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Por tres días Cortés, se debatió entre la vida y la muerte.

Fueron días de lluvia y de rezos. Un fuerte temporal azotó la isla y no paró de llover día y noche. Cortés ni siquiera se dio cuenta de los truenos; sus compañeros españoles que le prestaron ayuda escucharon admirados y asustados lo que en sus delirios decía. Habló en latín y en lenguas extrañas. Habló en gritos y en susurros. Les dijo que había un sol enorme que crecía y crecía. Un sol que al explotar iba a derramar sangre por doquier; que los seres humanos iban a volar por los aires sin tener tierra firme donde reposar, que habría lágrimas y un insoportable olor a muerte invadiría todo su cuerpo; pronunció nombres de reyes moros, habló de las derrotas históricas de España, se lamentó de la crucifixión de Cristo, se encomendó a la Virgen de Guadalupe, vociferó maldiciones y afirmó que había sido una serpiente, una gran serpiente, la que lo había mordido, una serpiente que se elevaba por los aires y que volaba frente a sus ojos, y así deliró, hasta que se quedó completamente dormido. Algunos lo dieron por muerto, y estaba tan en paz que pensaron enterrarlo a la mañana siguiente, pero cuando llegaron al lugar para darle un santo entierro descubrieron que Cortés había abierto los ojos y se recuperaba milagrosamente. Observaron en él una transformación y se dieron cuenta de que su semblante proyectaba una nueva fuerza, un nuevo poder. Todos lo felicitaron y le dijeron que había nacido de nuevo.

Dos.

Malinalli se había levantado más temprano que de costumbre. No había podido dormir en toda la noche. Tenía miedo. En el día que estaba aún por iniciar, por tercera vez en su vida, experimentaría un cambio total. Cuando el sol saliera, nuevamente la iban a regalar. No se explicaba qué podía haber de malo en su interior para que la trataran como un objeto estorboso, para que con tal facilidad prescindieran de ella. Se esforzaba por ser la mejor, por no causar problemas, por trabajar duro y, sin embargo, por alguna extraña razón no la dejaban echar raíces. Molía maíz casi a oscuras. Sólo la alumbraba la luz de la luna.

Desde el día anterior, cuando el canto de las aves había emigrado, su corazón había comenzado a encogerse. En total silencio observó cómo los pájaros, en su huida, se llevaban por el aire parte del clima, algunos trozos de luz y un pedazo de tiempo. De su tiempo. Ya nunca más vería el atardecer desde ese lugar. La noche se avecinaba acompañada de incertidumbre.

¿Cómo sería su vida al lado de sus nuevos dueños? ¿Qué sería de su milpa? ¿Quién sembraría de nuevo el maíz y quién lo cosecharía por ella? ¿Moriría sin sus cuidados?

Malinalli dejó escapar unas lágrimas. De pronto pensó en Cihuacóatl, la mujer serpiente, la diosa también llamada Quilaztli, madre del género humano, quien por las noches recorría los canales de la gran Tenochtitlan llorando por sus hijos. Decían que aquellos que la escuchaban ya no podían conciliar el sueño. Que sus lamentos de dolor y preocupación por el futuro de sus hijos eran aterradores. Hablaba a gritos del peligro y la destrucción que los acechaba. Malinalli, al igual que Cihua-cóatl, lloraba por no poder proteger su sembradío. Para Malinalli cada mazorca era un himno a la vida, a la fertilidad, a los dioses. Sin sus cuidados, ¿qué le esperaba a su milpa? Ya no lo sabría. A partir de ese día empezaría a recorrer el camino que ya antes había transitado: el del desapego a la tierra con la que se había encariñado.

Nuevamente iba a llegar a un lugar desconocido. Nuevamente iba a ser la recién llegada. La de afuera, la que no pertenecía al grupo. Sabía por experiencia que de inmediato tenía que ganarse la simpatía de sus nuevos amos para evitar el rechazo y, en el peor de los casos, el castigo. Luego venía la etapa en que tenía que agudizar sus sentidos para ver y escuchar lo más acuciosamente que pudiera para conseguir asimilar en el menor tiempo posible las nuevas costumbres y las palabras que el grupo al que iba a integrarse utilizaba con más frecuencia para, finalmente y en base a sus méritos, ser valorada.

Cada vez que trataba de cerrar los ojos y descansar, un vuelco en el estómago la despertaba. Con los ojos muy abiertos recordó a su abuela y en su mente se infiltraron imágenes queridas y dolorosas a la vez. La muerte de la abuela había marcado su primer cambio.

El afecto más cálido y protector que Malinalli tuvo en su primera infancia fue su abuela, quien por años había esperado su nacimiento. Dicen que durante ese tiempo, muchas veces estuvo a punto de morir, pero pronto se recuperó diciendo que no podía partir antes de ver a quien tendría que heredarle su corazón y su sabiduría. Sin ella, la infancia de Malinalli no habría tenido ningún momento de alegría. Gracias a su abuela, ahora contaba con elementos suficientes para adaptarse a los dramáticos cambios que tenía que enfrentar, y sin embargo… tenía miedo.

Para calmarlo, buscó en el cielo a la Estrella de la Mañana. A su Quetzalcóatl querido, siempre presente. Su gran protector. Desde la primera vez que la regalaron siendo muy niña, Malinalli aprendió a superar el miedo a lo desconocido apoyándose en lo familiar, en la estrella luminosa que quedaba frente a la ventana de su habitación y que veía «danzar» en el cielo de un lado a otro, dependiendo de la época del año. A veces estaba sobre el árbol del patio, a veces la veía brillar sobre las montañas, a veces a un lado de ellas, pero siempre parpadeante, alegre, viva. Esa estrella era la única que nunca la abandonaba en la vida. La había visto nacer y estaba segura de que la iba a ver morir, ahí, desde su puesto en el firmamento.

Malinalli relacionaba la idea de eternidad con la Estrella de la Mañana. Había escuchado decir a sus mayores que el espíritu de los seres humanos, de las cosas vivientes y de los dioses vivía por siempre, que era posible ir y venir de este tiempo a ese otro lugar fuera del tiempo, sin morir, sólo cambiando de forma. Esta idea la llenaba de esperanza. Eso significaba que en el infinito cosmos que la rodeaba, su padre y su abuela estaban tan presentes como cualquier otro astro; que era posible su regreso. Como lo era el del señor Quetzalcóatl. Con la diferencia de que el regreso de su padre y su abuela sólo la beneficiaría a ella y el regreso de Quetzalcóatl, por el contrario, modificaría por completo el rumbo de todos los pueblos que los mexicas tenían sojuzgados.

Malinalli estaba en total desacuerdo con la manera en que ellos gobernaban, se oponía a un sistema que determinaba lo que una mujer valía, lo que los dioses querían y la cantidad de sangre que reclamaban para subsistir. Estaba convencida de que urgía un cambio social, político y espiritual. Sabía que la época más gloriosa de sus antepasados se había dado en el tiempo del señor Quetzalcóatl y por eso mismo ella anhelaba tanto su retorno.

Infinidad de veces había reflexionado sobre el hecho de que si el señor Quetzalcóatl no se hubiera ido, su pueblo no habría quedado a expensas de los mexicas, su padre no habría muerto, a ella nunca la habrían regalado y los sacrificios humanos no existirían. La idea de que los sacrificios humanos eran necesarios le parecía aberrante, injusta, inútil. A Malinalli le urgía tanto el regreso del señor Quetzalcóatl -principal opositor de los sacrificios humanos- que hasta estaba dispuesta a creer que su dios tutelar había elegido el cuerpo de los recién llegados a estas tierras para que ellos le dieran forma a su espíritu, para que ellos lo albergaran en su interior.

Malinalli tenía la plena convicción de que el cuerpo de los hombres era el vehículo de los dioses. Ésa era una de las grandes enseñanzas que su abuela le había transmitido mientras, jugando, le enseñó a trabajar con el barro.

Lo primero que aprendió a modelar fue una vasija para beber agua. Malinalli era una niña de sólo cuatro años de edad, pero con gran sabiduría, y le preguntó a la abuela:

– ¿A quién se le ocurrió que hubiera jarros para el agua?