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Pero estaba tan cansada que no tenía ganas de pensar en nada que no fuera el sol. No en balde decían sus antepasados que primero fue el fuego y que de él nació el sol y con él los hombres. El sol era fuego en movimiento. Cerró los ojos. La altura estaba haciendo estragos en su estado de salud. Le dolía la cabeza, sentía que el aire no era suficiente. Se sentía mareada, igual que cuando era niña y la abuela la levantaba en brazos por los aires y le daba vueltas y vueltas como a los voladores de Papantla. Esos hombres que realizaban una bella danza en los aires mientras descendían al piso sostenidos por una cuerda atada a sus tobillos. Eran cinco integrantes, de los cuales cuatro descendían el piso poco a poco, girando y bajando mientras otro quedaba en lo alto del gran poste representando al centro. Antes de bajar, saludaban a los cuatro puntos cardinales y al sol. Los cuatro danzantes que volaban por los aires representaban a cada uno de los cuatro puntos cardinales. Malinalli los vio varias veces en su niñez y le encantaba que la abuela la convirtiera en un volador tomándola de los pies y haciéndola girar. Cuando su abuela se cansaba, ella sólita giraba y giraba con los brazos abiertos hasta que se mareaba y caía al piso entre risas.

La abuela le explicaba que eso pasaba porque perdía su centro.

– Dios está en el centro. Ahí donde no hay forma alguna, ni sonido, ni movimiento. Cuando te encuentres mareada, siéntate, deja de moverte, quédate en silencio y encontrarás al señor nuestro ahí, en tu centro invisible, el que te une a él. Somos como las cuentas del collar de la creación y estamos unidos unos con otros, cada uno ocupando el lugar y el espacio que le corresponde. Cuando alguno jala más de la cuenta para un lado, altera todo el orden de los cielos y el cielo se abre, la tierra se abre. Cuando uno se separa ya no irá a caer donde debería caer, ya no caminará donde debería caminar, ya no irá a morir a donde debía morir porque su lazo se rompió, porque todo forma parte del todo y todo repercute en el todo. Y por eso dios se entristece cuando no lo vemos, cuando no lo conocemos, cuando pasamos la vida de espaldas a él.

– ¿Y dónde está dios? ¿Cómo lo puedo ver? -preguntó la niña.

– Ver lo invisible es complicado, pero debes saber que aquel por quien se vive está en el aire que respiramos, en cada gota de agua, en cada cuerpo, en cada piedra, en cada planta, en cada animal, en todas las formas de su creación. En el centro, en lo invisible de todos ellos es donde se encuentra.

Cada cuerpo celeste se encuentra unido en su centro con los otros astros y con nosotros. Es como si un hilo de plata nos hubiera enlazado durante la creación. Ver lo invisible en los otros es ver a dios en ellos. Escuchar lo invisible en sus palabras es escuchar a dios. Sentir el agua en el aire antes de que se convierta en lluvia es sentir a dios. No importa que tan distintos sean los rostros que miras, que tan distinto sea el canto de alguien, atrás de su cuerpo, atrás de sus palabras está la presencia del señor del cerca y del junto. Por eso es tan importante la representación, el canto, el movimiento, todo aquello que hacemos. Si lo hacemos de acuerdo con nuestro centro, de acuerdo con la divinidad, tendrá un carácter sagrado; si lo hacemos mareados, nos tirará al piso, nos dejará a un lado, desconectados de dios. Todos giramos. Cada hombre, cada luna, cada sol, cada estrella danza alrededor de un centro. El movimiento de los astros es sagrado y el nuestro también. Nos une el mismo invisible.

Pero lo más importante del conocimiento que la abuela le transmitió a Malinalli fue quizá la noción de que atrás de cada representación divina, ya fuera en papel, en piedra, en flor o en canto, dios ya estaba ahí. Antes de que cualquier palabra que lo nombrara se pronunciara, ya estaba ahí. No importan la forma, el color o el sonido que se eligieran para representarlo.

– Querida Malinalli, antes de que tú tomaras forma en este cuerpo ya eras una con dios y lo vas a seguir siendo aunque tu figura se haya borrado de la tierra. -Y luego continuó-:

Cuando yo muera, cuando esté fuera del tiempo, va a ser difícil que me veas, que me escuches, que me sientas, por eso te voy a dar esta Tonantzin de piedra; ella es nuestra madre, a ella le puedes decir y pedir lo que quieras. Yo voy a estar danzando en el cielo a su lado así que juntas veremos por ti.

Malinalli entonces tomó entre sus manos el collar de cuentas de barro que había moldeado junto con la abuela y con la imagen de la Tonantzin entre los dedos pidió que le permitieran recuperar su centro. Dominar el mareo que la volvía loca. Y recuperar la salud. Faltaba poco para llegar al valle del Anáhuac. Quería verlo. Quería sobrevivir. Después de este deseo, sus ojos se cerraron. Malinalli dejó su cuerpo y se convirtió en pensamiento, en idea, en sueño. En ese estado, nada le impedía ser parte de todo lo que la rodeaba. No tuvo problema para entretejer su pensamiento con el de las demás esclavas y al instante experimentó una libertad inimaginada. Se vio flotando sobre un petate de serpientes entrecruzadas. Sabía que estaba instalada en otra realidad, y que lo que veía era parte de un sueño, pero también sabía que en ese sueño podía encontrar una realidad mejor, más colectiva que individual.

En su sueño se vio como parte de una mente femenina unificada que tenía el mismo sueño. En él, un grupo de mujeres descalzas caminaba sobre el hielo de un río que había quedado congelado en el momento en que la luna se había reflejado sobre su superficie. Las plantas de sus pies en contacto con lo helado se cuarteaban, y las heridas formaban mapas estelares. La luz de la luna llena se proyectó con fuerza sobre todas ellas y entonces fueron una sola mente y sólo un cuerpo, fueron todas una sola mujer que se sostenía en el viento y que se alimentaba de la fe de todas las que querían liberarse de la pesadilla de sentir, de tocar, de llorar, de amar, de sangrar, de morir, de tener y dejar de tener. Malinalli, en cuerpo de esa mujer unificada, se vio rodeada por doce lunas y sostenida por los cuernos de la treceava. Con sus manos recogía plegarias y pedazos de dolor que convertía en rosas. Luego sintió que la luna bajo sus pies se incendiaba toda y el fuego devoraba sus pensamientos. Su mente era lumbre que creaba imágenes que se clavaban en el corazón de los hombres como cuchillos de luz, mientras les hablaban del verdadero significado del lenguaje. Cuando Malinalli sintió que la luna, junto con ella, se incendiaba toda, abrió los ojos. En sus ojos había lágrimas y en su corazón, un presagio de flores.

Reflejo del reflejo Malinalli era. La luz de la luna se proyectaba sobre su espalda y la sombra alargada que de su cuerpo salía abarcaba gran parte de la distancia que la separaba de la piedra del sol, ubicada en el Templo Mayor de Tenochtitlan.

Malinalli había decidido salir a medianoche a recorrer la plaza en silencio. Sin necesidad de traducir e interpretar, sin tener que fingir indiferencia ante los dioses de sus antepasados para evitar ser catalogada como idólatra. Había llegado a Tenochtitlan un día antes y Malinalli había quedado tan o más impresionada que los mismos españoles ante la grandeza de la ciudad. El Templo Mayor era el centro. Era el espacio que reflejaba la cosmovisión de sus fundadores. Desde ese espacio partían grandes calzadas hacia los cuatro puntos cardinales.