Caminó a su encuentro llena de amor, llena de ternura, llena de ansiedad. Deseaba sentir su piel en su piel, su corazón en su corazón. Quería regresarle en un instante toda su presencia, toda su compañía, borrar de golpe los meses de ausencia, los meses de abandono.
Cuando lo abrazó, cuando pronunció su nombre, cuando lo tocó, Martín la miró como si no la conociese, como si jamás la hubiese visto y se echó a correr. Malinalli, en un impulso de rabia, de desconsuelo, de locura, corrió tras él, ordenándole que se detuviera, que ella era su madre. El niño no paraba, seguía corriendo como si quisiera fugarse de su destino, fugarse de ella para siempre. Cuanto más corría tras él su madre, más miedo le producía, y cuanto más miedo tenía su hijo, más rabia sentía Malinalli. Corría la ira detrás del miedo. Corría la herida detrás de la libertad. Corría la culpa detrás de la inocencia. Por fin, Malinalli logró detener a su hijo con fuerza y, al hacerlo, sin querer lo lastimó; entonces el niño la miró lleno de pánico y empezó a llorar.
Su llanto era tan profundo, tan agudo como un cuchillo filoso, que sin problema atravesaba la capa de carne que cubría el corazón de Malinalli, y abría una herida no sanada: la del abandono. En una gran paradoja, el abandonado hería a la abandonada con su desprecio. Malinalli sintió que cada caricia, cada intento de amor hacia su hijo era una tortura, una pesadilla, una lastimadura para ambos. Entonces, en un gesto de locura, le dio una bofetada a su hijo para que se calmara, para que ya no intentara huir. Y con una voz como de trueno le gritó:
– ¡Maltín! ¡No huyas!
– Yo no soy Maltín. Soy Martín. Y no soy su hijo.
Malinalli quiso rasgar su lengua. Romperla, hacerla flexible para que por fin pudiera pronunciar la letra erre. Ante el dolor que le ocasionaron las palabras de su hijo, Malinalli recurrió al idioma náhuatl para no equivocarse, para hablar desde su corazón:
– ¿Ya me borraste de la memoria? Yo no. Yo te he traído en mi recuerdo todo el tiempo. Tú eres mi hechura humana, el nacido de mí, eres mi pluma de quetzal, mi collar de turquesa.
El niño, sin comprenderla bien -pues nadie más le hablaba en náhuatl- pero sintiendo absolutamente toda la energía de su madre, el lenguaje corporal y lo que su mirada le decía, se quedó paralizado, quieto, en silencio, y al mirarla reconoció en los ojos de su madre sus propios ojos y lloró de una manera diferente. Lloró para vomitar por sus ojos todo el veneno emocional que podía guardar un niño de casi cuatro años de edad. Después, se echó a correr, mientras le gritaba a su madre:
– ¡Suélteme! ¡Me da miedo! ¡Váyase de aquí! ¡La odio!
Malinalli, aún más herida, echó a correr tras él una vez
más. El niño corría veloz y desesperadamente mientras gritaba:
– ¡Palomaaaa! ¡Mamá Paloma!
El que su hijo considerara a otra mujer como su verdadera madre la enloqueció. Malinalli sentía que se salía del cuerpo. Su cabeza estaba a punto de estallar. Su corazón era un tambor de guerra. El niño llegó a los brazos de la mujer llamada Paloma y se abrazó fuertemente a ella. Malinalli, que creía haber sentido alguna vez una herida de amor, se dio cuenta de que nada había sido tan doloroso y tan hiriente como ese momento que se le presentaba como una pesadilla. Fuera de sí, sin control, arrancó a su hijo de los brazos de Paloma, a pesar de que el niño la golpeaba y la pateaba. Malinalli lo tomó con fuerza por uno de los brazos y lo arrastró violentamente a todo lo largo del camino que la separaba de su casa.
El niño lloró hasta que se cansó, hasta que no le quedaron más lágrimas, hasta que su voz enronquecida se acabó. Cuando su hijo cerró los ojos le tocó el turno a Malinalli. Lloró tanto que sus ojos se deformaron, hasta que se hizo la paz.
El silencio reinaba. Malinalli miraba por la ventana la luz de las estrellas; su rostro era tan inocente como cuando tenía cuatro años. Esa noche, Malinalli era una niña espantada de que el amor no fuera cierto; era una niña espantada de que los frutos no reconocieran a la semilla; era una niña espantada de imaginar que las estrellas despreciaran su cielo. Volteó y miró el hermoso rostro de su hijo. Por alguna extraña razón, recordó a su padre, al que nunca vio, al que sólo sintió en espíritu. Se acercó y con su mano tímida, lentamente, acarició la frente de su hijo. Con miedo a que se despertara, le susurró:
– Hijito mío, mi ala de colibrí, mi cuenta de jade, mi collar de turquesa. Los ojos mienten, se equivocan, miran cosas que no existen, que no están ahí. Mi muchachito, mírame así, con los ojos cerrados. Veme así y te acordarás de mí y sabrás lo mucho que te quiero. Por un tiempo yo dejé de mirar con mis ojos y me equivoqué. Sólo cuando somos niños miramos la verdad porque nuestros ojos son verdad, hablamos la verdad porque lo que sentimos es verdad. Sólo cuando somos niños no nos traicionamos, no negamos el ritmo del cosmos. Yo sólo soy unos ojos que lloran tus penas. Cuando lloras, mi pecho se encoge y mi memoria se pierde en tu recuerdo. Tú estás grabado en el fondo de mi corazón, junto a mi abuela, junto a mis dioses de piedra, junto a los cantos sagrados de mis antepasados. Yo puse carne y color a tu espíritu, yo bañé tu piel de lágrimas cuando me fuiste entregado por el señor del cerca y del junto.
El niño, con los ojos cerrados, en esa ceguera que lo ve todo, parecía escucharla, parecía perdonarla, parecía amarla.
– Si tan sólo pudiera sentir que me amas, que me comprendes, que no soy una desconocida para ti, que no soy lo que te espanta, que no soy lo que te duele, yo sería capaz de dejar mi vida, de dejarlo todo, si con ello tú, hijo adorado, hijo de mi sangre, hijo de mi corazón, recibieras mi amor.
Malinalli, con ternura, besó los párpados de su hijo y le cantó una bella canción de cuna en náhuatl, la lengua de sus antepasados. Era la misma canción con la que cientos de veces lo durmió en sus brazos cuando era un bebé. El alma de su hijo pareció reconocer el canto y en ese momento la habitación donde se encontraban adquirió una nueva luz. Fue como si se iluminara con una luz que no provenía de ninguna parte sino del corazón de Malinalli. Una luz azul que traspasaba el cuerpo de ese niño, quien sin poder evitarlo sintió ese profundo amor y, a pesar de estar dormido, sonrió y su sonrisa lo dijo todo. Para Malinalli esa sonrisa se convirtió en un instante de amor mucho más poderoso que los largos meses de separación. La comprensión y la belleza se habían instalado en el corazón de madre e hijo.
Malinalli se quedó despierta hasta el amanecer, hasta que la luz del día rozó los párpados cerrados de su hijo y se despertó. Cuando el niño miró a su madre, ya no lloró, ya no gritó, sólo la contempló ampliamente, antes de volver a quedarse dormido en su regazo.
Martín, al igual que su bisabuela ciega, experimentó que en el silencio de la mirada es donde en verdad se podía ver. Para Malinalli ése ya era un conocimiento adquirido desde su niñez. En todos los meses en que ella había estado alejada de su hijo e imposibilitada para verlo, lo había podido imaginar mucho mejor que ahora que lo observaba detenidamente. Inspirada por esa verdad que ilumina todas las cosas, le habló a su hijo en español y fue en ese momento que descubrió la belleza del idioma de Cortés y agradeció que dios le hubiera regalado esa nueva forma de expresarse, en un lenguaje que abría nuevos lugares en su mente y gracias al cual su hijo podía comprender su amor de madre.
La relación entre Martín y Malinalli poco a poco fue mejorando y el cordón de plata que alimentaba su unión logró restablecerse por completo.