle dolor,

Ahora lo único que tenía era sueño, mucho sueño. Le parecía imposible pensar en un día soleado, caluroso, alegre. Quiso imaginar el calor que se sentía en todo el cuerpo en los días de verano pero le fue imposible. ¡Necesitaba tanto calentar su piel! Sin saber por qué, pensó en los chapulines…

Cada verano, ella se dedicaba a atraparlos entre los maizales. A ella le encantaba sorprenderlos en pleno salto, y luego meterlos en un pequeño guaje de donde más tarde, en la cocina comunitaria, los sacaban para dejarlos caer en agua hirviendo. La muerte de los chapulines era instantánea. Luego, los enjuagaban muchas veces hasta que el agua quedaba totalmente transparente y los asaban en una olla de barro. Al finalizar le rociaban jugo de limón. No había nada más sabroso que un puñado de chapulines en una tarde de

verano, después de haber jugado y haberse bañado en el agua fría del río.

En ese instante deseó con toda el alma ser un chapulín, que alguien la atrapara y la dejara caer en una olla de agua hirviendo. Ser calor, ser fuego en vez de un cuerpo amoratado y dolorido. Si para lograrlo tenía que morir, que así fuera. No le importaba. Al menos moriría calientita, su espíritu sería absorbido por el sol, sería una con él y su cuerpo, que permanecería en la tierra, sería utilizado para ser alimento suculento. Sus carnes deleitarían a los demás. Se le ocurrió que tal vez lo más adecuado para el paladar de los españoles sería que la sazonaran con un poco de ajo molido, esa planta que habían traído con ellos, que tanto acostumbraban comer y que a veces olía en su sudor y en sus bocas. ¡Se moría del antojo! En ese momento hubiera dado lo que fuera por un chapulín. Pero con ese frío era imposible conseguir uno. Y ahora sabía por qué. Con ese clima lo único que se buscaba era arroparse bajo la tierra y no andar brincoteando por ahí. Malinalli ya no podía dar un paso más. Recordó el viaje que había realizado en compañía de su abuela y resonaron en su mente las palabras que en esa ocasión le había dirigido:

– Tu tarea es caminar… Caminar nos convierte en mariposas que se elevan y ven en verdad lo que el mundo es.

Malinalli, por experiencia propia, sabía que la caminata ritual efectivamente producía un desprendimiento del cuerpo, una elevación espiritual, una integración con el todo. Sucedía cuando se derrotaba al cuerpo, cuando se le vencía, cuando la carne renunciaba a contener al caminante y le permitía integrarse a la nada donde todo es, donde todo está. Malinalli, completamente rendida, cerró los ojos para ver si podía ser una con su abuela, pero no pudo. Su cuerpo aún la mantenía prisionera.

Cortés la observaba a distancia. Habían decidido tomar un descanso para esperar a que la expedición de Diego de Ordaz regresara del Popocatépetl. Cortés envió una decena de exploradores al mando de Diego de Ordaz para observar de cerca el Popocatépetl, que, según le informaron, había hecho erupción varias veces en los últimos años. Para la mayoría de los conquistadores, la visión de un volcán en actividad era algo nuevo y que no querían perderse.

Cortés, desde su puesto de descanso, observó la nube de humo y cenizas que salía del volcán. Después su vista se dirigió hacia Malinalli. Cortés la observó detenidamente.

Con los ojos cerrados y acurrucada bajo una manta que Bernal Díaz del Castillo le había prestado, se veía pequeña, vulnerable, pero nada más alejado de la verdad. Hernán pensó en lo admirable que era esa mujer. No se había quejado en ningún momento. Seguía el paso a todos ellos sin chistar. Nunca se había enfermado ni llorado ni dado molestias. La comparación con su esposa fue inevitable. Catalina Xuárez era una mujer débil y enfermiza, que no le había podido dar hijos. Estaba seguro de que Catalina, su mujer, en la misma situación en la que se encontraba Malinalli ya habría muerto.

Cortés a su vez era observado por Malinalli por el rabillo del ojo. Ella no quería hablar con nadie así que prefería fingirse dormida. No tenía energía ni para pedir ayuda. Le gustaba mirar el cuerpo de Cortés, su musculatura, su fortaleza, su valentía, su audacia, su don de mando. Miles de veces, parada frente al mar y meditando sobre el eterno retorno de las olas, había deseado el regreso de su padre, o alguien lo más parecido a él, para que la protegiera. En ese momento se preguntó si Cortés podría ser ese hombre y llegó a la conclusión de que no. La protección que ella anhelaba era una que no tenía nada que ver con su anulación como persona. La protección y defensa que los españoles decían que les iban a proporcionar contra los dioses falsos y contra sus prácticas paganas más bien los dejaban en un estado de indefensión, los convertían en niños débiles que no sabían lo que era bueno para ellos y que necesitaban de alguien superior a ellos que viniera a decirlo. Definitivamente, ser protegida por Cortés representaba ser una mujer débil e ignorante.