Ocho
El cielo tenía tonalidades naranjas y rosadas. El aire transportaba el aroma de los nardos y los naranjos en flor. Malinalli bordaba y Jaramillo, a su lado, fumaba. Martín y María jugaban en el patio de la casa que juntos habían construido.
Era un bello patio enmarcado por amplías arcadas y con una fuente en cada uno de los cuatro puntos cardinales. De cada fuente salía un canal que transportaba agua hasta el centro del patio formando una cruz plateada. El patio no sólo era una obra arquitectónica, un armonioso juego de espacios, sino que era un centro mítico, un punto de encuentro de varias tradiciones espirituales. Era el sitio donde Malinalli, Jaramillo y los niños entrelazaban las hebras de sus almas con el cosmos. En el agua se reconocían, se reencontraban, se renovaban.
– Quienes logran desentrañar en sí mismas el secreto del todo, se vuelven personas espejos que saben convertirse en sol, en luna, en Venus -le había dicho Malinalli a Jaramillo, cuando en una de sus primeras pláticas discutieron sobre el diseño de su casa. Juntos decidieron que el agua sería el centro de todo.
A los dos les deleitaba el agua. Gustaban de acariciarse mientras uno bañaba el cuerpo del otro con agua que Malinalli previamente había perfumado con nardos del jardín. A veces, tenían que interrumpir el baño para besarse, para lamerse hasta el agotamiento, hasta que terminaban mojados de sudor y semen y de nuevo tenían que bañarse. El baño era el ritual que primero los unió.
Para Jaramillo el agua era imprescindible. Había visitado la Alhambra de niño y había quedado maravillado con ese espejo del cielo. Con sus patios interiores, con sus canales, sus fuentes. Sintió a Dios en ese lugar. Cuando Malinalli le habló de Tula, el espejo del cielo, los dos sintieron que había algo que los unía mucho más allá del cuerpo, del tiempo, de la guerra, de los muertos: un dios líquido.
La casa que juntos diseñaron y construyeron era un pequeño edén. Malinalli no podía sino bendecir a los musulmanes que construyeron la Alhambra y provocaron en el alma de un niño una huella imborrable. Gracias a ellos -entre otros- su casa era un regalo para la vista, para el olfato, para el oído, para el tacto. Los juegos de luces, de sombras, las flores y plantas aromáticas, el murmullo constante del agua, el sabor de los frutos de la huerta a diario les proporcionaban felicidad. Felicidad, una palabra que adquirió significado de manera tardía en la vida de Malinalli, pero que finalmente lo adquirió.
Su corazón se alegraba cuando observaba los nuevos brotes de maíz en la milpa que tenía en la parte trasera de la casa. La primera cosecha la obtuvo sembrando los granos de maíz de su abuela, que siempre había llevado con ella. Junto a la milpa, tenía una huerta en donde convivían en armonía las plantas de origen europeo con plantas mexicanas. Malinalli se deleitaba creando nuevos platillos. Jugaba con la cebolla, el ajo, el cilantro, con la albahaca, con el perejil, con el jitomate, con los nopales, con las granadas, los plátanos, los mangos, las naranjas, el café, el trigo, el maíz, el cacao. Los nuevos sabores en la comida surgían sin poner resistencia al mestizaje. Los diferentes ingredientes se aceptaban entre ellos sin problema y el resultado era sorprendente.
Era el mismo resultado que se había logrado en el interior de su vientre. Sus hijos eran producto de diferentes sangres, de diferentes olores, de diferentes aromas, de diferentes colores. Así como la tierra daba maíz de color azul, blanco, rojo y amarillo -pero permitía la mezcla entre ellos-, era posible la creación de una nueva raza sobre la tierra. De una raza que contuviera a todas. De una raza en donde se recreara el dador de la vida, con todos sus diferentes nombres, con todas sus diferentes formas. Ésa era la raza de sus hijos.
Le encantaba verlos correr por el patio y jugar en el agua de las fuentes que recordaban a Tula y a la Alhambra por igual. Le gustaba que hablaran náhuatl y español. Que comieran pan y tortillas. Pero le dolía que no hubieran visto lo que fue el valle del Anáhuac. Lo que había sido Tenochtitlan. Por más que se empeñaba en describírselos, le resultaba imposible. Así que decidió dibujar para ellos un códice -su códice familiar- y enseñarlos a descifrar el lenguaje del mismo. Entender sus signos. Era importante que aparte de aprender a leer el idioma español, supieran leer códices. Decía una poesía maya que «los que están mirando, los que cuentan, los que vuelven ruidosamente las hojas de los libros de pinturas. Los que tienen en su poder la tinta negra y roja: las pinturas. Ellos nos llevan, nos guían, nos dicen el camino».
Era importante que sus hijos y ella supieran lo mismo para poder hablar de lo mismo, para caminar hacia el mismo lugar. Tal vez si Jaramillo y ella no hubieran presenciado los mismos acontecimientos, no les sería fácil entender lo que había sido la conquista. Malinalli deseaba que entre sus hijos y ella fuera posible la misma complicidad y por eso estaba dispuesta a aprender a leer y escribir el español.
Por las mañanas, junto con Martín, se esforzaba en garabatear letras y números. El que más le llamaba la atención era el número ocho. Encontraba que era la representación del mestizaje. Eran dos círculos unidos por el centro. Por el infinito entre ambos. Por el mismo invisible.
En las tardes, le gustaba jugar con sus hijos, tomarlos de los pies y darles vueltas por los aires, como su abuela lo había hecho con ella. Cuando se cansaba, los dejaba jugar por su cuenta y se sentaba a bordar huipiles mientras sus hijos seguían correteando y Jaramillo, su esposo, se dedicaba al tallado en madera.
Malinalli consideraba que bordar o tallar la madera, más que actividades artesanales, era un ejercicio para alimentar la paciencia. La paciencia era la ciencia del silencio, donde ritmo y armonía fluían naturalmente entre puntada y puntada, entre cincel y martillo. Era a base de ese ejercicio ritual y cotidiano que ambos podían alcanzar estados de conciencia luminosos, donde la paz interior y la riqueza espiritual eran su recompensa y su objetivo.
Esa tarde, mientras tomaban té de hojas de naranjo, Jaramillo suspendió el tallado de una Virgen de Guadalupe que estaba fabricando para la recámara de sus hijos y preguntó:
– Marina, ¿quieres que vayamos a la misa de mañana?
– No. ¿Tú quieres ir?
– No.
Cada año se celebraba con una misa la caída de Tenochtitlan. A Malinalli le molestaba asistir. Le molestaba revivir a los muertos, los lamentos, los llantos, pero más le molestaba que los rezos se hicieran ante un Cristo crucificado. Ante la imagen del nuevo dios, del dios de la carne clavada en la cruz, del cuerpo sangrante. Para ella resultaba horrorizante verlo, pues su mente siempre había rechazado los sacrificios humanos.
Le molestaba la herida en el costado que le recordaba a aquella que los cuchillos de obsidiana producían en el pecho de los hombres sacrificados en el templo de Huitzilopochtli. Le molestaba la corona de espinas, la sangre coagulada, seca. Le provocaba deseos de querer salvar a ese hombre del tormento, de dejarlo en libertad. No soportaba mirarlo. Su sacrificio era eterno y hablaba de que, a pesar de la conquista, no había habido ningún cambio en estas tierras. Que de nada había servido la caída del imperio, que el sacrificio había sobrevivido y que sería la herencia que dejaban a los sobrevivientes. Que ese Cristo en la cruz era dolor sin fin. Era muerte sin fin. Era eterna muerte. Malinalli no creía que el sacrificio creara la luz, como tampoco podía ser que la luz se encontrara en medio del sacrificio.
Así que prefería no asistir a la ceremonia y no ver al Cristo sacrificado. Ella prefería ver la vida y no la muerte. Prefería ver a sus hijos, producto de la conquista, y no revivir a los muertos. Prefería besar a Jaramillo, amarlo, bendecirlo, que tener que bendecir una imagen sacrificada eternamente. Gracias a Jaramillo ella había encontrado la paz, el cielo en la tierra. Gracias a Cortés, la guerra, el destierro, el odio. Su presencia le producía un disgusto incontenible. Verlo la alteraba, la molestaba, la enojaba. Inevitablemente terminaban discutiendo.